Y de repente, Teresa
Jesús Sánchez Adalid
Primera parte:
Teresa de Jesús y la Inquisición
«Vínome
un arrebatamiento tan súbito, que casi me sacó de mí... Fue la primera vez que
el Señor me hizo esta merced de arrobamiento. Entendí estas palabras: ‘‘Ya no
quiero que tengas conversación con hombres, sino con ángeles’’... Desde aquel
día quedé yo tan animosa de dejarlo todo por Dios.»
Así explica Teresa de
Cepeda y Ahumada (Ávila, 28 de marzo de 1515-Alba de Tormes, 4 de octubre de
1582) lo que sintió en Pentecostés de 1556 mientras rezaba el Veni Creator.
Ella lo llamó su desposorio espiritual. Una fuerza interior que le llevó a
fundar la orden de las carmelitas descalzas; y que, al ponerla por escrito,
convertiría a la religiosa en una de las cumbres de la mística española.
Pero sus obras también
situaron a Santa Teresa de Jesús en el punto de mira de la Inquisición, que la
consideró sospechosa de pertenecer a la secta de los alumbrados. «Váyase con
tiento»: al principio fue sólo una advertencia, porque sus escritos, con Libro
de la vida a la cabeza, podían contener engaños muy graves para la fe cristiana.
Después, lupa en mano, los censores tacharon párrafos, arrancaron páginas y la
obligaron a rehacer Camino de perfección. Hasta que en 1575 compareció
ante el Santo Oficio en Sevilla.
A
Jesús Sánchez Adalid (Don Benito, Badajoz, 1962) no le cabe la menor duda: «Fue
interrogada, molestada, amenazada y estuvo a punto de ir a prisión». Lo cuenta
en “Y de repente, Teresa”, libro que nace de un encargo de la comisión del V
Centenario del Nacimiento de Santa Teresa. Con su autor nos adentramos en
aquellos «años peligrosos» y recorremos una biografía –casi– de novela.
Teresa tenía una mente muy lúcida con una serie de
capacidades que se manifestaron prácticamente desde la infancia; también después,
en la adolescencia y en la edad adulta. Además, era una persona insatisfecha:
con su mundo, con la realidad que le tocó vivir. Es algo que se iría
manifestando a lo largo de toda su vida.
Escribió muchas más
cosas que desconocemos. Siempre he pensado –aunque no lo digo yo, lo dicen sus
biógrafos– que lo más probable es que no empezara a escribir directamente el Libro
de la vida. Habría otros escritos anteriores que, por desgracia, no han
llegado hasta nosotros.
Por su condición, por
su clase social de hidalga, lo más seguro es que pensara que estaba llamada a
vivir la vida de una mujer de su tiempo: casarse con algún caballero. Pero,
como ya he dicho, su propia insatisfacción con la realidad que le rodeaba le
llevó a buscar otros mundos. Cambia de opinión y decide hacerse religiosa, en
contra de la voluntad paterna, tras leer las Cartas de San Jerónimo,
cuyo realismo le impacta.
Santa Teresa escribió cuatro grandes obras: «Libro de la vida», «Camino
de perfección», «Moradas del Castillo Interior» y «Libro de las fundaciones».
¿Qué aportan? «En el "Libro
de la vida" lo que está desnudando es su alma». El Libro de la vida, por ejemplo, es la primera autobiografía
de la Historia de nuestra literatura; eso tiene un valor intrínseco enorme. Es
verdad que hay un precedente: las Confesiones de San Agustín. Estamos
totalmente seguros de que Teresa las había leído; también de que estaba
bastante influida por ellas. Aunque no es una conversa, como el obispo de
Hipona, sí sufre, en cierto modo, una catarsis, una conversión interior
–entendida la conversión como un cambio de mentalidad–: pasa de ser una dama
hidalga de una familia de clase privilegiada en Ávila a intentar cambiar el
mundo conocido.
En el Libro
de la Vida descubre sus motivos interiores, su alma. De hecho, cuando
le da el Libro de la vida a
su confesor, dice: «Aquí le entrego mi alma». Porque es su alma, su
personalidad, lo que está desnudando. A ello hay que sumar una lírica
portentosa. Si a la lírica de Santa Teresa le ponemos música, uno se queda
fascinado, porque su obra va mucho más allá de lo que es la pura poesía.
En “Las moradas” Santa
Teresa hace psicoanálisis, aunque
la palabra “psicoanálisis” no se puede aplicar al tiempo en el que Santa Teresa
escribe ni a las categorías que ella utiliza. Pero en Moradas del Castillo Interior
presenta diversos estados del alma, como la psique o como la mente. Hay
expresiones suyas muy reveladoras, muy intuitivas; por ejemplo, cuando dice que
la loca de la casa es la imaginación. Es cierto que la imaginación trastoca
nuestros sentimientos muchas veces, que nos pone la vida patas arriba.
Santa Teresa fue investigada por la Inquisición. El Santo Oficio estaba
en guardia por casos anteriores, como los de Magdalena de la Cruz, María de San
Domingo y Catalina de Cardona. El
codicilo del testamento de Carlos V es bastante explícito. Obliga moralmente a
su hijo y heredero, Felipe II, a perseguir la «herética pravedad», una herejía
de génesis española: el “alumbradismo”.
Hay focos de luteranos
y de protestantes en España, claro que los hay, pero ya Alonso Cano, una de las
mentes más privilegiadas de la época, había advertido de que la herejía
española no iba a ser la luterana. Se empieza a temer entonces que lo sea el alumbradismo. Por eso la Inquisición se
perfecciona en la persecución de los “alumbrados”, que más que una herejía
intelectual o teológica, eran una seudomística.
Toda la sociedad estaba muy sensibilizada: había habido casos flagrantes de
engaño y falsedad, como el de la diabólica y falsaria Magdalena de la Cruz, o
el de la beata de Piedrahita, sor María de San Domingo, o el de Francisca de
los Apóstoles.
En aquella España nadie estaba libre de sospecha. Ni siquiera Fray Luis
de León. Los alumbrados no buscaban nada en concreto. El alumbradismo
surgió de manera espontánea; no tenía detrás la racionalidad que pudo tener el
luteranismo. El alumbrado lo que quería era presentarse como un santo, ganar
relevancia en la sociedad, crearse fama y después, con esa fama, hacer lo que
le diera la gana: obtener una buena posición, acercarse a los grandes de
España, sacar beneficios económicos e incluso cosas más obscenas y bastardas,
como lograr favores sexuales.
La sombra del alumbradismo
alcanzó a Juan de Ribera y sus discípulos, fray Luis de Granada y Juan de
Ávila. En aquella España nadie estaba libre de sospecha. Quién iba a estarlo,
si incluso Bartolomé de Carranza, arzobispo de Toledo y primado de España, había
sido encarcelado. Él era, por decirlo de alguna forma, el patriarca de todas
las Españas, pues al territorio de la Península Ibérica había que añadir
América, Nápoles, Sicilia, Génova... Ni siquiera estaba libre de sospecha fray
Luis de León, uno de los teólogos más eminentes de la época.
Los primeros problemas de Santa Teresa con la Inquisición datan de 1559,
cuando se publica el Índice de Libros Prohibidos de Fernando de Valdés: la obra
de Santa Teresa podía resultar peligrosa. Para los inquisidores, sí. Era una mujer cuyo abuelo, Juan Sánchez de
Toledo –no un antepasado lejano, no: su abuelo paterno–, había sido condenado
por criptojudío. Una mujer que, además, escribía y contaba sus intimidades en
un libro sobre su propia vida que podía ser considerado un ideario. Claro que
era peligrosa.
El «Libro de la vida» fue la obra de Santa Teresa más
cuestionada por la Inquisición. Y a él se
unieron, además, una serie de circunstancias accesorias que lo hicieron todavía
más sospechoso. El hecho, por ejemplo, de que la princesa de Éboli, esposa del
privado de Felipe II e íntima amiga del rey y de los secretarios del monarca,
tuviera claro desde el primer momento que aquella obra era el ideario de una
alumbrada. La princesa de Éboli se mofó del Libro de la vida, se lo leyó
a sus criadas y a sus amistades, y lo puso en manos de los inquisidores,
acusándolo directamente de hereje.
Santa Teresa es interrogada por la Inquisición y está a punto de ir a
prisión después de ser denunciada por María del Corro, una beata expulsada de
su convento. «Por fin muero hija de la Iglesia», dijo Santa Teresa. Se había
visto en peligro»
María del Corro era
una mujer de la sociedad sevillana, lo que en aquel tiempo se conocía como una
beata. El concepto, con el tiempo, ha adquirido otras connotaciones. Una beata,
en el siglo XVI, era una mujer que quería vivir en la pureza de costumbres, que
quería consagrarse y adoptar un género de vida acorde con el Evangelio. En
otras palabras: María del Corro no había encontrado su sitio en la vida.
Entre todos los
lugares en los que podía ingresar como monja, opta finalmente por el convento
de Santa Teresa. Y cuando entra allí no se siente a gusto, nota que ese no es
su lugar, cree que no ha sido tratada con la deferencia que se merecía... y
termina acusando a Santa Teresa de hereje, de alumbrada.
Es el momento más
peligroso en la vida de la santa, porque además dos grandes inquisidores de
Sevilla, Carpio y Páramo –el primero de ellos, tío de Lope de Vega–, están
plenamente convencidos de que es alumbrada.
Se acababa de publicar en Sevilla un edicto contra los alumbrados y ambos
convencen al arzobispo de que Santa Teresa lo es. Si no llega a ser por Diego
de Espinosa, inquisidor general, Teresa seguramente hubiera ido a la cárcel.
“Cuentas de conciencia” son los escritos en los que Santa Teresa hizo su
defensa ante la Inquisición. Son unos escritos muy sinceros. En ellos Teresa no está dirigiéndose
al común de los lectores, como cuando escribe «Quien a Dios tiene, nada le
falta. Sólo Dios basta». No. En este caso está dirigiéndose a unos letrados muy
incisivos. En sus Cuentas responde a unas preguntas de la Inquisición bastante
elocuentes y concretas: ¿qué experiencias místicas ha tenido?, ¿qué ha
sentido?, ¿ha visto verdaderamente a Cristo?, ¿por qué ha hecho la obra
fundadora?, ¿por qué ha escrito el Libro de la vida?
Frente a Santa Teresa, el inquisidor Rodrigo de Castro Osorio, un personaje renacentista nato: gran mecenas de las artes y las letras
de su tiempo; un hombre que se pasó la vida viajando... Le tocaron unas
responsabilidades tremendas; entre otras, meter en la cárcel a fray Luis de
León y nada menos que al arzobispo de Toledo y primado de España, Bartolomé de
Carranza. Ir a Torrelaguna a detener al arzobispo primado de España, en el
siglo XVI, ¡ahí es nada! Todos los ojos estaban puestos en él. Un hombre frío,
calculador, absolutamente aséptico, racionalista. Hizo lo que ni siquiera se
atrevió a hacer el inquisidor general.
No existe ningún
documento que atestigüe que el Libro de la vida llegara a sus manos,
pero yo estoy seguro de que lo leyó. La suerte de Santa Teresa también la tuvo
en sus manos el inquisidor Rodrigo de Castro Osorio, sí, porque era el
responsable de actuar contra los alumbrados en España, y Santa Teresa había
sido acusada de eso, de alumbrada.
Era él quien debía decidir no si Santa Teresa era condenada –eso lo tenía que
decidir el Consejo de la Suprema Inquisición–, sino si era encarcelada.
No la absolvieron
exactamente. El sobreseimiento –otra palabra que tampoco sirve–, el archivo de
la causa contra ella no le correspondió a Castro Osorio, fue una decisión que
tomó Diego de Espinosa, alguien bastante proclive a Santa Teresa. Lo que
ocurrió fue una coincidencia histórica muy interesante: el hecho de que muriera
el inquisidor Quiroga, que tenía absolutamente claro que Teresa era alumbrada, e inmediatamente nombraran a
Diego de Espinosa, un hombre mucho más espiritual. Él comprendió no sólo que
aquella mujer no era una hereje, sino que era una bienaventurada. También fue
él quien nombró a un ministro plenipotenciario que se encargó de todo el proceso
de Sevilla. Muy pocos años después murió ella. Lo hizo pronunciando unas
palabras absolutamente reveladoras: «Por fin muero hija de la Iglesia». Eso
quiere decir que se había visto en peligro.