Tapada limeña era la denominación que se usaba para designar a la mujer limeña en la época del virreinato del Perú y de los primeros años de la República. Se le denominó así debido a que dichas mujeres tapaban sus cabezas y caras con ricos mantones de seda que denominaban "saya y manto", dejando al descubierto tan sólo un ojo.
Su uso comenzó a partir del siglo XVI (1560) y se extendió hasta bien entrado el siglo XIX (1860), es decir, su uso se extendió durante tres siglos o trescientos años y no sólo se circunscribió a Los Reyes, sino también a otras ciudades importantes de la región. En Lima la costumbre permaneció hasta bien entrada la República, cuando fue relegada por las modas francesas en boga.
Sobre su origen se ha dicho que es moro por las innegables semejanzas que guardan con los trajes que cubren el cuerpo de las musulmanas, aunque sobre esto no hay pruebas concluyentes. Los primeros testimonios oficiales que tratan sobre la vestimenta fueron poco piadosos con sus usuarias:
"Ha venido a tal extremo el uso de andar tapadas a las mujeres, que de ello han resultado grandes ofensas a Dios i notable daño a la república, a causa de que aquella forma no reconoce el padre a la hija, ni el marido a la mujer, ni el hermano a la hermana..."
Muchas fueron las ordenanzas en contra de su uso pero ninguna pudo disuadir a las limeñas, y quizás tantas prohibiciones oficiales fueran la razón de su largo y resistente uso.
El atuendo característico de la tapada connotaba insinuación, coquetería, prohibición y juego de seducción. Con todo, no dejaba de ser un vestido: la saya contorneaba las caderas y el manto cubría la cabeza y el rostro, excepto, por supuesto, un único ojo. Tras el manto podía habitar una abuela desdentada así como una mujer tuerta picada por la viruela. Las posibilidades eran muchas, como muchos debieron ser las ocasiones en que muchachos galantes o "viejos verdes" derrocharon piropos ante esposas, cuñadas, suegras, madres o hijas que podían ocultar su verdadera identidad tras los mantos.
La saya era una falda de seda grande y larga, de colores azul, castaño, verde o negro. Para asegurarla se usaba un cinturón que la ceñía al talle de la mujer. No era extraño que algunas menos agraciadas usaran caderas postizas que exageraban sus dotes naturales. Por debajo de esta falda se podía ver el pequeño pie (calzado con un zapato de raso bordado) que también hizo famosas a las antiguas limeñas. El manto también era de seda, se ataba a la cintura y subía por la espalda hasta cubrir la cabeza y el rostro, dejando al descubierto tan sólo un ojo y acaso los brazos.
Las tapadas limeñas fueron un ícono en la Lima antigua, una presencia original que no existió en ninguna otra ciudad de América Latina. El juego de insinuación, el símbolo de clandestinidad, acaso de una incipiente libertad femenina, llamaron la atención de los visitantes que pasaron por la ciudad capital durante los trescientos años en que se usó el traje. En el siglo XIX fueron pintadas por el francés Leonce Angrand y el mulato limeño Pancho Fierro, así como llevadas a escena por Manuel Ascencio Segura en su obra satírica "La saya y el manto".
Contrario a la opinión de algunos especialistas, la tapada limeña no fue simplemente una moda, pues la resistencia al cambio y el apego a la tradición denotan una estabilidad, una comodidad que permitió el chismorreo, las intrigas y otras costumbres limeñas. Sin embargo, tras trescientos años de vigencia, la tapada fue desapareciendo y hacia 1860, la moda afrancesada había desplazado a la saya y el manto, destinándolas al baúl de los recuerdos. Terminó así una tradición que durante tres centurias le dio a las mujeres de Lima un atuendo distintivo que ninguna otra ciudad tuvo en Latinoamérica.