Los olvidados de Karaganda
Luciano Álvarez,
El País. Madrid
El 31 de mayo de 2015 un pequeño grupo de españoles se
encontraron en una aldea de la provincia de Karagandá, exrepública soviética de
Kazajistán: Spassk, un lugar de triste recuerdo que está en el centro del
Archipiélago Gulag, acrónimo de Glávnoe
Upravlenie Lagueréi, o Dirección General de los Campos, con el que se designa
al sistema soviético de trabajo esclavo en todas sus formas y variedades.
Ese día se inauguró un austero monolito en memoria de los
españoles que por allí pasaron y los que allí quedaron enterrados. Se sumaba a
otros, erigidos por muchos países a los que pertenecían los 66.000 prisioneros
de guerra, presos políticos y comunes que allí sufrieron el cautiverio y la
esclavitud.
Grupo heterogéneo, si lo hay, el de estos españoles: hijos de
miembros de la División Azul -españoles que lucharon junto a los nazis- y de
republicanos y “niños de la guerra”, enviados a la Unión Soviética entre 1937 y
1938 por el gobierno de la República. José María Bañuelos, de 87 años, uno de
aquellos niños, fue el único superviviente en condiciones físicas de afrontar
el viaje. La trivialidad del motivo que lo llevó al infierno no es muy
diferente a la de centenares de miles: “La necesidad hizo que robara un mono
(un overol) y 200 gramos de pan. Me descubrieron y fui condenado a ocho años de
trabajos forzados”.
Con esa ceremonia se cumplía una etapa más en la recuperación de
la memoria histórica de unos 350 españoles que pasaron por el Gulag, una cifra
pequeña, casi insignificante, entre los dieciocho millones de seres humanos que
lo sufrieron, pero que representa, de por sí, el conjunto de las infamias del
totalitarismo soviético, en su etapa más dura.
Durante la Segunda Guerra Mundial, había en la Unión soviética
unos 4.500 españoles. Luiza Iordache, autora de “En el gulag” (RBA, 2014), una
imponente investigación doctoral sobre este caso, los desglosa: 2.895 “niños de
la guerra” evacuados durante la Guerra Civil y 1.338 maestros, educadores,
padres que acompañaron a sus hijos y personas vinculadas al Partido Comunista.
También se encontraba un grupo de 190 alumnos que recibían
instrucción aeronáutica en la 20ª Academia Militar de Kirovabad y 284 marinos
de buques españoles a quienes sorprendió el fin de la guerra civil (1º de abril
de 1939) en puertos soviéticos. Buena parte de estos últimos “exiliados
circunstanciales” tuvieron la pretensión de salir inmediatamente, ya para
regresar a España, ya para emigrar a otros países donde tenían familiares.
Algunos pocos lo lograron durante el período del pacto germano soviético
(agosto de 1939-junio de 1941), paradójicamente; luego ya no fue posible. El
simple acercamiento a una legación extranjera, una palabra fuera de lugar, una
queja, equivalían a un arresto por “espionaje” o “enemigo del pueblo”,
interrogatorios, torturas, “confesiones” y penas de ocho a quince años en el
Gulag.
Durante la guerra, otros españoles fueron internados en los campos: los
prisioneros de guerra tomados a la división Azul. Pero también los llamados
“desertores planificados” de la división, republicanos que se habían enrolado
en ella con el objetivo de pasarse al ejército rojo en la primera ocasión,
sufrieron el inesperado destino de los campos. El mismo camino trágico tuvo un
grupo de republicanos que se encontraban en Berlín en 1945. Exiliados
originalmente en Francia, estaban allí como mano de obra forzada. Durante la
caída de la capital del Reich, eufóricos, ocuparon la abandonada embajada
española, enarbolaron la bandera republicana y se pusieron en contacto con los
soviéticos. Lejos de recibir en Moscú el re- cibimiento triunfal que esperaban,
fueron duramente interrogados y enviados a los campos. La paranoia estalinista
no dejaba resquicios para la duda.
Mientras, en el Gulag, las divisiones que les habían llevado a
matarse entre ellos se abolían: “...divisionarios, republicanos, falangistas;
todos nos llevábamos bien, éramos españoles, nos uníamos para sobrevivir,
respetábamos la ideología del otro, aunque en esas circunstancias no era lo más
importante.” Así lo recuerda José María Bañuelos.
En Karagandá, “los internados civiles y los prisioneros de
guerra se hallaban separados entre sí, lo que no impidió que se establecieran
contactos entre ellos e incluso que hubiera relaciones sentimentales e hijos
entre presos y presas de distintos confinamientos.” (Pilar Bonet, El País, 31
de mayo 2015).
A partir de 1946, los prisioneros de otras nacionalidades fueron
liberados y gracias a ellos la Federación Española de Deportados e Internados Políticos
(Fedip) supo de aquellos compatriotas. Su secretario general, Josep Ester i
Borrás, veterano de la Guerra Civil, miembro de la resistencia francesa y
sobreviviente del campo alemán de Mauthausenen, encabezó la campaña para la
liberación mientras los comunistas españoles movilizaban todos sus recursos
para negar los hechos, agraviar a la Fedip y sostener que en la URSS solo había
españoles felices y algunos fascistas y traidores encarcelados.
Luego de la muerte de Stalin el régimen de Franco hizo su propia
jugada para liberar a los prisioneros de la división Azul. Así, el 2 de abril
de 1954, en medio de un enorme despliegue propagandístico, llegó a Barcelona el
‘Semíramis’ con 248 miembros de la División Azul a bordo; disimulados entre
ellos también llegaron 38 republicanos.
Mientras, los demás sobrevivientes trataban de rehacer sus vidas sin cejar en
sus deseos de salir del paraíso, la experiencia de Karagandá fue cayendo en los
olvidos de la Historia hasta que comenzó a recuperar la luz merced a la
tenacidad de historiadores como Luiza Iordache, a las memorias que algunos
sobrevivientes escribieron y la pasión de sus hijos por vindicar sus vidas.