La risa en la sombra:
muerte del humor político en Cuba
muerte del humor político en Cuba
Ramón Fernández Larrea
Cuando llega la noche, los ciudadanos de Inglaterra, Francia, España y hasta en la misma Rusia, se sientan a disfrutar de un programa de humor donde los muñecos representan a sus políticos más cercanos. Esos mismos ciudadanos han visto ya, durante el día, escritos y caricaturas en la prensa donde se satirizan situaciones reales y actuales. Y donde, desde el más sencillo servidor público, hasta el presidente del país o el monarca, han sido reflejados para mofa y satisfacción del hombre común: el ciudadano.
En Cuba no. Antes de que terminara el convulso año de gracia de 1959, el victorioso jefe de la triunfante rebelión --que no era todavía comandante en jefe, sino doctor-- tomó una de las decisiones radicales que marcarían el futuro de la isla, y de un gobierno personalista durante los siguientes 50 años: cerró de un plumazo el semanario Zig Zag fundado en 1938, bastión cubano del humor político; heredero de La política cómica, de Ricardo Torriente, y de La semana, de Sergio Carbó, y de una fortísima tradición en las imperfectas democracias anteriores.
Fue el Zig Zag y no otro, el primer diario cerrado por decisión del iracundo rebelde. Su primera plana quedó en el recuerdo de toda una generación que ya Jorge Mañach había retratado en su famoso ensayo Indagación del choteo, y que reflejaba con fina ironía lo que el antiguo abogado, devenido comandante, haría día y noche a lo largo de su vida. El chiste que tan profundamente molestó fue este: "Hace 15 minutos que Fidel no habla''.
Poco después prohibió al actor cómico más popular de Cuba, Leopoldo Fernández (‘‘Tres Patines''), porque en una actuación teatral, mientras señalaba hacia un gran retrato del jefe, dijo: "A éste tenemos que colgarlo bien alto''.
No sería hasta más tarde, justamente al año y cinco meses del triunfo revolucionario, que caería, víctima de los afanes y propósitos totalitarios, el decano de la prensa escrita cubana, el Diario de la Marina, y la operación de nacionalización terminaría con la apropiación a manos del Estado de todos los medios de prensa, radio y televisión. No solamente moría la libertad de expresión. Habían asesinado el humor político en Cuba.
O tal vez no. Muerto en tanto representación social, y vehículo democrático para la libre expresión, el humor político pasaría, como sucedió en todos los países de corte socialista, a las sombras, replegado a la picaresca popular del boca a boca, a los rincones de la intimidad más profunda, pues el temor de hacer un chiste ‘‘contrarrevolucionario'' despojaría a ese género popular del brillo de la espontaneidad y de su función catártica.
Dardos sin punta, la sátira quedó descartada como hecho subversivo, limitada a lo oral, que no deja huellas palpables o pruebas materiales. Sobrevivió en la penumbra familiar como pausa y suspiro con los que el cubano buscaba mantenerse independiente, y se debió, en parte, a esa burla crónica que, al decir de Mañach, siempre ha sido una de sus grandes defensas: "Le ha servido de amortiguador para los choques de la adversidad, de muelle para resistir las presiones políticas demasiado gravosas y de válvula de escape para todo género de impaciencias''.
Tal vez uno de los chistes que más ilustre esa situación sea este: en Madrid, sentados en un banco de un parque, charlan un español y un cubano. Pregunta el español: "¿Qué, cómo os va por allá, por Cuba?". Y el cubano le responde: "No nos podemos quejar''. El español, sorprendido, dice: "Entonces, ¿se vive bien?". Y el cubano contesta: "No, no, es que no nos podemos quejar''.
En manos del Estado la prensa y los medios de comunicación, y ese Estado a su vez en manos de una voluntad única, no quedó nada del ejercicio de libre y sano albedrío. La única ventana diminuta para el humor político fue la burla inclemente del pasado, que de tanto ser llevado al presente, perdió el sentido de tiempo ya ido, para convertirse en la máscara del hoy mismo. La realidad fue pareciéndose peligrosamente a lo que nadie recordaba ya. O recordaba solamente a través del choteo.
Fue una máscara. Una mordaza amarga, pero doblez al fin y al cabo. El exterior cumplía con los dictámenes del Estado autoritario. Las segundas lecturas comenzaban rostro adentro. Nació la hipérbole, que es insana, porque está fabricada de espejos, de tortuosos caminos, de retruécanos. De tanto hablar del futuro luminoso se perdieron los ojos. Y la gente común comenzó a preguntarse si el futuro iba a llegar algún día.
Pero hay un pero. Un pero profiláctico. El choteo, el sí de puerta hacia afuera y el no o el tal vez en la sombra, han sido desde entonces el don más preciado del cubano, a contrapelo de lo que advirtió Mañach: "Si se hiperboliza este don, empieza por codiciarse la comodidad vital de la alegría y se puede llegar a exigir ese lujo vital que es la absoluta independencia de toda autoridad''[...]. El choteo clasifica sin ningún inconveniente entre las formas de resistencia.
No puede hiperbolizarse una ideología que bebe directamente del mesianismo y de la liturgia de las religiones. Es imposible que se vaya más allá de las fronteras que dicta en persona el hiperbolizador en Jefe.
Lo real se hizo representación teatral, entrando en la categoría de irrealidad. La realidad era otra, desconocida por la verdad oficial, sin representación visual en el discurso cotidiano. Era la vida fingida, que te hace sentirte cómplice, actor de un juego de falsas improvisaciones y estudiadas espontaneidades. Y por desgracia fue una suerte.
Si no existe esta trágica contradicción entre lo ideal y lo real, no puede haber chistes contra el autoritarismo. Un especialista en el tema lo ejemplifica de este modo: ‘‘Un húngaro va a un hospital de Budapest y pregunta por el departamento de ojos y oídos, le dicen que hay dos secciones distintas: una que se ocupa de los ojos y la otra que se ocupa de los oídos. "Ah, pero entonces tengo que ir a las dos'', dice y suspira. ‘‘No sé qué me está pasando últimamente. No veo lo que oigo''.
El chiste no busca subvertir la realidad, sino pervertirla o revertirla momentáneamente. Busca pensamientos afines, solidaridad en la opinión, complicidad en el delirio de la desgracia que nos dicen suerte. En una sociedad socializada, el chiste político deja el amargo pero inigualable y duradero sabor del pecado.
Se es héroe durante 30 segundos. Se sabe que alguien --el inventor o adaptador del chiste-- estaba pensando en uno mismo. Se intuye un semejante en la sombra. Queda, entre el miedo fugaz, el regusto de haber traspasado momentáneamente las rejas de lo absoluto. Se ríe porque se duda. Mas, al mismo tiempo, se teme.
Es, de alguna manera, como haberse pasado por un momento al enemigo que luego se sale a combatir entre consignas, con una fe un poco más agujereada. Si el enemigo ríe, entonces no es tan malo como lo pintan. Es la única manera en que la irrealidad se hace real. Lo kafkiano cobra ribetes descarnadamente humanos y peligrosos. No hay ojos, pero sí oídos y bocas.
El autoritarismo es solemne. Los dictadores no ríen y sus peores pesadillas son las carcajadas y el ridículo. Tal vez esa es la esencia de un revelador chiste alemán de los años 60: Un día se encuentran Walter Ulbricht (el líder estalinista de la antigua RDA) y Willy Brandt en el ámbito personal y conversan: "¿Tiene usted alguna afición, Herr Brandt?", pregunta Ulbricht. "Sí'', responde Brandt, "colecciono chistes sobre mí. ¿Y usted qué hace?". "Yo colecciono gente que colecciona chistes sobre mí''.
Cuando llega la noche, los ciudadanos de Inglaterra, Francia, España y hasta en la misma Rusia, se sientan a disfrutar de un programa de humor donde los muñecos representan a sus políticos más cercanos.
En Cuba no. Como muñecos rotos, los cubanos se sientan a reír nueva y viejamente del pasado. Sueñan, en el sueño profundo, con el día en que puedan convertirse en ciudadanos.
Ramón Fernández Larrea
© 2009 El Nuevo Herald. All Rights Reserved.
Cuando llega la noche, los ciudadanos de Inglaterra, Francia, España y hasta en la misma Rusia, se sientan a disfrutar de un programa de humor donde los muñecos representan a sus políticos más cercanos. Esos mismos ciudadanos han visto ya, durante el día, escritos y caricaturas en la prensa donde se satirizan situaciones reales y actuales. Y donde, desde el más sencillo servidor público, hasta el presidente del país o el monarca, han sido reflejados para mofa y satisfacción del hombre común: el ciudadano.
En Cuba no. Antes de que terminara el convulso año de gracia de 1959, el victorioso jefe de la triunfante rebelión --que no era todavía comandante en jefe, sino doctor-- tomó una de las decisiones radicales que marcarían el futuro de la isla, y de un gobierno personalista durante los siguientes 50 años: cerró de un plumazo el semanario Zig Zag fundado en 1938, bastión cubano del humor político; heredero de La política cómica, de Ricardo Torriente, y de La semana, de Sergio Carbó, y de una fortísima tradición en las imperfectas democracias anteriores.
Fue el Zig Zag y no otro, el primer diario cerrado por decisión del iracundo rebelde. Su primera plana quedó en el recuerdo de toda una generación que ya Jorge Mañach había retratado en su famoso ensayo Indagación del choteo, y que reflejaba con fina ironía lo que el antiguo abogado, devenido comandante, haría día y noche a lo largo de su vida. El chiste que tan profundamente molestó fue este: "Hace 15 minutos que Fidel no habla''.
Poco después prohibió al actor cómico más popular de Cuba, Leopoldo Fernández (‘‘Tres Patines''), porque en una actuación teatral, mientras señalaba hacia un gran retrato del jefe, dijo: "A éste tenemos que colgarlo bien alto''.
No sería hasta más tarde, justamente al año y cinco meses del triunfo revolucionario, que caería, víctima de los afanes y propósitos totalitarios, el decano de la prensa escrita cubana, el Diario de la Marina, y la operación de nacionalización terminaría con la apropiación a manos del Estado de todos los medios de prensa, radio y televisión. No solamente moría la libertad de expresión. Habían asesinado el humor político en Cuba.
O tal vez no. Muerto en tanto representación social, y vehículo democrático para la libre expresión, el humor político pasaría, como sucedió en todos los países de corte socialista, a las sombras, replegado a la picaresca popular del boca a boca, a los rincones de la intimidad más profunda, pues el temor de hacer un chiste ‘‘contrarrevolucionario'' despojaría a ese género popular del brillo de la espontaneidad y de su función catártica.
Dardos sin punta, la sátira quedó descartada como hecho subversivo, limitada a lo oral, que no deja huellas palpables o pruebas materiales. Sobrevivió en la penumbra familiar como pausa y suspiro con los que el cubano buscaba mantenerse independiente, y se debió, en parte, a esa burla crónica que, al decir de Mañach, siempre ha sido una de sus grandes defensas: "Le ha servido de amortiguador para los choques de la adversidad, de muelle para resistir las presiones políticas demasiado gravosas y de válvula de escape para todo género de impaciencias''.
Tal vez uno de los chistes que más ilustre esa situación sea este: en Madrid, sentados en un banco de un parque, charlan un español y un cubano. Pregunta el español: "¿Qué, cómo os va por allá, por Cuba?". Y el cubano le responde: "No nos podemos quejar''. El español, sorprendido, dice: "Entonces, ¿se vive bien?". Y el cubano contesta: "No, no, es que no nos podemos quejar''.
En manos del Estado la prensa y los medios de comunicación, y ese Estado a su vez en manos de una voluntad única, no quedó nada del ejercicio de libre y sano albedrío. La única ventana diminuta para el humor político fue la burla inclemente del pasado, que de tanto ser llevado al presente, perdió el sentido de tiempo ya ido, para convertirse en la máscara del hoy mismo. La realidad fue pareciéndose peligrosamente a lo que nadie recordaba ya. O recordaba solamente a través del choteo.
Fue una máscara. Una mordaza amarga, pero doblez al fin y al cabo. El exterior cumplía con los dictámenes del Estado autoritario. Las segundas lecturas comenzaban rostro adentro. Nació la hipérbole, que es insana, porque está fabricada de espejos, de tortuosos caminos, de retruécanos. De tanto hablar del futuro luminoso se perdieron los ojos. Y la gente común comenzó a preguntarse si el futuro iba a llegar algún día.
Pero hay un pero. Un pero profiláctico. El choteo, el sí de puerta hacia afuera y el no o el tal vez en la sombra, han sido desde entonces el don más preciado del cubano, a contrapelo de lo que advirtió Mañach: "Si se hiperboliza este don, empieza por codiciarse la comodidad vital de la alegría y se puede llegar a exigir ese lujo vital que es la absoluta independencia de toda autoridad''[...]. El choteo clasifica sin ningún inconveniente entre las formas de resistencia.
No puede hiperbolizarse una ideología que bebe directamente del mesianismo y de la liturgia de las religiones. Es imposible que se vaya más allá de las fronteras que dicta en persona el hiperbolizador en Jefe.
Lo real se hizo representación teatral, entrando en la categoría de irrealidad. La realidad era otra, desconocida por la verdad oficial, sin representación visual en el discurso cotidiano. Era la vida fingida, que te hace sentirte cómplice, actor de un juego de falsas improvisaciones y estudiadas espontaneidades. Y por desgracia fue una suerte.
Si no existe esta trágica contradicción entre lo ideal y lo real, no puede haber chistes contra el autoritarismo. Un especialista en el tema lo ejemplifica de este modo: ‘‘Un húngaro va a un hospital de Budapest y pregunta por el departamento de ojos y oídos, le dicen que hay dos secciones distintas: una que se ocupa de los ojos y la otra que se ocupa de los oídos. "Ah, pero entonces tengo que ir a las dos'', dice y suspira. ‘‘No sé qué me está pasando últimamente. No veo lo que oigo''.
El chiste no busca subvertir la realidad, sino pervertirla o revertirla momentáneamente. Busca pensamientos afines, solidaridad en la opinión, complicidad en el delirio de la desgracia que nos dicen suerte. En una sociedad socializada, el chiste político deja el amargo pero inigualable y duradero sabor del pecado.
Se es héroe durante 30 segundos. Se sabe que alguien --el inventor o adaptador del chiste-- estaba pensando en uno mismo. Se intuye un semejante en la sombra. Queda, entre el miedo fugaz, el regusto de haber traspasado momentáneamente las rejas de lo absoluto. Se ríe porque se duda. Mas, al mismo tiempo, se teme.
Es, de alguna manera, como haberse pasado por un momento al enemigo que luego se sale a combatir entre consignas, con una fe un poco más agujereada. Si el enemigo ríe, entonces no es tan malo como lo pintan. Es la única manera en que la irrealidad se hace real. Lo kafkiano cobra ribetes descarnadamente humanos y peligrosos. No hay ojos, pero sí oídos y bocas.
El autoritarismo es solemne. Los dictadores no ríen y sus peores pesadillas son las carcajadas y el ridículo. Tal vez esa es la esencia de un revelador chiste alemán de los años 60: Un día se encuentran Walter Ulbricht (el líder estalinista de la antigua RDA) y Willy Brandt en el ámbito personal y conversan: "¿Tiene usted alguna afición, Herr Brandt?", pregunta Ulbricht. "Sí'', responde Brandt, "colecciono chistes sobre mí. ¿Y usted qué hace?". "Yo colecciono gente que colecciona chistes sobre mí''.
Cuando llega la noche, los ciudadanos de Inglaterra, Francia, España y hasta en la misma Rusia, se sientan a disfrutar de un programa de humor donde los muñecos representan a sus políticos más cercanos.
En Cuba no. Como muñecos rotos, los cubanos se sientan a reír nueva y viejamente del pasado. Sueñan, en el sueño profundo, con el día en que puedan convertirse en ciudadanos.
Ramón Fernández Larrea
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