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El Napoleón de Cuba
Carmen
Muñoz - Madrid
Parece una fantasía en esta Cuba anclada a su pasado
revolucionario que haya existido un magnate que con un chasquido de dedos
controlaba el mercado mundial del azúcar. Casi tres décadas después de su
muerte, el nombre de Julio Lobo
Olavarría vuelve este año a la actualidad con la reciente reapertura en La
Habana del Museo Napoleónico. La mayoría de sus piezas fueron
atesoradas por este empresario y hacendado de origen venezolano (1898-1983) que
admiraba al emperador como muchos americanos de su época y proyectaba construir
un museo abierto a todos los cubanos,que se frustró con la llegada del
castrismo.
Sin embargo, el «rey del
azúcar» —como se le conocía en la Cuba prerrevolucionaria— nunca trató de
emularlo. Según el testimonio de Leonor Lobo Montalvo, la mayor de sus dos
hijas, «no era tan soberbio como
para pensar que era igual que Napoleón Bonaparte pero, como
le ocurrió a este en su campo, no solo fue un genio para los negocios sino
también una persona muy culta». Ambos fueron hombres de acción, multifacéticos,
controvertidos, solitarios, vivieron su propio Waterloo y murieron en el
exilio. Lobo en Madrid, sin ir más lejos.
El último símbolo del
capitalismo cubano tuvo que marcharse del país que amaba como propio en octubre
de 1960, a los 62 años. Hasta poco antes, recuerda en una entrevista su nieto
John Ryan, hijo de María Luisa Lobo Montalvo, «no pensó en el exilio, tenía todos sus activos en Cuba,
hizo su mayor operación a finales de 1957, cuando Fidel
Castro estaba en Sierra Maestra, con la compra de las tres centrales de
Hershey. Para él era inimaginable que EE.UU. tolerase un gobierno comunista tan
cerca y que fuera a durar».
Era el momento de las
nacionalizaciones y confiscaciones que se sucedieron con el triunfo de la
revolución de Castro, el 1 de enero de 1959. Los 16 ingenios azucareros de Lobo
todavía funcionaban, pero se habían apoderado de sus tierras. Ya veía clara la
deriva del régimen y estaba organizando su partida cuando, en la medianoche del
11 de octubre de 1960, recibió el aviso de Ernesto Che Guevara para que
acudiera al Banco Nacional, que presidía el argentino.
El historiador británico
Hugh Thomas describe en «Cuba, la lucha por la libertad» el encuentro entre
estos dos personajes como «el incidente que señaló el fin de una etapa de la
historia cubana». El Che le informó de que «le habían dejado el último» porque
revisaron todas sus cuentas con lupa y no hallaron ninguna irregularidad. Según
Ryan, su abuelo acudió a la cita «con la esperanza de que los dos sistemas, el
capitalista y el comunista, pudieran coexistir como en China». El comandante de
la revolución castrista pronto despejó sus dudas: «Somos comunistas y nos es
imposible permitir que usted, que representa la idea misma del capitalismo en
Cuba, siga como está». Julio Lobo tenía que «integrarse en la revolución» o
marcharse, la coexistencia era imposible en la isla, sentenció Guevara.
Joan Fontaine
El régimen estaba a
punto de hacerse con sus ingenios, pero no quería desperdiciar su talento para
los negocios y una honestidad probada en tiempos en que corruptos y mafiosos
campaban a sus anchas en Cuba. El Che le propuso que se convirtiera en una
especie de ministro del azúcar y conservase los ingresos de su central
favorita, Tinguaro.
En esta hacienda de
Matanzas, Lobo recibía a intelectuales de medio mundo y a actrices de Hollywood
como Esther Williams o Joan Fontaine, a quien propuso matrimonio y conservó su
amistad hasta el fin de sus días. Como a Bonaparte, le apasionaban las mujeres
bellas. Los políticos no solían
estar invitados a su mesa.
Tanto en tiempos de Batista como
de Castro se mantuvo aparentemente apolítico. Sobre el primer tirano afirmó:
«No nos importaba quién derrocara a Batista, siempre que alguien lo hiciera». Al
segundo tuvo que pagarle 25.000 dólares para que la guerrilla no quemase sus
cañaverales cercanos a Sierra Maestra. «No fue una contribución voluntaria»,
precisa Ryan sobre la ayuda de su abuelo a los barbudos.
Julio Lobo pidió tiempo
para pensarse la propuesta del Che. Pero al llegar a su casa del Vedado, hoy
parte del Ministerio de Cultura, remató los planes para la partida. «El abogado
de mi padre, Enrique León, nos llamó de madrugada para decirnos que había caído
la guillotina», recuerda Leonor Lobo. Ese 13 de octubre, ella y su esposo, el
jerezano Jorge González Diez, acompañaron a Lobo al aeropuerto de La Habana,
donde tomó un vuelo a Nueva York. Llevaba un salvoconducto facilitado por la
revolucionaria Celia Sánchez, explica Leonor por teléfono desde Vero Beach
(Florida), donde reside. Secretaria, confidente y se dice que amante de Fidel
Castro, Celia era hija de Manuel Sánchez, el médico de Pilón, ingenio de Julio
Lobo en Oriente. «Los Sánchez estaban muy agradecidos porque mi padre les
enviaba medicinas para el hospital de la central en su pequeño avión», añade. Celia
y María Luisa forjaron su amistad mientras colaboraban en labores sociales en
los ingenios.
El «rey del azúcar» dejó
la isla con una pequeña maleta. Al día siguiente, el gobierno castrista
confiscó sus propiedades y las colecciones de arte quedaron bajo su custodia. Atrás
dejó sus centrales azucareras, el Banco Financiero, barcos... Una fortuna que
superaba los 200 millones de dólares de la época, escribe John Paul Rathbone,
periodista de «Financial Times» de madre cubana, en «The Sugar King of Havana».
Ha sobrevivido al comunismo el dicho «es rico como un Julio Lobo», cuando se
habla de alguien de gran fortuna. John Ryan insiste en que no era el único
millonario ni el único coleccionista de Napoleón de la época. Pero no todos
coparon la portada de «Time».
Fidel no fue el primer
Castro en condenar a los Lobo al destierro. El presidente de facto Cipriano
Castro expulsó de territorio venezolano al padre de Julio, Heriberto, cuando al
tomar el poder este dirigía el Banco de Venezuela y se negó a entregarle los
fondos de la caja fuerte. Heriberto Lobo, su mujer, Virginia Olavarría, una
católica de origen vasco, y sus dos hijos mayores, Leonor y Julio, se marcharon
de Venezuela en 1902. Sus antepasados fueron judíos sefardíes expulsados de España
por los Reyes Católicos que comenzaron un periplo de siglos por Portugal,
Holanda, Inglaterra, Curaçao y Venezuela.
Una oferta de trabajo
llevó a Heriberto Lobo a Cuba. Más adelante se asoció con un canario y fundaron
la compañía mercantil Galbán Lobo, que Julio se encargó de expandir a partir de
1919, cuando se graduó en la Universidad de Luisiana, entonces un instituto
azucarero. Con la compra posterior de los ingenios tenía en sus manos el
comercio y la producción. Según Hugh Thomas, en 1959 controlaba casi 405.000
hectáreas (la superficie de cultivo actual es de 750.000). En la época de «sin
azúcar no hay país», Lobo manejaba la mitad de los seis millones de toneladas
que se producían en la isla al año. La Cuba de Raúl Castro cosecha poco más de
una tonelada anual.
Respetado y astuto
El magnate era respetado
y temido en el mercado cubano y el estadounidense. Sus tentáculos movían desde
el azúcar filipino al puertorriqueño. Para algunos de sus coetáneos fue un
especulador despiadado, para otros un hombre astuto, trabajador, austero y
avanzado a su tiempo. Preocupado en sentido patriarcal por el bienestar de sus
empleados —los conocía por su nombre y ellos le llamaban por el suyo—, en sus
haciendas construyó pequeños hospitales, escuelas, bibliotecas y campos de
béisbol.
De baja estatura —como
Napoleón— y aspecto cuidado, Leonor Lobo recuerda que en su oficina de la calle
O'Reilly «siempre tenía tres o cuatro guayaberas para poder cambiarse». Una
pajarita y un pantalón de hilo completaban su atuendo diario. A sus 78 años, lo
describe como «un padre extraordinario, siempre se ocupó mucho de nosotras y de
nuestra educación, nos llevaba a sus frecuentes viajes por los ingenios o a
Europa, donde París y los Inválidos eran visita inexcusable. Era divertido y
sociable, aunque también podía resultar hosco. De grandes admiradores y
bastantes enemigos. Él tenía que llevar siempre la batuta, por eso tuvo
encontronazos, pero todo lo que dirigía fue un éxito». Graduada por la
Universidad de Harvard, Leonor dirigió el departamento de Literatura de un
colegio privado de Vero Beach. John Ryan recuerda los fines de semana con su
abuelo en el sur de España: «Nos enseñó a todos mucho, era un luchador
tremendo, no solo creó un imperio azucarero sino que ayudó a Cuba con sentido
cívico».
Julio Lobo perdió dos
veces su fortuna. La primera con el castrismo y la segunda en Wall Street. Ya
en la bancarrota, en 1965 comenzó la segunda etapa de su exilio en Madrid,
donde su hija afirma que vivió feliz y sin amargura. Primero en la calle
Hermanos Bécquer y luego en Moreto. No con el esplendor de La Habana, pero
tampoco modestamente. Junto a otros exiliados en 1967 fundó el Centro Cubano.
«En los dos últimos años de su vida fue triste ver a un hombre tan lleno de
energía acabar así, solo podía mover los ojos y la boca». Su primera mujer,
María Esperanza Montalvo, lo visitaba a diario (su segundo matrimonio, con la
actriz alemana Hilda Krüger, apenas duró un año). Lobo murió el 30 de enero de
1983, a los 84 años, después de sobrevivir a tres infartos y al tiroteo de una
banda de gánsteres en 1946 —se negó a pagar una extorsión de 50.000 dólares—
que le dejó secuelas de por vida.
El «rey del azúcar» está enterrado en la
cripta de la Catedral de la Almudena junto a su hermana Helena y su cuñado
Mario Montoro Saladrigas. Vestido con una guayabera y envuelto en la bandera de
Cuba.
recibido de María del Carmen Expósito