Sermón de las Siete Palabras
con sabor a Misericordia
El
Gólgota es la cuna que espera acoger el aparente final de la pasión y muerte de Jesús.
Y, clavada en ese monte, la cruz es un micrófono abierto desde el que Cristo
dirigirá las palabras que jamás ningún hombre se atrevió a pronunciar con tanto
corazón, vértigo y paz. En una situación crítica, Jesús, silabea palabras
de perdón y de amor, de ternura y de comprensión. Sigue uniendo al cielo
con la tierra y a la tierra con el mismo Dios. Las últimas siete palabras
de Jesús en la cruz constituyen la firma de su propio testamento y, por lo
tanto, la culminación de aquello que tantas veces había prometido: la fidelidad
a Dios y a los hombres pasa por la negación
de uno mismo. Las últimas siete palabras de Jesús es la alocución
con más pasión y con más desgarro realizada
desde el púlpito de la cruz; el momento cumbre donde Jesús no cede un ápice
dejando que todo se cumpla en aquel siervo doliente en la cruz.
Siete
palabras salidas de los labios de Cristo; siete palabras que nosotros estamos
llamados a pronunciar y escuchar con emoción, con respeto, con fe y con
esperanza, con contemplación y adoración. Siete palabras…. pero pudieran ser (en el interior de cada uno)
miles de palabras más. Siete palabras sostenidas en un pentagrama
reducido a dos líneas, en una cruz, y con dos notas con común
denominador: AMOR A DIOS Y AMOR AL HOMBRE. Si la caridad es la viga que
sostiene a la Iglesia (en labios del Papa Francisco) no menos cierto es que la
cruz es la que sostiene en muchos momentos nuestros afanes, trabajos,
sufrimientos, contradicciones, penas, traiciones, silencios, fe y esperanza.
Acerquémonos,
en este Año de la Misericordia, a la fuente y exponente de la MISERICORDIA que
es la cruz.
PALABRAS DE MISERICORDIA
1ª «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34)
De qué distinta manera, y con qué amplitud, se ve el horizonte del
mundo desde tu cruz Señor: el hombre contra el hombre, el mundo contra el
mundo. Caminamos sin sentido y haciéndonos las mismas preguntas que ayer. Ni
pensamos lo que decimos ni, otras veces, decimos lo que pensamos. Somos los
eternos inconstantes e inconscientes en nuestras decisiones y luchas. Hoy
y aquí, también Señor, seguimos clavando en abundantes maderos invisibles y visibles
a muchos de nuestros hermanos que no han cometido otro crimen que no haya sido
sino el de vivir.
Errores y falta de visión,
pequeñeces y limitaciones, ansia de poder e incapacidad de reconocimiento de
culpas hacen que arriba y abajo, en miles de nuevos Gólgotas se alcen cruces
que nos enseñan el valor del sacrificio, de la entrega, de la verdad… aunque
tengan que ir firmadas y regadas con
sangre. Hoy, desde el madero, no buscas perdón para los demás (como muchas
veces pienso yo)… lo pides y lo buscas también para mí y por mí.
¿También podrás perdonarnos todo esto Señor?
Sabor a misericordia tiene tu perdón Señor.
2ª «Hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc
23, 43)
Yo también, Señor, quisiera ser un buen ladrón al término de mis días.
Poseer la habilidad de aquel que, con un «acuérdate de mí», ejerció magistral y
profesionalmente su profesión (con más tacto y argucia que nunca) hasta en el
mismo patíbulo de su vida: ser ladrón. Pero buen ladrón. ¡Acuérdate de mí!
Y te robó tu reino, Señor. ¡Acuérdate de mí! y la humildad pudo más que todas
las maldades que lo acompañaban hasta entonces. ¡Acuérdate de mí! y el cielo se
le abrió como una posibilidad real y segura. ¡Acuérdate de mí! y, a dos
ladrones gemelos en delitos pero con diferentes actitudes al final de sus
vidas, se les ofreció un paraíso para encontrar en uno la burla y en el otro la
fe como respuesta.
Yo también Señor, de verdad, quisiera aprender y ser un “divino
ladrón” cuando desde mi personal cruz contemple la tierra como el paraíso que
nunca fue, y el cielo como la realidad que me espera. Una por una, te lo pido
Señor, no olvides mi nombre. Por cierto, Señor, a tres personas que esperaban
(el buen ladrón, Juan y María) les dirigiste palabras de misericordia. En
cambio, al mal ladrón que te insultaba, le ofreciste tu silencio.
¿Me hablas a mí,
Señor? ¿Dónde me ves? ¿A qué lado de la cruz?
Tus palabras,
Señor, tienen sabor a misericordia.
3ª «He aquí a tu hijo: he aquí a tu
Madre» (Jn 19, 26)
La cruz produce
sufrimiento reclamando ayuda y solidaridad. Nos dejaste huérfanos, Señor. Por
tres días pensábamos que la oscuridad se extendería como un manto negro y
definitivo sobre la luz. Pero fue entonces cuando la fidelidad y la
esperanza sonó en tus labios con un
nombre: MARÍA. Fue, Señor, a la segunda persona a la cual tú
hablabas. Ella, María, esperaba. Nos la dejaste militante al pie del
Misterio en la cruz y clavada como dulce espina en el corazón de todos los
creyentes. Ni tan siquiera en esos últimos momentos la quisiste sólo para ti.
Nos la ofreciste triste pero esperanzada. Mirando a la cruz pero con los brazos
abrazando a la tierra. Con el corazón fundido a su Hijo, que moría injustamente,
pero latiendo con los vivos deseos de ser Madre de todos.
Sí; tú, Señor, nos dejaste como
Madre a María y hoy, muchos años después, te pedimos que le hagas sabedora de
lo siguiente: que, a pesar de los pesares, aquí sigue teniendo muchos
hijos que le tienen como modelo, guía y referencia para la vida cristiana. En
innumerables advocaciones (en montes y llanos, valles y plazas, ermitas y
catedrales), Tú, Señor, nos dices: ¡pueblo aquí tienes a tu madre!
¿Siento a María cercana a mi fe?
María, Señor, tiene sabor a misericordia divina.
PALABRAS DE
VERTIGO
4ª «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46)
Subir a la cruz es saber
relativizar la grandeza de un paisaje que se nos presenta espléndido pero
engañoso. Es ver a la deriva un hombre que sigue gritando con el grito
del mismo Cristo: ¡DIOS POR QUÉ NOS HAS
ABANDONADO! Uno se acerca a la
prensa de cada día y puede llegar a concluir que la ausencia de Dios produce
tensiones y desgarros, muertes e injusticias, guerras fraticidas y desenfreno,
mediocridad y vida que ya no es vida. En medio de todo eso, la cruz sigue
destellando luz y poderío donde se agolpó la desesperanza. Sigue pidiendo a voz
en grito, alzada y victoriosa, hombres y mujeres que quieran ser
semilla de nuevos mundos y de nuevos modos, de nueva vida y de nuevas vidas, de
renovada fe y de renovadas conciencias.
No; no es Dios quien ha abandonado
al mundo, es éste quien (orgulloso y altanero, juez y dueño de sí mismo) dejó
de usar el ascensor de la Fe para encontrar respuestas a su entorno y hallar en
la cruz un disparadero de lo mejor de sus fondos humanos. Y en medio de
todo ello….el silencio aparente de Dios. Cuántas veces sentimos que vives
abandonado porque nosotros, Señor, te hemos dejado sólo.
¿Acompañas a Cristo en su pasión por el
mundo?
Tu soledad, Señor, tiene sabor a misericordia.
5ª «Tengo sed» (Jn 19, 28)
Aquel que todo lo
pudiera haber tenido, siente sed. Aquellos que todo no podemos ni a todo
llegamos, apenas tenemos sed de nada o de muy pocas cosas. Hace tiempo, Señor, que nuestro paladar es insípido
para las realidades que en verdad son importantes. Hace tiempo, Señor, que el gusto se nos perdió
peregrinando y apurando licores que nos envenenan y nos hacen dar
por cierto lo que luego resulta ser falso. Hace
tiempo, Señor, que tenemos sed de apariencia y de poder, de dinero y de comodidad.
Hace
tiempo, Señor, que soberbios y ensimismados nos cuesta pedir lo que necesitamos, solicitar aquello que carecemos y,
cuando llaman a nuestra puerta, también
nosotros bajamos al fondo de nuestro corazón ofreciendo altas dosis de vinagre despejando
de hermanos los senderos por los que discurrimos. Hace tiempo, Señor, que
el mundo perdió la sed por aquello que merecía la pena.
¿Qué
hacer para tener esa sed tuya Señor?
Tu sed de nosotros tiene sabor
a misericordia.
PALABRAS
DE PAZ
6ª «Todo está consumado» (Jn
19,30)
No hace mucho tiempo, Señor, que
recorría las orillas de un sembrado. Salió el propietario y me dijo: «ya
ves…todo ha acabado». Por supuesto que no, contesté, ahora es cuando comienza a
tener potencia lo que en apariencia es fracaso y
cansancio, hastío y absurdo. Ahora es cuando vendrá la fuerza de lo alto y,
después de un letargo, se disparará airosa y pletórica la semilla que con pena
y sacrificio se echó al surco de la tierra.
Así es tu muerte Señor.
Semilla que se consumirá por nosotros hasta el
último aliento. Pero no temas, Señor, la tierra no tendrá su última palabra. La
humillación y el desgarro habrá merecido la pena. La sangre será abono y riego
sin medida. Tus lágrimas respuesta al hombre que salvación quería y no la
encontraba.
A muchos cristianos acomplejados, por lo que sea, les ha entrado en la
vena una sensación: “todo ha terminado” “no hay nada que hacer”.
Tu consumación, Señor, tiene sabor a misericordia.
7ª
«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46)
Es la hora del silencio. La cabeza se inclina. El cuerpo se estremece.
Los ojos se cierran.
El velo se rompe en dos. La gente
se lamenta por lo que pudo y no quiso o no supo hacer. El amigo que sigue llorando por la triple negación
profesada y amargamente llorada a pie de calle. Y, allá al fondo, un
árbol sostiene la figura de aquel otro que mucho vendió por el ruin tintineo de treinta monedas, creyendo que su
pecado era mas grande que la misericordia divina. Tan sólo, al pie de la cruz, permanece silenciosa e
intacta, virginal y dolorosa la que mantiene
abierta la esperanza y el inicio de la Iglesia: María, recostada en el pecho de
aquel que tuvo el suyo en el de Cristo cuando compartía la última cena… Allá al fondo, Señor, ¿no lo oyes..? se escucha el
clamor de la ciudad, de este mundo. Las innumerables cuestas y
calvarios del nuevo Gólgota que te clava y te humilla, te margina y te olvida.
Allá
al fondo, Señor, ¿no lo oyes? Son las risas de los eternamente insatisfechos
que condenan al que pregona la verdad.y no perdonan, que mortifican al justo que defendió la justicia, y amordaza
Allá
al fondo, Señor, ¿no la oyes?... es la voz nítida pero convencida de los muchos
creyentes que seguimos entregando nuestras vidas al soplo del Espíritu
que habita en nosotros.
Allá
al fondo ¿no los oyes? los que blasfeman, profanan o ridiculizan la fe
cristiana.
Los
refugiados atenazados por un mundo
indiferente.
Los
cristianos masacrados ante el silencio vergonzoso de Occidente. Los “nuevos Herodes” que quieren sustituir navidades por semanas
blancas o la Pascua por los días de
primavera.
Los “nuevos Herodes” que utilizan la espada de su lengua y leyes
afiladas para cortar todo lo que suene a vida divina, trascendencia o
presencia pública del cristianismo a pie de calle.
Encomendarse
a Ti, Señor, es saber que nunca nos faltará la fuerza que viene de lo alto.
Nunca, Señor.
Tu
último aliento, Señor, tiene sabor a misericordia del Padre.
Javier Leoz