Ana Dolores García
Una de las tradiciones más arraigadas en el Puerto Príncipe de los siglos XVIII y XIX fue la de los Altares de Cruz. Como casi todas nuestras costumbres y tradiciones, llegó a nuestra villa y a otras del interior de la Isla a través de los colonizadores españoles, sobre todo los canarios, que también la llevaron a distintos pueblos de Hispanoamérica. En la República de El Salvador, por ejemplo, aún se sigue celebrando con mucha participación popular: bailes, fiesta y derroche de comida, al igual que en muchas ciudades y pueblos de Andalucía. Lo mismo en Venezuela y sobre todo en México, y en general en muchos países de la América hispana, donde al igual que en España los festejos de prolongan durante todo el mes de mayo.
Hoy, más que de “altares de cruz” oímos hablar de “cruces de mayo”. Y más que altares hechos dentro de las casas vemos hermosas cruces de flores levantadas en medio de las avenidas. También en España, en las Islas Canarias, y en la comunidad de Murcia, concretamente en Caravaca de la Cruz, se celebran grandes festividades en los primeros días de mayo, con la particularidad especial de venerar en este último lugar el que según se dice es un fragmento de la “Vera” Cruz. En Cuba se conserva igualmente esta tradición en lugares como Gibara y Holguín con bailes populares y la ausencia de cruces. En Camagüey, es ya sólo cosa del pasado.
Para entender el origen de esta fiesta, tan popular en España y que canarios y andaluces se encargaron de trasplantar a Cuba, hay que remontarse a los tiempos del emperador romano Constantino (siglo IV d.C.). La tradición nos cuenta que el emperador –no cristiano- tuvo una visión en la que aparecía una cruz y sobre ella unas palabras en latín: “In hoc signo vincis”, o sea, “Con este signo vencerás”. Constantino mandó que se hiciera una cruz y puso al ejército bajo su protección, con lo que logró triunfar sobre sus enemigos. Se hizo bautizar en la fe cristiana y envió a su madre, Santa Elena, a Jerusalén en busca de la verdadera cruz de Cristo. Ella encontró tres cruces en donde la tradición situaba el lugar del suplicio de Cristo e hizo colocar cada una de las cruces sobre el cadáver de un joven. Al colocar la tercera de las cruces el joven resucitó y Santa Elena rogó a su hijo que se conmemorara el 3 de mayo como el día en que fue encontrada la cruz de Cristo.
Por otra parte, y a la hora de establecer los orígenes de la celebración popular de la Cruz, hay que referirse necesariamente a las fiestas paganas que se celebraban desde muy antiguo en el mes de mayo. Desde los tiempos del renacimiento se comenzó a relacionarlas, entre otras, con la fiesta romana de las Floralias en honor a la diosa Flora, que representaba el eterno renacer de la primavera y que se celebraba precisamente del 28 de abril al 3 de mayo.
La Iglesia no demoró en eliminar antiguas prácticas paganas, escandalosas y contrarias a su moral. Así, estas fiestas naturalistas de mayo se fueron transformando y agrupando en torno a un nuevo motivo: la Cruz, que pasó a ser el centro de las fiestas y que se colocaba sobre un altar, en la calle o en el interior de una casa, adornada con flores, plantas, pañuelos, colchas, cuadros, candelabros, etc. A su alrededor se practicaban bailes típicos, se realizaban juegos y se entonaban coplas alusivas.
El paso de la celebración pagana a la religiosa, popular en ambos casos, fue favorecido por el culto litúrgico a la Cruz y la leyenda sobre el descubrimiento de la auténtica cruz de Cristo. Así, las fiestas populares fueron teniendo un sentido religioso con la adoración de la Cruz, pero sin abandonar los elementos profanos constituidos por bailes, música y degustación de alimentos.
Los Altares de Cruz que se recuerdan de Camagüey tenían más bien un eminente carácter profano, en los que sobresalían la diversión y la alegría de la juventud, y se bebía y se comían golosinas y platos típicos, como nuestro acreditado pastelón.
Antonio Bachiller y Morales, (1812-1889), notable bibliógrafo cubano y testigo de excepción de ellos, nos ha legado sus impresiones sobre lo que para nuestros antepasados principeños constituían aquellas fiestas del mes de mayo. Dejemos que él nos lo explique:
«Una de las diversiones más populares de Puerto Príncipe son los Altares de Cruz. Al decir Altares de Cruz, creerá usted se que se trata de altares en que brillará el signo de nuestra Redención ante el cual se postran los hijos de Cristo: no señor.
Siguiendo en las suposiciones del primer párrafo, el que llegue a Puerto Príncipe en mayo se dirigirá después del paseo a la primer casa donde oiga música, que allí hay un Altar de Cruz. Redúcese éste a colocar en el lienzo de una pared, ya en agrupadas pirámides, ya en largas y paralelas gradas, cuanta loza y cuanto espejo y cuadro puedan reunir: adornar el todo con multitud de flores, frutos y objetos iluminados con profusión de
bugías de cera, resultando así un conjunto que agrada por la brillantez, reflejándose las llamas en los espejos y doraduras. No creo sea necesario anterior conocimiento ni presentación en las casas donde hay altar, habiendo visto uno en la plazuela de Paula que tenía la música en la calle tocando hasta muy entrada la noche.
Por lo regular en pieza próxima al citado aparato se reúnen a bailar los jóvenes; ora se canta a la guitarra; ora se entretiene el concurso con baratijas de preguntas y respuestas. Así pasan alegremente las horas de la noche; así en estos cuadros de animación y ventura brilla sin trabas la amabilidad del cubano nato……Yo pasé el mes de mayo en Puerto Príncipe y participé de las tumultuosas y agitadas noches en que se celebran las reuniones de los Altares de Cruz, y recibí impresiones de gratísimo recuerdo…… Diversión es muy antigua ésta de que hablo: en un artículo de la Sínodo Diocesana, allá por los años 1681 se prohibió poner cruces y santos en altares de esta especie; pero parece se continuaron poniendo en el Príncipe, pues ni hablar de prohibiciones más recientes y aún de los últimos años.
Es para mí incontrovertible que las reuniones de los Altares de Cruz es la diversión más grata que ofrece el país, porque en ella lucen más las personas que las cosas…… Pocos caracteres llevarán ventaja a la sociabilidad camagüeyana. Tan apreciable prenda se percibe y reconoce en los bailes. La afición a bailar es extraordinaria en Puerto Príncipe….»
Por su parte, Don Abel Marrero Companioni, también ya fallecido, en su libro “Tradiciones Camagüeyanas” nos explica a su vez con más detalle cómo fueron aquellos Altares de Cruz:
«Reseñamos los altares de cruz que conocimos en la segunda mitad siglo XIX. Suponemos que en los siglos anteriores serían menos suntuosos debido a la escasa civilización y recursos en que se vivía en Cuba. En nuestro viejo Puerto Príncipe era esperado ese mes con verdadera ansiedad por la juventud, que era sólo un motivo de reunión de los familiares, vecinos y amistades; en fin, una fiesta, más o menos íntima, para divertirse algunas horas cada domingo en la noche. De antemano se hacían las invitaciones, suponemos que por medio de recaditos o alguna nota a guisa de tarjeta, porque debemos recordar que no había teléfonos, no había telégrafos, ni bicicletas, para el envío de un mensajero montado en ella.
El Altar se levantaba casi siempre en la gran sala de la casa debido a que en ese lugar había electricidad, o que las familias que sólo se alumbraban con lámparas de petróleo, tendrían uno de los quinqués en la sala, dando siempre una luz amarilla y mortecina. Esto quiere decir que había en las residencias de personas acomodadas alguna que otra lámpara de cristal comprada en Europa, de rico cristal de Bohemia que habría costado cientos de pesos, pero que también era de petróleo.
Vamos a describir un Altar de la clase media pudiente. Ya dijimos que en la sala amplia y con sus dos enormes ventanas de hierro, se ponía primero una mesa grande, después encima otra más pequeña y para tercer piso una caja grande de madera, así quedaba construida una pirámide de tres pisos que se cubría con una cortina de colores, o a veces con sábanas blancas. Se alumbraba este altar con gran cantidad de cirios, en candelabros más o menos valiosos, según podían recoger en el vecindario o con los familiares, y había siempre el deseo de que la sala estuviese lo más alumbrada posible, todo lo contrario de estos días en los que se baila a media luz.
El adorno de este túmulo consistía principalmente en flores. Flores, muchas flores bellísimas de los patios principeños, que en el mes de mayo son muy abundantes. También frutas del país, cuatro o más salvillas en las que se hacían pirámides de exquisitos marañones, rojos y amarillos, los que con su fragancia llenaban la sala de un cálido y especial perfume; también naranjas, nísperos, mameyes colorados, canisteles, jaguas, y cuanta fruta criolla y escogida servía de adorno.
Igualmente, búcaros, porcelana, estatuillas y cuanto había en la casa y se escogía para llenar todos los espacios. Debemos hacer constar que esto que llamamos altar nunca estaba adornado ni con la cruz cristiana ni con ninguna imagen o estampa religiosa: era una fiesta social sin matiz religioso. Si había piano en la casa, se contrataba un pianista y algún violinista y hasta a un músico con clarinete, a veces una pequeña orquesta, pero nunca más de tres o cuatro músicos. El baile comenzaba exactamente a las ocho de la noche para terminar invariablemente a las doce, hora en que se apagaban las pocas farolas del alumbrado público.
El baile se abría con un vals, se escogía el más reciente, después danzones, alguna polka y si se había ensayado, un minué o rigodón.
No es necesario repetir que sólo eran invitados familiares, vecinos y amigos. Antes de la media noche era servido en el comedor de la casa un obsequio, hoy “buffet”, consistente en sendas bandejas que contenían dulces “finos”, es decir, yemitas de huevo cristalizadas, quesitos de almendra, rosquetes hechos de almidón, pequeñas panetelas…
Como bebida, algún vino dulce a las señoras y damas que no bailaban, pues no se hacía olvido de la vieja. Para los jóvenes
mistela o algún anís, y para los feos su poquito de aguardiente. Ya en los últimos años del siglo que reseñamos había alguna cerveza de la “T”, que se guardaba para madres con sueño. Se tenía especial cuidado en la atención de la vieja.
Poco antes de terminar el baile una joven escogida de antemano salía un momento de la sala, y reaparecía seguidamente portando una linda moña de costosa cinta de color morado o rojo, con dos cintas colgantes de medio metro cada una y la pendía sorpresivamente a la solapa de uno de los jóvenes bailadores, el que sorprendido del gesto lo agradecía, pero no podía ocultar su sorpresa por la distinción que le traía consigo la obligación de organizar la próxima fiesta, es decir, buscar la casa, costear la música, alumbrado y todos los gastos; era padrino del nuevo baile, y que como es consiguiente, trataría de superar y mejorar al que se estaba efectuando. Esto daba motivo a grandes aplausos y alegrías. Todo se hacía por sorpresa, estaba prohibido anunciar al nuevo padrino antes de “enmoñarlo”.
Sanas diversiones de nuestros abuelos, recuerdos de un Camagüey que se aleja, que se va, que con nuevas costumbres y nuevas influencias de las modernas civilizaciones nos distancia de aquellos de nuestros días.»
Hermosa crónica de Don Albel Marrero, que ha salvado para nuestras generaciones el conocer cómo era la celebración de los Altares de Cruz en el Camagüey del siglo XIX.
Crónicas sobre los Altares de Cruz camagüeyanos:Antonio Bachiller y MoralesAbel Marrero CompanioniIntroducción: Ana Dolores GarcíaFoto: Google, Altar de Cruz contemporáneo, México.___________________________