14 de mayo de 2016

LA REINA QUE TUVO QUE COMPRAR LA MITAD DEL MUSEO DEL PRADO

La Reina que tuvo que comprar
con su dinero
la mitad del Museo del Prado

Nunca España se lo ha agradecido bastante. Y es que es muy difícil mencionar el nombre de esta Reina sin que alguien desvíe la conversación hacia sus escándalos amorosos, relatados ya tantas veces que llegan a aburrir. Pero Isabel II no sólo amó; también reinó, con sus errores y sus aciertos.

Una de sus decisiones más trascendentes fue el gran gesto de generosidad que esta Reina hizo hace 150 años para mantener unida la colección de pinturas que ella y su hermana, la Infanta Luisa Fernanda, habían heredado de su padre, Fernando VII, y de sus antepasados.

El Rey difunto había trasladado más de tres mil cuadros desde sus Palacios al Real Museo del paseo del Prado, para que pudieran ser contemplados, pero los cuadros seguían siendo de su propiedad.
 
Al morir, Fernando VII dejó un quinto de su herencia a su esposa, la Reina María Cristina, y el resto, a partes iguales, a sus dos hijas. Si cada una se llevaba lo que le correspondía, la maravillosa colección de pintura que habían reunido los Reyes de España, desde tiempos de Isabel La Católica, acabaría dividida.

La solución la propuso el duque de Híjar, director del Real Museo, quien sugirió que Isabel II comprara con su dinero las partes de su madre y de su hermana. La colección de pinturas y obras de arte fue tasada en 152 millones de reales, e Isabel tuvo que afrontar este elevado gasto, con lo que salió muy perjudicada en el reparto. Más aún, cuando poco después se aprobó una ley, a petición suya, que distinguía sus propiedades personales y las propiedades de la Corona, que hasta entonces formaban una misma cosa.

El Real Museo del Prado  pasó a formar parte del patrimonio de la Corona. Lo que había comprado meses antes a su hermana y a su madre dejaba de ser suyo, pero la colección de pintura permanecía unida.

Tres años después, estalló la Revolución de 1868, Isabel partió al exilio y los bienes de la Corona fueron nacionalizados, aunque con el paso del tiempo todos ellos se mantuvieron al servicio de la Familia Real y hoy forman parte del Patrimonio Nacional de España.  La única excepción fue el Museo del Prado, que se le retiró a la Corona y pasó a depender del Estado (primero del Ministerio de Hacienda y ahora del de Cultura).

En el exilio, Isabel II tuvo que vender valiosas joyas para mantener a la Familia Real. Para ella, la compra de los cuadros fue un mal negocio personal, pero a España no le pudo dejar un mejor legado. Aunque 150 años después, los dos millones y medio de personas que cada año visitan el Museo Nacional del   Prado pasen ante su cuadro ignorando su sacrificio.

Fuente: Amudena Martínez-Fornés, abc, Madrid
Ilustración: Óleo de Federico Madrazo, Museo del Prado

12 de mayo de 2016

Historia de la cerveza en Cuba

Historia de la Cerveza en Cuba

Ana Dolores García

Las primeras cervezas que degustaron criollos y españoles en Cuba fueron inglesas y llegaban a nuestra isla contrabandeadas desde Jamaica a través de la provincia oriental cubana. Su consumo no era muy notable pero  luego, allá por el año 1762 cuando  la capital de la colonia y su importante puerto fueron ocupados por Ingleterra, -que por aquel entonces sostenía una guerra con España-, la importación de cerveza inglesa se hizo legal y su consumo se tornó mas fácil.

En tal sentido se cuenta que “con esta medida, la cerveza inglesa entró en grandes cantidades… Curiosamente y de acuerdo con la prensa de la época, las damas se inclinaban por la marca británica “Ale”: suave, clara y -segun decían- beneficiosa para los males de estómago. De cualquier forma, era de las cervezas de mayor demanda junto con la “Cabeza de Perro”, también inglesa, preferidas entre aquel amplio muestrario de mas de cien marcas distintas. Otra de las que gozaba grandemente del gusto de los bebedores era la “Tennet Lager”, a tal extremo que en la isla se hizo popular el nombrar simplemente “laguer” a la cerveza.

La historia de una cerveza hecha en Cuba no comenzó sino hasta el año 1841 al surgir en La Habana una pequeña cervecería en la que se intentó sustituir la cebada, elemento de necesaria importación y esencial de esta bebida,  por el jugo de la caña de azúcar, experimento que resultó fallido. Existió también otra pequeña cervecería en la ciudad de Cárdenas, en la costa norte de la provincia de Matanzas que, aunque logró subsistir hasta 1883, tampoco pudo competir con las cervezas importadas.

La subida de los impuestos a las cervezas de importación creó un prospecto más halagüeño para la industria local y permitió que surgiera  en Marianao, en el área conocida ya desde entonces como “Puentes Grandes”, una nueva fábrica de cerveza en 1888.

Fue en realidad el inicio feliz de una pujante industria cervecera que, aunque su producto inicial no se distinguió precisamente por una buena calidad, esta se mejoró prontamente con la ayuda de maestros europeos.  

Su fundador fue un español natural de “La Mortera” en el Valle del Piélago en Cantabria, Ramón Herrera Sancibrián, quien junto a su familia se instaló en La Habana a finales del siglo XIX.  Don Ramón dirigió primeramente sus actividades empresariales a la industria naviera, y luego compró en Puentes Grandes una fábrica de hielo que llamó “La Nueva Fábrica de Hielo S.A,”. También era de su propiedad otra antigua fábrica de hielo en el barrio de Palatino, que luego fusionó con la Nueva Fábrica de Hielo de Puentes Grandes. Sus descendientes adquirieron  de su propietario Andrés Fernández, la “Tropical”, que ampliaron y modernizaron, y lanzaron una nueva  “Tropical” que superando su pobre calidad inicial llegó a obtener primeros premios en Exposiciones internacionales europeas en sus distintas variedades: Tropical Clara, Tropical Oscura Excélsior,  una cerveza clara que se llamó “Cristal Palatino”, cerveza tipo Munich oscura “Tivoli”, y la “Maltina Tívoli”. La empresa de la familia Blanco Herrera continuó extendiéndose mediante la adquisición de la “Havana Brewery”, y la produción de la marca Tivoli.

La cerveza Cristal fue poco a poco ganando en preferencia a la Tropical aunque fueran elaboradas por la misma empresa. Porque tal como la anunciaban, era “clara, ligera y sabrosa”.
Al arribo del castrismo, todas las empresas privadas fueron confiscadas por el gobierno. No fue hasta el año 1997 que la Cristal reapareció comercializada por la compañía Bucanero S.A. y la entidad canadiense Cerbuco Brewing Inc., subsidiaria de la Compañía Belga Interbrew NV.  
Fue también en Puentes Grandes donde comenzó a producirse la segunda de las más populares cervezas de Cuba, la Polar, en el año 1911. Sus propietarios, secundados por la Beer Company International, fueron unos catalanes radicados en Cuba, la familia Zorrilla y Giraudier. El lema publicitario que explotaron hasta que dejó de producirse por igual motivo que las otras cervezas cubanas existentes fue: “La cerveza del pueblo, y el pueblo nunca se equivoca”.

Una nueva cerveza surgió en el mercado cubano en 1927. La presentaban Emilio Bacardí y su gran empresa elaboradora del mundialmente famoso Ron Bacardí. Fue la cerveza Hatuey, que por su calidad y la inteligente publicidad con que fue lanzada, pronto se convirtió en la preferida del 50% del los bebedores cubanos. Se elaboraba en la Planta Modelo del Cotorro y la de Manacas en Las Villas. Fue “la gran cerveza de Cuba”.

Otros cervezas que se venden en la Cuba actual: Bucanero, Tínima, Guamá, Varadero, Cacique, Mayabeque…

11 de mayo de 2016

Miguel de Cervantes: 4º Centenario de su llegada a la Historia

Miguel de Cervantes,
Cuarto Centenario de su llegada a la Historia

Nicolás del Hierro

El 23 de abril de 1616, Miguel de Cervantes se despedía de la vida. Se le quebraban las cadenas del ser y el existir para pasar, afortunadamente, a la inmortalidad que la literatura ofrece a sus elegidos.

Su existencia personal dejaba de ser creadora en la gran parcela terrenal del idioma castellano; pero también desde aquel mismo día la virtud de su palabra escrita impulsaría con mayor fuerza la hasta entonces impecable altura que, desde lustros atrás, ya hubiera comenzado a ser el trampolín que agigantara la perpetuidad con su literatura.

No pocas veces, paradójicamente, el cuerpo de la persona donde radica el genio ha de tragárselo la tierra para que el nombre del mismo se prolongue en la constancia a través de su quehacer anterior.

Aquel luchador de Lepanto, presidiario, cobrador de alcabalas, buena persona y permanente buscavidas, magnífico prosista, ponedor de su propio pensamiento humano en el cerebro y labios de un tranquilo neurótico, aquel “famosillo” entrecomillado, junto a famosos de turno que, como poeta, mintiera asegurando que fuera ésta, la ciencia del verso, “una gracia que no quiso darle el cielo”, le bastó sola su mano derecha para escribir la mejor prosa española que haya dado jamás la literatura en nuestro idioma.

Perdonad que me cite en uno de mis ya antiguos sonetos dedicados al genio cervantino; un soneto que repite su auto-rima:

 De una mano tan sólo, de la mano
tan sólo con que el hombre, el escritor,
se sirve cuando escribe, cuánto amor
pudo salir, Cervantes, de una mano.

No hacía falta más, sólo tu mano
derecha y tu cerebro soñador,
soñando que la vida y su dolor
estaban al alcance de tu mano.

Tú eras la vida misma, la existencia,
el fruto y la razón, eras conciencia,
de noble humanidad, eras el brote

más puro del amor, naturaleza,
la poesía misma, la grandeza…
Y te nos diste todo en Don Quijote.

Esto, que sucedió con don Miguel, no es una excepción ni mucho menos, pero sí lo es un vivo ejemplo, un gran ejemplo. La segunda parte de El Quijote, sumó y acrecentó el acierto que ya obtuvo en la primera, no sólo por el éxito editorial sino también por lo que suponía la corona literaria del escritor casi septuagenario, que había peleado durante toda su vida entre las luchas de guerra, las sociales y las del espíritu, pero sobre todos con las económicas, dentro siempre del duro resultado que la cruda existencia le proporcionó en los personales campos de todas sus batallas, y cuyos ecos triunfales le llegaban postrado en un sillón donde, todavía, el escritor incombustible y nato, daba los postreros retoques a la última de sus novelas, “Los trabajos de Persiles y Segismunda”, cifrando en ella sus mayores esperanzas, pero harto convencido de que aquello era el final de su existir. No en vano su confesional apoyo sobre los versos de antiguas coplas en la dedicatoria que, desde esta obra, hizo al conde de Lemos:

      “Puesto ya el pie en el estribo,
 con las ansias de la muerte,
 gran señor, ésta te escribo...

Premonitorio, y adivinando cercana su terrenal despedida, lo escribiría en su casa de la madrileña calle de León, en el hoy “Barrio de las Letras”, o de “las Musas”, barrio que hicieron inmortal las triunfadoras obras literarias que salieron de mentes y de plumas, de dramaturgos, poetas y escritores que en aquel Siglo de Oro español lo habitaron, nombres y apellidos tan ilustres como fueron y son Lope de Vega, Quevedo y el propio Miguel de Cervantes, entre otros, aseverando los investigadores y biógrafos de éste que tal dedicatoria al Conde resultó ser lo último escrito por el “Príncipe de las Letras”, muy pocos días antes de aquel infausto 23 de abril, cuyas cercanas, próximas y nominadas calles podemos recorrer aún cualquier día, incluso visitar la casa donde alguno de ellos próceres habitara entonces.

Lo cierto es que, de una u otra forma, una vez más la desidia nacional y el generalizado poco aprecio de los valores personales en los momentos de la existencia de quienes están dotados de méritos para una mayor atención con su persona, sus restos quedaron confundidos en el osario común, casi imposible de identificar cuando el nombre se inmortalizó a través de la obra y quisieron recuperarse.

Sí quedó a buen recaudo el manuscrito de “Los trabajos de Persiles y Segismunda”, en los que tantas esperanzas había puesto Cervantes, terminados como estaban y en vías, entonces, de hallar el privilegio necesario para su publicación, que pronta y afortunadamente consiguiera su viuda doña Catalina Salazar y Palacios y que vendiera a Villarroel.

 La obra apareció en librerías en los primeros días de 1617, alcanzando desde el primer momento tal popularidad, que aquel año se hicieron siete ediciones de la misma. Pero luego, como es bien sabido, la generalizada, extensa y maravillosa obra cervantina, quedaría minimizada ante la magnitud y grandeza de “Don Quijote de La Mancha”, imponiéndose en el mundo de las traducciones, publicaciones y lecturas. 

Se dice, y es la pura verdad, que el mejor homenaje que podemos hacerle a un autor, vivo o ya no entre nosotros, es leerle en sus obras.

Por ello, cuando de nuevo el 23 de abril celebremos el Día del libro y con él el de Cervantes, o lo que supone mayor fuerza aún, el mismo día en el que ya vayan a cumplirse o se hayan cumplido cuatro centurias de tres importantes eventos literarios en la vida y en la obra del mejor y más universal prosista que hayamos tenido en nuestro idioma (obran completa de Don Quijote: 1615; fallecimiento del escritor: 1616, y publicación de Los trabajos de Persiles y Segismunda: 1617).

No deberíamos dejar de ejercer este ejemplo en la extensión de su obra y a través suyo, porque amplio es el mundo de las bibliotecas, inmenso el de las librerías, o lo que hoy nos impulsa con mayor fuerza, la digitalización de los libros y la fecunda publicación de tan inmortales y conocidos títulos.

No dejemos, pues, de viajar por ellas, de visitar unas y otras, abordando con un diálogo entre todos, los ambientes, medios y modos para llegar a la mejor lectura en castellano que mantienen los siglos.
 
Publicado originalmente en la Revista La Alcazaba:
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