25 de marzo de 2017

PALOMA, AMIGA

Paloma, amiga
Jesús de las Heras Muera

Hizo realidad aquel deseo, convertido en canción por Roberto Carlos, “Yo quiero tener un millón de amigos”. Y un servidor, sin importarle el número que hacía dentro de este inmenso millón de amigos, ha sido desde hace más de décadas amigo de Paloma. Paloma era así. Era tan así que era igual en el trato que en la tele: cercana, cariñosa, veraz. Era alguien que transmitía confianza. Nada más lejos de una diva, de la diva de la comunicación que era. Y lo era siempre: en la cumbre del éxito, que le acompañó durante casi su vida profesional y también en su atardecer.

Le dabas cuatro ideas y en la servilleta de una cafetería pergeñaba una crónica para la radio, que sonaba luego a  las mil maravillas. Las llamaba por teléfono y te lo cogía… y te respondía. Siempre estaba dispuesta. Era un todoterreno de la comunicación e igual hacía una crónica para la radio, una tertulia para la tele, un artículo a mano para el periódico o la revista, que recitaba como nadie a santa Teresa de Jesús o a san Juan de la Cruz.

Para tantos y tantos miles y millones de personas fue la voz traducida, concreta y cercana de Juan Pablo II, su testigo permanente, su defensora aguerrida y amable en los mil debates de la comunicación social y de la vida.

Gracias, Paloma, amiga. Ha sido un honor ser también tu amigo y así más fuerte poder cantar y volar… Volar como tú ahora)

A última hora de la tarde del viernes 24 de marzo (en torno a las 20 horas), falleció en un hospital de Madrid Paloma Gómez Borrero, mítica corresponsal de radio y de televisión en Roma y en el Vaticano. Llevaba dos semanas ingresada en este hospital, aquejada de una grave enfermedad (un cáncer de hígado). A causa de su hospitalización, tuvo que aplazar diversos compromisos que tenía adquiridos, como una conferencia en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo bajo el título “Una periodista y cuatro Papas”.

Paloma Gómez Borrero nació en Madrid el 18 de agosto de 1934. Estaba casada y era madre de tres hijos y abuela de varios nietos. Estudió Periodismo en la entonces Escuela Oficial de Madrid. Concluyó sus estudios en 1955, Trabajó en distintos medios de comunicación (“El Alcázar”, “Crítica”, “Senda”, “El Correo Español-El Pueblo Vasco”, “Blanco y Negro”, “El Pueblo Gallego”, “Sábado gráfico”). En 1976 fue destinada a Roma como corresponsal de TVE para Italia y el Vaticano, siendo cesada en 1983. Desde entonces y hasta 2012 fue la corresponsal en el mismo destino de la Cadena Cope. Después y hasta su muerte, ha sido colaboradora de COPE y de 13TV. También fue habitual colaboradora de radios y televisiones de América Latina (México, Colombia, Venezuela). Fue la primera mujer corresponsal en el extranjero de TVE.

Asimismo ha participado como contertulia e invitada en numerosos programas de TVE, Antena 3, Telemadrid, y Tele 5, entre otros muchos medios. Ha sido autora igualmente de varios libros sobre temática muy variada: los Papas Juan Pablo II y Benedicto XVI, la ciudad de Roma y hasta de gastronomía (Huracán Wojtyla, Juan Pablo, amigo: la vida cotidiana en el Vaticano, Santas del siglo XX, en colaboración,  Los fantasmas de Roma, La Alegría,  Adiós, Juan Pablo, amigo, De Benedicto a Francisco. El cónclave del cambio, Juan Pablo II. Recuerdos de la vida de un santo,  Dos Papas, una familia, Caminando por Roma, Los fantasmas de Italia, Una guía del viajero para el Jubileo, El Libro de la pasta, Pasta, pizza y mucho más, Comiendo con Paloma Gómez Borrero, Cocina sin sal, Nutrición infantil,…

Con más de 60 años de profesión Paloma Gómez Borrero ha dado más de 29 vueltas al mundo siguiendo los viajes del Papa, singularmente de Juan Pablo II (cumplió prácticamente todos ellos). Siguió informativamente cuatro cónclaves (los de 1978 y los de 2005 y 2013).

Entre las numerosas condecoraciones recibidas, destacan las de Isabel la Católica del Reino de España, Dama de la Orden  Pontificia de San Gregorio Magno, Premio Calandria al mejor corresponsal extranjero en Italia (1980), Premio Bravo de la CEE (en dos ocasiones), Cruz Pro Ecclesia et Pontifice, Premio Espiritualidad,  Premio Europeo del Ayuntamiento de Roma, Premio Rodríguez Santamaría de la Asociación de la Prensa de Madrid, Premio Iris  de la Academia de Televisión a toda una vida,  Premio Julio Camba de Periodismo, Micrófono de Oro,  etc.

22 de marzo de 2017

EL ABANICO ESPAÑOL


El Abanico Español

No existen noticias sobre el origen exacto de los abanicos, pero es de suponer que ha existido desde el comienzo de los tiempos. Una hoja de palma pudo ser el primer objeto que el hombre utilizó para abanicarse, y los países cálidos fueron los primeros en utilizarlo.  Luego se usaron las plumas de avestruz, las sedas, etc., y el abanico se convirtió en obra de arte, hasta llegar a ser un objeto de culto y un accesorio establecido de la moda femenina, como los guantes o el bolso.

Existen muchas leyendas para explicar el origen de los abanicos. Una de las más bellas es una leyenda china cuenta que el invento del abanico se debe al exceso de calor durante la "Fiesta de las antorchas", en la que las mujeres tenían que acudir con el rostro cubierto por un antifaz para preservarse de las miradas de los hombres. completamente prohibidas. Cuentan que una de ellas,  Kau-si, hija de un rico mandarín, no pudiendo resistir más el calor, se quitó el antifaz y lo agitó rápidamente delante de su rostro para darse aire, actitud que imitaron inmediatamente el resto de las mujeres.
Otra leyenda dice que el abanico surgió de los amores de Cupido que, al tratar de congraciarse con Psique, arrancó una pluma de la espalda de Zéfiro con el propósito de refrescar a la diosa mientras dormía. En la antigüedad también fue usado como objeto ceremonial que denotaba cierto estado social y, a través de la Historia, fue adoptando esta doble función: ornamento útil y símbolo de prestigio social.

Etimológicamente, la palabra “abanico” deriva del vocablo latino vanus, que designa un instrumento que se usaba para aventar el grano y avivar el fuego.

Los tipos de abanico son fundamentalmente dos: el abanico fijo y el plegable. El abanico fijo ha sido utilizado en todos los tiempos y en todas las culturas. Los faraones egipcios, entre quienes gozó de una alta consideración, lo utilizaron ya desde el siglo XVIII a.C. El abanico fijo más usado en Europa fue el abanico de plumas que traían los conquistadores desde el Nuevo Mundo como parte del botín. Este tipo de abanico fue el que se utilizó en todas las cortes europeas durante el siglo XVI y la primera mitad del siglo XVII, tal y como puede apreciarse en los retratos de corte.

El abanico plegable, tal y como se conoce en la actualidad, se inventó en Corea en el siglo IX y fue introducido en China en el siglo XV por los embajadores coreanos. En el siglo XVI llegó a Europa por vía comercial: de China a Portugal, desde este último país a España e Italia y, unos pocos años después, a Francia y Alemania. 

Pese al creer popular, la existencia y uso del abanico plegable en España no se remonta a épocas muy antiguas. Cuando hicieron su aparición, éstos se introdujeron en Europa a través de Portugal y España. La innovación que aportó el nuevo diseño fue rápidamente copiada.  Con todo, los maestros abaniqueros italianos y franceses superaron paulatinamente la factura española debido a la perfección con que trabajaban y a las medidas protectoras de sus respectivos gobiernos. En la actualidad, sin embargo, estos países ya hace tiempo que dejaron de fabricar abanicos, mientras que en España aún perdura la artesanía abaniquera.

A finales del siglo XVIII ya se fabrican abanicos en toda España, aunque el mayor centro de producción estaba radicado en Valencia. En el año 1802 se inaugura  la Real Fábrica de Abanicos. El uso del abanico en España estaba tan extendido en el siglo XIX que el escritor francés Teófilo Gautier llegó a escribir «nunca, he visto una mujer sin su abanico. La sigue a todas partes, hasta en la iglesia, las veo en grupos de todas las edades, arrodilladas o sentadas, con zapatos de tela, rezan y se abanican con el mismo fervor».

Las influencias de la moda y la entrada de nuevas costumbres hacen que decaiga la demanda, pero aun así, por los condicionantes climáticos de España, ha perdurado el uso del abanico no sólo como elemento de adorno y moda, sino también por necesidad. De ahí que, no sólo sea utilizado desde siempre tanto por las mujeres como por los hombres, aunque éstos hasta principios del siglo XX utilizaban abanicos más pequeños que guardaban discretamente en los bolsillos de sus levitas.

La forma del abanico ha permanecido inalterable a través de los siglos. Lo único que ha variado según los dictados de la moda ha sido “el país”, llamada así la parte alta del abanico, compuesta de tela o papel. Esta es la parte que normalmente se ha venido decorando con representaciones de escenas costumbristas de la vida española o con todo tipo de motivos florales. “El país”, según las épocas podía ser de tules, gasas, etc., o adornado con pedrería o marfiles. La parte baja del abanico, normalmente de madera, marfil o nácar, se llama “baraja”. Hay abanicos que carecen de “país” recibiendo el nombre de abanicos de baraja. 

El único taller-escuela de abaniquería estrictamente artesanal que existe hoy en España es el de Cádiz a éste le cabe el prestigio y puede ufanarse de haber modificado por primera vez en la historia la forma del abanico. En la concepción y diseño de los abanicos, la Escuela de Cádiz centra su interés en las formas que, aun no siendo funcionales, en virtud de su categoría pictórica, compositiva, creativa o por su originalidad, hacen del abanico una obra de arte.

El abanico no sólo es para abanicarse; además es un objeto de arte codiciado por más de un enamorado coleccionista. El abanico fue siempre un leal compañero de la mujer en el arte de seducir.

21 de marzo de 2017

EL SACRAMENTO DE LA RECONCILIACIÓN EN LA HISTORIA DE LA IGLESIA

El Sacramento de la Reconciliación
en la Historia de la Iglesia

En el Antiguo Testamento ya se practicaba la reconciliación y penitencia de un pecador según el ritual de la Ley Mosaica. En ella vemos (Levítico cc. 4 y 5) que Dios exigía un sacrificio ceremonial por los pecados cometidos. El sacrificio se realizaba en el Tabernáculo (luego en el Templo) y delante de los sacerdotes, lo cual en sí era una admisión pública del pecado. El ejercicio de estas ceremonias no solo era público sino que además enseñaba a los pecadores la inevitable consecuencia del pecado, la muerte, porque el animal que se sacrificaba moría en lugar del pecador.  

Al surgir el cristianismo, la facultad de la Iglesia católica para conceder en nombre de Dios el perdón de los pecados se sostiene en las palabras del mismo Cristo, que confirió esta facultad a sus apóstoles y que se lleva a cabo a través del sacramento de la Confesión o Reconciliación. Dos mil años de existencia han dado lugar a profundas transformaciones en el modo en que la Iglesia, -sus obispos y sacerdotes-, otorgan el perdón a pecadores arrepentidos.

En los comienzos, la confesión era pública delante del obispo y la comunidad de fieles. Se hacía regularmente una sola vez en la vida y por faltas graves tales como la apostasía, el adulterio y el asesinato. A comienzos del siglo III, esa única penitencia eclesiástica posterior al bautismo ya estaba perfectamente organizada y se practicaba con regularidad tanto en las iglesias de lengua griega como en las de lengua latina. El obispo Hipólito de Roma escribió que la potestad de perdonar los pecados la tenían solo los obispos. En ambas tradiciones, y hasta fines del siglo VI, no se conocía sino esa única posibilidad de penitencia.

La práctica de la penitencia comenzaba con la exclusión de la Eucaristía   y terminaba con la reconciliación, que volvía a dar al penitente el acceso a ella. Ese tiempo penitencial generalmente era largo, días, meses o años de ayuno severo, de acuerdo a la gravedad del pecado y al criterio del obispo. Durante ese tiempo debía mostrar su condición  de penitente con el uso de ropas características que acentuaban aún mas la humillación a la que se le sometía. Además, debía dar testimonio de su conversión y perseverancia con obras de penitencia (oraciones, limosnas y ayunos).

Quedaba excluido de la Iglesia en la medida que no podía recibir la Eucaristía y era apartado de la comunidad pues se le prohibia asistir a sus reuniones.  Finalmente, después que la comunidad hubiera orado por él, y transcurrido el tiempo señalado por el obispo, el penitente obtenía la reconciliación, mediante la imposición de manos por obispo, acto que se  celebraba preferentemente el Jueves Santo.

La práctica de esa penitencia canónica, después del siglo IV no modificó sustancialmente su estructura y severidad, pero el Tercer Concilio de Toledo, (circa 589) condenó  el uso reiterado de la reconciliación que, por influencia céltica se había introducido en España.   
 
En el siglo IV se sabe de penitencias de tres, cinco años y hasta de toda la vida, autorizadas por el Concilio de Elvira. Fue a partir del siglo V que la institución de esta forma de la penitencia canónica entró en crisis. Las cargas que comportaba eran extremadamente duras; entre estas destacaba la de la continencia perpetua, razón que invocó, por ejemplo, el Concilio de Arlés para no admitir a la penitencia a un pecador casado sin consentimiento de su esposa. Tratándose de hombres y mujeres de edad inferior a los 30 o 35 años, los obispos y concilios se mostraron partidarios de retrasar la imposición de la penitencia, a fin de evitar castigos mayores, como el de la excomunión en caso de abandono de la práctica penitencial.   
 
Muchos pecadores esperaban los últimos momentos de la vida para pedir la penitencia, y una vez que se sentían recuperados de su enfermedad, rehuían al sacerdote para evitar someterse a la expiación. La penitencia eclesiástica no se aplicaba por lo general a los clérigos y religiosos que incurrían en pecados graves, ya que se pensaba que su dignidad podía recibir agravio; solo se le deponía de su cargo, podían acogerse a la penitencia privada y llevar una forma de vida monástica, que era considerada como un segundo bautismo que permitía el acceso a la Eucaristía.

Comenzó a surgir entonces la práctica de la penitencia privada, cuyos orígenes se encontraban en las prácticas penitenciales de la vida monástica y, sobre todo en la llamada “penitencia tarifada o arancelaria”. Los "libros penitenciales", comenzaron a aparecer a mediados del siglo VI,  bajo la influencia de comunidades monásticas implantadas en las Islas Británicas.  

Su uso no estaba sometido a unos tiempos litúrgicos determinados ni a una forma solemne de celebración que exigiera la presencia del obispo, sino que se realizaba de forma individualizada, con la sola intervención del penitente y del presbítero confesor. Este, oída la confesión del penitente, le imponía una “penitencia” proporcionada a la gravedad de su culpa o su estado de monje, clérigo o casado, y le remitía a un nuevo encuentro para darle la absolución, una vez que hubiera cumplido la penitencia impuesta. La confesión se hacía espontáneamente o por medio de un cuestionario que utilizaba el confesor.

Los «libros penitenciales» recogían el conjunto de faltas graves y leves en que puede incurrir un cristiano, para ayudar a los confesores a fijar equitativamente la duración y el sacrificio de las penitencias, según   correspondían al número y gravedad de las faltas. La «tasación» desciende a todo tipo de detalles, y fija con absoluta precisión los tipos de mortificaciones, vigilias y oraciones. Las penas podían durar hasta años. El más antiguo de los penitenciales conocidos es el Penitencial de Fininan, escrito a mediados del siglo VI en Irlanda. La penitencia tarifada tendía a una exagerada cuantificación de la realidad moral del pecado y a su compensación penitencial o penal, subordinando excesivamente el perdón a la obra material que realizaba el penitente como satisfacción por el pecado. Este materialismo dio paso con el tiempo a conmutar penas por dinero en limosnas o misas.  

A partir del siglo IX, los libros litúrgicos, que hasta entonces contenían solamente el rito de la penitencia eclesiástica o canónica, incluyeron ya el ordo de la penitencia “privada”. A partir del año 1000 se generalizó la práctica de dar la absolución inmediatamente después de hacer la confesión, reduciéndose todo a un solo acto, que solía durar entre veinte minutos y media hora. A finales del primer milenio, la penitencia eclesiástica se aplicó únicamente en casos muy especiales de pecados graves y públicos. La penitencia privada, en cambio, se fue convirtiendo en una práctica extendida en toda la Iglesia.

De esa manera nació y se fue transformando el sacramento de la Reconciliación que conocemos en nuestros días. En la actualidad, la Iglesia nos exhorta a que confesemos por lo menos una vez al año, o lo antes posible después de haber cometido un pecado grave.

Fuentes:
http://es.catholic.net/op/articulos/16816/el-sacramento-de-la-penitencia-en-la-historia.html
Fray Gilberto Cavazos-Glz., OFM
https://es.wikipedia.org/wiki/Penitencia

20 de marzo de 2017

DOÑA PRIMAVERA, POEMA DE GABRIELA MISTRAL

Doña Primavera

Gabriela Mistral

Doña Primavera
viste que es primor,
viste en limonero
y en naranjo en flor.
Lleva por sandalias
unas anchas hojas,
y por caravanas
unas fucsias rojas.
Salid a encontrarla
por esos caminos.
¡Va loca de soles
y loca de trinos!
Doña Primavera
de aliento fecundo,
se ríe de todas
las penas del mundo...
No cree al que le hable
de las vidas ruines.
¿Cómo va a toparlas
entre los jazmines?
¿Cómo va a encontrarlas
junto de las fuentes
de espejos dorados
y cantos ardientes?
De la tierra enferma
en las pardas grietas,
enciende rosales
de rojas piruetas.
Pone sus encajes,
prende sus verduras,
en la piedra triste
de las sepulturas...
Doña Primavera
de manos gloriosas,
haz que por la vida
derramemos rosas:
Rosas de alegría,
rosas de perdón,
rosas de cariño,
y de exultación.