28 de febrero de 2017

MARÍA MOLINER, LA MUJER QUE ESCRIBIÓ SOLA Y A LÁPIZ UN DICCIONARIO

 
María Moliner,
la mujer que escribió sola y a lápiz
un diccionario mas largo
que el de la DRAE
Karina Sainz Borgo.
vozopuli.com

«María Moliner hizo una proeza con muy pocos antecedentes: escribió sola, en su casa, con su propia mano, el diccionario mas completo, mas útil, mas acucioso y mas divertido de la lengua castellana», dijo García Márquez.

El influjo que ejercen las palabras sobre las personas tiene en María moniler una expresión poderosa e iluminadora, ese tipo de experiencia que demuestra la forma en las frases empujan mas que cualquier ventisca.
 
María Moniner fue una bibliotecaria comprometida e impulsó la creación de una red de bibliotecas rurales. Hacia 1950 inició la que sería su gran obra, el Diccionario de uso del Español. Lo hizo con el objetivo de crear «un instrumento para guiar en el uso del español tanto a los que lo tienen como idioma propio como a aquellos que lo aprenden».

Comenzó a escribirlo, exactamente, en el año 1952: «Estando yo solita en casa una tarde cogí un lápiz, una cuartilla y empecé a esbozar un diccionario que yo proyectaba breve, unos seis meses de trabajo, y la cosa se ha convertido en quince años», aseguró en una entrevista concedida a la prensa.
 
Tras una larga y lenta labor, la primera edición contó con la fe y el apoyo de Dámaso Alonso, director entonces de la biblioteca Románica de la editorial Gredos, quien decidió impulsar el proyecto. Se publicó entre los años 1966 y 1967, en dos volúmenes.

Nada mas salir a la luz el Diccionario de uso del español, escritores como Miguel Delibs o Francisco Umbral comenzaron a mostrar su fervor por él; por su utilidad y la sencillez de su estilo, que rompía con la costumbre de definir los términos mediante frases enrevesadas y estereotipadas.
 
Ese es, tal vez, su mayor logro: un estilo propio, moderno  práctico, que recogía en muchas ocasiones el habla de la calle, y que María Moliner supo imprimir a todas y cada una de las definiciones con explicaciones claras, sin pretensiones, utilizando un vocabulario accesible para cualquier lector pero no por ello vacío de contenido ni falto de elegancia o sentido del humor.

Una mujer brillante en tiempos oscuros.

Hija de un médico rural y de una madre con un especial sentido de la supervivencia y agudeza, María Moliner fue la segunda de tres hermanos. Entre 1918 y 1921 cursó la Licenciatura de Filosofía y Letras en la universidad de Zaragoza (sección de Historia), obtuvo un sobresaliente y Premio Extraordinario.  Al año siguiente, ingresó por oposición en el Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, y obtuvo como primer destino el Archivo de Simancas.
 
 De ahí pasa al Archivo de Hacienda de Valencia, ahí conocerá a Fernando Ramón y Ferrando, catedrático de Física, con quien se casa en 1925. Durante esos años  nacen sus dos hijos, a la vez que continúa su vida profesional, comienza a participar  en las empresas culturales que nacen con el espíritu de la II República. 

Su inclinación por el archivo, por la organización de bibliotecas y  la difusión cultural, la llevó a reflexionar  y trabajar sobre las Bibliotecas rurales y redes de bibliotecas en España e incluso asumió un papel activo en la redacción de instrucciones para el servicio de pequeñas bibliotecas, un trabajo vinculado a las Misiones Pedagógicas de la República.
 
Dirigió la Biblioteca de la Universidad de Valencia, participó en la Junta de Adquisición de Libros e Intercambio Internacional, que tenía el encargo de dar a conocer al mundo los libros que se editaban en España, y desarrolló un amplio trabajo como vocal de la Sección de Bibliotecas del Consejo Central de Archivos, Bibliotecas y Tesoro Artístico, creado en febrero de 1937, en la que Moliner fue encargada de la Subsección de Bibliotecas Escolares.

Pero estalló la Guerra Civil Española y todo se vino abajo, derribado por los fuertes estragos de la contienda y los ajustes de cuentas que vendrían en los años siguientes. Tras la derrota del bando republicano, su marido perdió la cátedra de Física y fue trasladado a Murcia. María Moliner regresó al Archivo de Hacienda de Valencia: dieciocho niveles por debajo del que tenía en el escalafón. 
 
En la década de 1950, comienza la que sería su obras más luminosa en aquellos años de dictadura: el Diccionario de uso del español, en cuyos dos tomos se incluyen 1.750 entradas y más de 190.000 definiciones. Aunque ella ya confeccionaba anotaciones para un diccionario que corrigiera las deficiencias del DRAE, un hecho el terminó de acelerar su decisión de ponerse a trabajar: su hijo Fernando le trajo de París un libro que llamó profundamente su atención, el Learner’s Dictionary of Current English de A. S. Hornby (1948).

Semejante hazaña: escribir ella sola un diccionario cuya claridad y acierto fue reconocido de forma unánime no pareció mérito suficiente a los académicos de la RAE para incluirla entre sus filas. Dámaso Alonso, Rafael Lapesa y Pedro Laín Entralgo la postularon para que fuera ella la primera mujer en entrar a la Academia.
 
Pero el elegido, sería Emilio Alarcos Llorach. «Sí, mi biografía es muy escueta en cuanto a que mi único mérito es mi diccionario. Es decir, yo no tengo ninguna obra que se pueda añadir a esa para hacer una larga lista que contribuya a acreditar mi entrada en la Academia (...) Mi obra es limpiamente el diccionario».
 
Más adelante agregaba: «Desde luego es una cosa indicada que un filósofo -por Emilio Alarcos- entre en la Academia y yo ya me echo fuera, pero si ese diccionario lo hubiera escrito un hombre, diría: ¡Pero y ese hombre, cómo no está en la Academia!», dijo Moliner en una entrevista en El Heraldo de Aragón, en  1972. La escritora Carmen Conde, primera académica, reconoció que tenía que haberlo sido antes Moliner. Y lo sugirió en su discurso de ingreso en 1979: «Vuestra decisión pone fin a una tan injusta como vetusta discriminación literaria».

26 de febrero de 2017

LOS VIEJOS CUBANOS

Los Viejos Cubanos

Ahora que está de moda criticar a los viejos cubanos, vale la pena abrir el álbum familiar. Ahí están bajando del avión, en los años 60, con sus ropas de domingo y una sonrisa nerviosa, todavía mojada por las lágrimas de la partida. La sonrisa de los náufragos. La sonrisa frágil y encubridora de los expulsados del reino. Y el equipaje mínimo, confuso, inútil, porque nadie sabe qué ropas necesita vestir en otra vida.

Si hay grados en el dolor, esa ola inicial de exiliados del castrismo será, sin duda, la más dolorosa de nuestra historia. Con todas las taras de un inmaduro contexto cívico fue la generación cubana más próspera, creativa, democrática y feliz. Por supuesto, esa Cuba no era un paraíso. Sin embargo, al cabo de medio siglo, es la única aproximación al paraíso que podemos citar.

Puestos a sacar cuentas, admitamos que hacía falta una revolución. Hoy, hacen falta diez. En 1959, se trataba de tener una política a la altura de las virtudes nacionales. Mañana, nos daremos golpes en el pecho si encontramos la nación. Si la nación quiere elevarse a su antigua virtud.

A muchos, sobre todo a los jóvenes, les cuesta entender que en la década de 1950, incluso con la dictadura batistiana, Cuba era un mejor lugar para vivir que Estados Unidos. En lo social. En lo económico. En lo humano. Acostumbrados a una cultura mediterránea en todo su esplendor y tolerancia, con una creciente permeabilidad entre clases, razas y credos, no es difícil imaginar el desgarramiento, el temor y la amargura de aquellos exiliados que al buscar apartamento tropezaban con un letrero de "No Cubans. No Pets."

La mas pujante clase media de América Latina recogiendo tomates en Homestead. Un exquisito caudal derrochado en los pantanos de la Florida. Cierto que no teníamos democracia. No menos cierto que, fuera de la esfera política, existían unos sorprendentes espacios de solidaridad, bienestar social y desarrollo educacional imposibles de hallar entonces en la escena norteamericana mas allá de muy pocos grandes centros urbanos. Miami, que hoy es un campo de contradicciones, era un campo a secas.

El rencor desfigura. Y el rencor de esos exiliados suele ser ciego, arrollador y encarnado. Me lo explico perfectamente. Yo perdí, en 1980, una Cuba que pudo haber sido. Ellos perdieron una Cuba que "ya" era. Y que nunca volverá a ser. La diferencia es abismal. Para contar esa catástrofe no bastan las coordenadas al uso. En cada hogar late una tragedia, una irresuelta y ramificada herida. Esa primera década de refundación a partir de cero debió constituir una descomunal prueba para un pueblo que ya casi tenía en sus manos un porvenir envidiable. Basta mirar las ruinas para comprobar lo que estaba en pie.

Pasamos la página del álbum y vemos a nuestros héroes con carro del año, casa propia y los hijos a punto de entrar a la universidad. La bonanza de un lento sacrificio. Y las arrugas prematuras. Y la consternación de las ilusiones que se fueron en sobrevivir con dos trabajos. En morderse la lengua en inglés y español. En poner las dos mejillas muchas veces. Ya perdida la esperanza de volver. Es natural, pues, que odien a Fidel con saña inmisericorde y fanática. Y que ese odio con frecuencia paralice su razón. Porque la razón que les toca comprender es salvajemente injusta.

En la estridencia de sus denuncias, en sus banales suspicacias, en su renuencia a tender civilizadas trampas contra un adversario brutal, se revela una insondable y alevosa mutilación. De ahí también su fuerza. De ahí su debilidad. En el bosque de la política local y nacional van dejando un rastro de fáciles votos. Y los demagogos no tardan en hallar su rastro. Si alguien les promete castigar la tiranía, ellos le extienden un cheque en blanco. Abandonados por la opinión pública, hartos de clamar en el desierto, no han sabido evitar que sus estafadores sean sus voceros, o viceversa. Así, de la quimera al desengaño, se aferran a la recreación doméstica de un diluido ideal nacional. Su rabia es su tesoro. Su inocencia es su castigo.

Sobre esos hombros encorvados se levanta una callada y preservadora lección. Del pastel de guayaba a la devoción constitucional, del taburete a la guayabera, esas canas coronan una larga batalla por nuestra identidad. Académicos, campesinos, comerciantes, artistas, médicos, pícaros y mártires, soñadores y pragmáticos, ricos y pobres, restituyeron a la nación el patrimonio dilapidado por Fidel.

A ratos, el país de sus sueños es mas concreto que el país real. Ellos guardaron la receta y recordaron la canción. Raiz de roble y piedra de toque.

En la última página del album, con el cuello almidonado y el pelo fragante a agua de colonia, tienen el candor de las piedras lavadas por la tormenta. Los viejos cubanos: clave y aliento. Ellos horadaron en la roca, con uñas y dientes, las puertas que yo encontré abiertas.
 
 Ellos protagonizaron, a noventa millas, toda una epopeya de reafirmación nacional.

Déjalos quejarse. Déjalos refugiarse en sus pesares. La taza de café se les demora en las manos mientras leen las noticias de la isla. Y vuelven a oler las magnolias de desaparecidos patios. Y en el frío cristal de la tarde vuelven a tocar el rostro de sus muertos. De pedernal, de terco y vertiginoso pedernal es su memoria. Los viejos cubanos, curtidos a la intemperie. Déjalos que sean como son. Porque son la sal de nuestra tierra.

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Remitido por Gudelia Creus
Reproducido del blog “Buenavista Cuba”. donde fue publicado en el año 2007 con la siguiente aclaración:

Nota del Editor: Como muchas informaciones, esta nos llega por correo electrónico y no tenemos el autor del artículo; si usted conoce al autor enviar el dato para incluirlo. Gracias