Mis recuerdos de Agustín Aleido
Román,
guía espiritual de los
cubanos en la Diáspora
J. Lorenzo Ferrer
Conocí al seminarista Aleido por esas cosas de la
vida. Yo cumplía los 5 años y tenía que empezar los estudios primarios. Aleido
tenía 23 y respondía a su vocación sacerdotal inaugurando con otros jóvenes el
Seminario matancero San Alberto Magno en la ciudad de Colón. El Seminario no
tenía todavía su propio edificio, tampoco el colegio P. Félix Varela. Por lo
que el obispo Alberto Martín Villaverde y los sacerdotes misioneros canadienses
decidieron rentar el antiguo cuartel de Colón para allí empezar, en 1951, con
este grupo de seminaristas como primeros maestros y nosotros como alumnos, lo
que después sería la Ciudad Estudiantil de Colon (CEC) “P. Félix Varela”.
Como yo era tan diminuto, todos los
seminaristas-profesores me parecían gigantes y los miraba con mucho respeto. El
que siempre nos llamaba la atención era el seminarista Aleido; era callado,
reservado, alegre, siempre con su breviario debajo del brazo (como si fuera a
perder el equilibrio si no lo tuviera) y muy amable con todos, sin excepción.
No era jaranero como Pol ni pícaro como Rivas (sus dos compañeros
inseparables). Pronto se destacó como líder silencioso entre sus compañeros de
seminario y como “algo raro” entre nosotros los alumnos que encontrábamos
cualquier cosa inusual para hacer burlas y divertirnos en la inocente malicia
de la niñez.
Al fin construyeron el colegio y el Seminario
nuevos y para allá nos mudamos todos, seminaristas, profesores, misioneros,
misioneras, alumnos y alumnas (cada cual en su terreno). Los distintos
edificios habían sido construidos en una caballería de terreno, a la salida
occidental de Colón. Eran 4 bloques de edificios: a la extrema izquierda el
Seminario San Alberto con su capilla y dormitorio para adultos. A la derecha
las facilidades para varones con su dormitorio para menores, zona de deporte,
cocina-comedor, dos pequeñas capillas para la oración diaria. Le seguían dos
edificios de aulas mixtas y a la extrema derecha estaba “el colegio de las
monjas”, dirigidos por las misioneras del Inmaculado Corazón de Jesús y lleno
de hermosas muchachas, algunas de las cuales vivían internas en los dormitorios
y facilidades de deportes, etc. que alegremente compartían.
Recuerdo la figura del seminarista Aleido
caminando por el pasillo del colegio con su paso largo, breviario en mano,
vista al frente, como si supiera algo que a nosotros todavía nos tomaría años
por descubrir, ¡a algunos nunca! Una tarde, después de un reñido juego de basquetbol,
estaba yo despidiendo a mi tío (que no era muy católico que digamos) y apuntando
hacia el pasillo del colegio me dijo: “Lorencito, si algún día yo voy a Misa va
a ser por ese hombre santo” (apuntaba a Aleido que regresaba al edificio del
Seminario).
Después de unas vacaciones de verano se nos
desaparecieron Aleido, Rivas, Pol y demás seminaristas mayores. No, no se
habían arrepentido de su vocación, nos dijeron que los mandaron para el Canadá
a estudiar Teología.
En el verano del ‘59 regresaban todos alegres,
piel blanca y caras rojizas del fuerte frio norteño, listos para ordenarse
sacerdotes. Aleido escogió ordenarse en Colón, donde tanto lo queríamos. ¡Cuál
fue mi sorpresa al saber que yo era uno de los que iba a ayudar en la
ordenación! Por supuesto, era el más chiquito. Aleido seguía pareciéndome un
gigante, ahora además “sacerdote” que lo hacía todavía más alto.
Todos en el colegio lo sentíamos como parte del
grupo, pero ahora si la cosa iba en serio, ya era “cura” y tenía que irse a los
pueblos a hacer las cosas que hacen “los curas”, así que poco lo veríamos en lo
adelante.
Sorpresivamente nos llegó el año ’61 cuando el mal llamado gobierno cubano
decidió tomar posesión de todos los colegios privados, sobre todo los
religiosos. Y así, de un zarpazo, sin apenas poderme despedir de mis
compañeros, y por supuesto, sin ver de nuevo al Padre Aleido, volví a mi casa
en Camagüey a esperar…
No supe hasta que no salí de Cuba en 1979 que al P. Aleido lo habían apresado y
botado de Cuba con otros ciento y tanto sacerdotes (entre ellos Pol y Rivas).
En el ’63 entré en el Seminario San Basilio del
Cobre. En 1964 llegaron Pelly (Mons. Pedro García) y Jaime (Mons. Jaime Ortega)
del Canadá para ordenarse en Cuba. Enseguida les pregunté por el P. Aleido y me
dijeron que estaba de misionero por Chile (me alegré por los chilenos).
En el ’69, ya estudiando teología en el San
Carlos de La Habana, de nuevo el mal llamado gobierno cubano me sacó de mi
lugar para enviarme a los “batallones del esfuerzo decisivo”, nombre
rimbombante para encubrir a los que rellenaríamos los vacíos campos de la UMAP
durante la zafra del ’70 (la de los 10 millones…). Por supuesto, el llamado era
por el Servicio Militar “Obligatorio” así que recogí mis tiliches y en Abril
del ’69 me daba la primera cortada con una mocha china en la pierna derecha. Lo
demás es una historia de abuso tras abuso durante tres largos años al final de
los cuales me casé con Noelia y juntos tuvimos a nuestro primer hijo Daniel.
Dos años después nos nació la bella Danay. Tuve que dejar mi trabajo de
contador en el Banco para irme con un equipo de 33 hombres (le llamaban las
“Microbrigadas”) a construir lo que creíamos que sería nuestro hogar… (los 4
vivíamos con mis padres en una casa de 2 cuartos). Por las noches estudiaba
contabilidad (lo único que me permitieron matricular por no ser de “La
Juventud”) y por el día trabajaba de sol a sol como un esclavo para proveerle
un techo a mi familia.
Milagrosamente en 1978 nos autorizaron salir del
país y en Enero del ’79 aterrizábamos en tierra libre de Miami. Cuál sería
nuestra sorpresa de encontrarnos en Miami al P.Aleido pero que ya no lo
llamaban así, sino Mons. Agustín Román (lo acababan de nombre obispo auxiliar)
y ya casi nadie sabía que se llamaba Aleido. (El mismo nos aclaraba más tarde
que al llegar a España, sin documentos de ningún tipo, le preguntaron su nombre
de pila y dijo: -“me llamo Agustín Aleido Román. Y como lo llamaban a uno por
el primer nombre… pues se me quedó el Agustín para siempre”. Entonces se reía
como quien ha hecho una picardía.)
Tuve que ponerme al día de sus 18 años de
historia que me había perdido. Algunas nos las entendía pues cuando uno llega
de Cuba no entiende la mitad de lo que pasan los demás en el extranjero…
Anoche nos llamaron Paco y Rosie Bruna, con voz
cortada, el corazón de Mons. Román había perdido su última batalla. Noelia no
paraba de llorar, yo trataba de consolarla sin mucho éxito. Habíamos acabado de
perder una de las personas mas “grandes” con la que habíamos compartido nuestra
vida. Mas que un amigo, o un familiar, era nuestro “Maestro”. Si, como le
llamaban sus discípulos a Jesús!
Todo lo que hacía, lo que pensaba, lo que hablaba
pasaba por el filtro de DIOS. Se había entregado totalmente a Él durante 60
años, desde que decidió ser sacerdote hasta anoche. Desde que le amanecía
rosario en mano, hasta que regresaba a su lecho agotado por los problemas de
todo el que lo rodeaba, vivía enseñando a su fiel compañero y amigo “Jesús”.
Como dice Pablo –“no soy quien vivo sino Cristo es quien vive en mí”. Su
filiación y amor a María era incondicional. No solamente la admiraba, imitaba y
le pedía por su pueblo, sino que la sentía como una verdadera madre a quien
puedes confiar todas tus preocupaciones en la confianza de que te llevará de la
mano a lugar seguro.
Nunca se le vio tener miedo a nada ni a nadie. El
P. Rivas, su compañero de siempre, nos contaba cómo durante la prisión en Cuba
le pusieron un revólver en la cabeza con la aparente intención de matarlo y
Mons. Román ni se inmutó, siguió rezando en la espera de que vivir o morir
sería lo mismo si vivía o moría para Dios. Cuando tenía que decir las verdades,
nunca tuvo pelos en la lengua. Las decía sin ofender a los que no pensaban como
él. ¡Su ecuanimidad y confianza consistían en que Mons. Román buscaba siempre
“la verdad” en quien es Verdad! (“Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”, nos
dice Jesús).
Cuando protagonizó la liberación de cientos de
prisioneros del Mariel que se habían amotinado en la prisión por el temor de
que los devolvieran a Cuba, lo logró pidiéndoles que “oraran” con él, y que
para orar no se tenían armas en las manos… ¡No conocía otra “arma” que la
oración! Su consejo para que Cuba cambie ha sido constantemente el mismo: ¡la
oración!
Su caridad con los necesitados era inagotable. No
solamente donaba a los pobres de sus ahorros (como él decía: -“de mi social
security”) sino que costeaba proyectos como algunos viajes de Radio Paz a Cuba,
de los que participamos Noelia y yo en varias ocasiones, para trasmitir el
dolor y el rezar del cubano a los que viven fuera del terruño. Estábamos muy
contentos de que Mons. Román había casado nuestro hijo Danny con Yvonne. Ahora
se disponía a casar a nuestra hija Danay con Mario el 21 de Abril, sólo unos
días faltan para la boda. Los bendecirá desde el cielo.
Cubano desde los pies hasta la cabeza, pasando
por su noble corazón guajiro. Cuando Noelia y yo íbamos a Cuba a las
celebraciones del 8 de Septiembre en El Cobre, siempre nos le ofrecíamos para
que fuera con nosotros. Le decíamos: “nosotros te cuidamos, no te va a pasar
nada”. Y siempre la misma respuesta: -“a mí me botaron de Cuba, Lorencito.
Hasta que esa gente no reconozca el mal que le hizo a la Iglesia, yo no pondré
un pie en Cuba, con dolor de mi alma”. ¡Y así lo cumplió! Cada vez que
regresábamos de estos viajes se sentaba con nosotros ávido de ponerse al día en
todos los quehaceres de los cubanos, sobre todo de su sufrida Iglesia cubana.
Nos pedía las fotos, videos, escritos… se los bebía como un muchacho enamorado
de su primera novia: Cuba.
Nos deja como herencia mucho, más de lo que
podemos continuar nosotros. Primero: su vida de amor constante dedicada a Dios
y a todos nosotros (cubanos o no), y segundo: la Ermita de la Caridad, con
Jesús en el centro cargado por su Madre, la virgen de la Caridad del Cobre,
madre y patrona de todos los cubanos.
¡Debemos de estar todos orgullosos de haber
vivido con un “hombre de Dios”!
Nuestras lágrimas por su muerte deben terminar
cuando empecemos a imitar su vida, vida llena de Jesús y María, de Cuba y de
Miami.
Nuestro bondadoso Dios tiene más cerca de sí a un
gran hombre. “Hasta luego, Mons. Román. Sabemos que nunca te olvidarás de
nosotros.”