La
Celebración Eucarística
después
del Vaticano II
Rogelio Celada
El 3 de
abril de este 2019 se cumplieron los primeros 50 años de la solemne afirmación
del trabajo de la renovación litúrgica aprobada por los padres conciliares y
firmada por el papa San Pablo VI. El “Missale
Romanum ex decreto Concilii Oecumenici Vaticani II instaurattum” es el
fruto de largas jornadas del Concejo Pontificio para implementar las normas
generales emanadas de la “Sacrosantum Concilium”, la Constitución sobre la
Liturgia.
El nuevo
misal llevó a cabo las directrices del concilio para la reforma de la liturgia
de la Misa, según lo pedía la Sacrosanttum Concilium #50: “Revísese el ordinario de la Misa, de modo que se manifieste con mayor
claridad el sentido propio de cada una de
las partes y su mutua conexión y se haga más fácil la piadosa y activa
participación de los fieles. En
consecuencia, simplifíquense los ritos,
conservando con cuidado la sustancia, suprímanse aquellas cosas menos útiles
que, con el correr del tiempo se han duplicado o añadido; restablézcanse, en
cambio, de acuerdo con la primitiva norma de los santos Padres, algunas cosas
que han desaparecido a causa del tiempo, según se estime conveniente y
necesario”.
El nuevo
misal no contenía, como el Tridentino, las lecturas bíblicas, sino que un
excelente catálogo de las lecturas de la Sagrada Escritura recogidas en nuevos
leccionarios, aumentarán no solo el
número de lecturas dominicales y la recuperación del salmo responsorial, sino además
la distribución de aquéllas en tres años, enmarcados por los Evangelios Sinópticos.
El nuevo
Misal de Pablo VI presenta una nueva preocupación pastoral por la asamblea,
primer actor de la celebración; una comunidad de creyentes presidida por Cristo, cuya presencia la invade por
completo. El pueblo de Dios es llamado a
participar en el santo sacrificio de la Misa de manera plena, activa y
consciente; la celebración de la Eucaristía aparece como el banquete de la
asamblea presidida por el obispo o el presbítero, representante de Cristo,
cabeza viviente. La presencia del obispo en una ceremonia ya no debe presuponer
una mayor solemnidad en el rito, sino la expresión “más clara del misterio de la Iglesia, que es sacramento de unidad”.
(SC 59)
La reforma
litúrgica propone la designación de ministros y ministerios otorgados a laicos
que respondan a la estructura de la comunidad celebrante. Destaca la
importancia del lector en la liturgia de la palabra, del cantor, del salmista y
de los ministros del altar, con la posibilidad de crear nuevos ministerios
según sea conveniente y necesario o lo exijan las necesidades de la iglesia
local.
La intención
fundamental del concilio fue recuperar las fuentes originales que dan sentido a
los ritos del culto católico; destacar lo esencial, eliminando los gestos
añadidos a lo largo de la historia, y recuperar aquellas formas y signos que se
habían perdido: para ello se reconstruyó el marco celebrativo, teniendo como
modelo funcional las antiguas basílicas cristianas: el altar del sacrificio se
separó del retablo para expresar su lugar central en la celebración
eucarística, una mesa circundable en la que se puede celebrar de cara al pueblo
y enriquecer el diálogo y la
comunicación entre el que preside y la asamblea; la sede presidencial tomó un sitio privilegiado, como
para visibilizar la presencia de Cristo
en el obispo o el presbítero, con
asientos para los diáconos a cada lado; el ambón para proclamar solemnemente la
Sagrada Palabra de Dios: todo un extraordinario encaje litúrgico para
visibilizar la presencia de Cristo en estos signos visibles y permanentes. Todo
tal como lo pedían los principios orientativos del concilio, que presenta la
liturgia como “el ejercicio del sacerdocio de Cristo”.
Cristo es el
centro. El Señor muerto y resucitado que nos dala auténtica vida. La liturgia
no es otra cosa que la gran celebración creyente del misterio pascual de
Cristo, el tremendo misterio que continúa en el tiempo y la historia, la constante presencia del Señor
en su Iglesia, que en y por él tributa culto.
San Juan
XXIII, en su discurso de convocación al Vaticano II, reconocía que “Hay hombres
de buena voluntad, pero de espíritu cerrado, para quienes todo es malo en
nuestra época; creen que todo tiempo pasado fue mejor. Disentimos de esos profetas de calamidades,
que siempre vaticinan cosas peores. No estamos al borde del abismo porque
estamos en manos de la Providencia”.
El Santo
Papa intuía que había disensiones e
inconformidades con el propósito, los trabajos y los resultados del concilio.
Los hubo en el Vaticano I, con el resultado de la escisión sectaria de algunos
obispos alemanes y franceses y la aparición de los “Viejos Católicos”, una
iglesia que en Estados Unido se ha llamado
los “Católicos Liberales”, ya muy alejada de la ortodoxia de la Iglesia
Romana.
Le tocó a
San Pablo VI la conclusión de las tareas
conciliares y la promulgación de sus
grandes constituciones, documentos y
decretos. Los principios orientativos de la constitución “Sacrosantum Concilium” consideran la liturgia como el ejercicio
del sacerdocio de Cristo, cumbre y fuente de la vida cristiana, que requiere de
toda la Iglesia una participación plena, consciente y activa porque manifiesta la naturaleza de la
Iglesia que es esencialmente comunidad,
con una unidad sus- tancial, no una uniformidad rígida, que pueda conservar la
santa tradición y a la vez el legítimo progreso del lenguaje de la Fe, porque
es teológicamente hecha oración que,
teniendo a Cristo como centro, significa
y realiza la santificación de los hombres y mujeres que forman la Iglesia.
San Juan
XXIII legó su estilo y espíritu a la reforma litúrgica. Un santo de enorme
sentido común y amplísima visión a pesar de su avanzada edad, que llenó de aire
fresco y espíritu renovador las antiguas estructuras y tradiciones que tanto
han lastrado la imagen de las instituciones eclesiales. Se cuenta que, recién
elegido Papa, pidió a su secretario que invitara a unos amigos a cenar con él
en la casa apostólica. El secretario le contestó: “Imposible, el Santo Padre
siempre debe comer solo”. El Papa Roncalli le preguntó asombrado. “¿Y esto a
qué se debe?” La respuesta: “Porque uno de sus predecesores lo instituyó
así” -“¿Y era Papa como yo?” –
“Ciertamente, así es” – “Pues como yo también soy Vicario de Cristo, como lo
fue ese Papa, yo lo anulo ahora mismo.
Así que mañana y de ahora en adelante, el Papa no volverá a comer solo”.
Esa es la
riqueza de la iglesia: la capacidad de hacer como aquel padre de familia del
Evangelio, que es capaz de sacar de su arcón lo viejo y lo nuevo, en beneficio
del pueblo de Dios.
Rogelio Celada es Director Asociado de la Oficina de Ministerios
Laicos de la Arquidiócesis de Miami.