26 de marzo de 2010

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El remedio de la libertad

Vicente Echerri
El Nuevo Herald

De algunos he olvidado sus nombres, pero no su sufrimiento ni sus historias. Más de 40 años han pasado de mi estancia durante una semana en el Departamento de Seguridad del Estado (Santa Clara, Cuba) como preámbulo a mi ingreso en la cárcel y aún puedo ver las celdas de aproximadamente 6 x 9 pies donde se hacinaban hasta 12 hombres. En la que me pusieron había un condenado a muerte y un muchacho de 14 años. A este último lo acusaban de haber escrito un letrero contrarrevolucionario en el baño de su escuela, hecho que él negaba aunque lo incriminaba el testimonio del perito calígrafo.

A mediados de noviembre de 1968, llevaba cerca de dos meses en ese antro, fingiendo ser un hombre (a fin de estar a la altura del ex infante de marina que habían cogido a tiros en el intento de sacar a unos fugitivos del país y quien se reía de su próximo fusilamiento), para luego volver a ser un niño y empezar a llorar clamando por su madre. Solían interrogarlo de madrugada y volvía a la celda hecho un guiñapo, con huellas de maltratos físicos y mentales.


Una noche oímos unos gritos, acompañados de ruidos de golpes y denuestos. Era algo insólito, porque los interrogatorios solían hacerse en un área distante de las celdas. Al parecer, uno de los oficiales se impacientó con las reiteradas protestas de inocencia de un hombre mayor a quien le imputaban varios delitos graves y, zafándose una bota, lo descalabró a taconazos. Supe su historia (de quien después fue liberado por inocente) porque nos llevaron juntos a la cárcel cuando aún tenía la cabeza inflamada y vendada, además de una sutura en una ceja. También había pasado, como tantos, por la temible ``celda fría'', donde lo tiraron desnudo con el suelo mojado y una temperatura de nevera.

Yo tenía 20 años y, si bien nunca había simpatizado con la revolución, creía que las torturas corporales pertenecían al pasado que satanizaba la prensa oficial. En poco tiempo, mi ingenuidad se hacía trizas frente a la barbarie de un régimen policial que ya para entonces tenía un largo prontuario de desmanes: los presos políticos que llegaban a la cárcel de Santa Clara provenientes de La Cabaña, de San Severino o de Boniato --muchos de los cuales habían pasado antes por el infame plan de trabajo Camilo Cienfuegos en Isla de Pinos-- llevaban en sus cuerpos y en su psique las huellas del horror: internamientos en celdas tapiadas donde apenas entraba el aire, trabajos en condiciones degradantes e infrahumanas, dieta de hambre, palizas, bayonetazos y, ciertamente, asesinatos jalonan la historia del presidio político cubano en este último medio siglo.

Ahora, en respuesta a la campaña de denuncia que provoca en la opinión pública internacional y en algunos gobiernos extranjeros la muerte de un disidente al cabo de una larga huelga de hambre, el régimen de Castro, a través de sus testaferros, reitera sus mendaces argumentos. La UNEAC, el organismo que agrupa a los escritores del oficialismo, que transitan entre la obsecuencia fanática y el oportunismo canallesco, vuelve a decir que ``en la historia de la revolución jamás se ha torturado a un prisionero'', que ``no ha habido un solo desaparecido'', que ``no ha habido una sola ejecución extrajudicial'', desconociendo los testimonios de las miles de víctimas que tan minuciosamente ha sabido rescatar, entre otros, el Instituto de la Memoria Histórica Cubana contra el Totalitarismo. Lo que ciertamente no tiene la ``revolución cubana'' ni los que hablan en su nombre es vergüenza.

Pero la falta de derechos humanos en Cuba no hay que ir a buscarla a la cárcel ni a los calabozos del terror ni se reduce a estos 200 presos políticos cuya libertad ahora mismo exigimos. Los derechos humanos se violan en Cuba a toda hora desde hace más de 50 años, pues esos derechos garantizan la libre asociación política, la libertad de expresión y de prensa, la propiedad privada, el entrar y salir libremente del país, el poder cambiar de empleo y obtener una digna remuneración a cambio... derechos que, como bien saben los sicofantes de la Unión de Escritores y los figurones de la Asamblea Nacional y el enfático Ministro de Relaciones Exteriores, sencillamente nunca han existido bajo el castrismo.

El ``acoso'' y el ``bloqueo'' imperial son pretextos demasiado manidos para justificar el colosal fracaso de la gestión gubernativa y del proyecto social y económico de esa revolución. Se trata de una monstruosidad, cuya sola existencia constituye una aberración jurídica que las democracias respetables no deberían esforzarse en legitimar. Por su parte, los portavoces de esa entidad espuria --cuyo fin apremia-- tendrían que detenerse a pensar en cuan lamentables y ridículos son sus argumentos y declaraciones. La ruina material y moral de la actual sociedad cubana, así como el exilio de un segmento tan vasto de su población, debería bastarles para reconocer que defienden un proyecto fallido.

La libertad individual no es negociable, ni se puede justificar su falta a cambio de cualquier otro bien --que en el caso de Cuba tampoco existe. La libertad que temen, por su sola virtud, dejaría sin lugar esta cadena de persecuciones y denuncias que obliga a estos lamentables voceros a defender lo indefendible. ¡Qué pena que no se den cuenta de que el remedio está en la libertad!


(C)Echerri 2010
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