La
liturgia:
El
arte de celebrar la fe
Rogelio
Zelada
En una reunión de pastoral y vida parroquial,
un grupo de laicos se quejaba ante el párroco porque la celebración dominical
de la Eucaristía, “era demasiado larga, insípida, monótona y aburrida”. El párroco,
que era quien siempre la presidía, muy molesto, les contestó:
«Pues, prepárense, ¡Que el cielo es una Misa
que no se acaba nunca!» Una justificación no excenta de ambigüedad ya que, si bien la Misa no es un espectáculo
para entretener a los creyentes, la
forma de celebrar los sagrados misterios de Cristo debe ser el lenguaje con que
la Iglesia vibra y hace vibrar la experiencia vital de la comunidad. Un lenguaje
articulado en la más profunda convicción cristiana que saca de la historia y de
la teología los signos para celebrar y vivir la Fe que ha recibido del mismo Cristo,
de la tradición fundante de los apóstoles
y del enriquecimiento que la reflexión a lo largo de siglos ha ido
aportando a las formar litúrgicas.
Todo lo que es objeto de la Fe tiene su lugar
en la oración de la iglesia. Celebramos aquello que creemos, y toda celebración
es una reafirmación en la comprensión de las verdades a las que somos llamados
a adherirnos desde adentro. La liturgia no sólo celebra la Fe dentro de un
modelo de iglesia, sino que lo manifiesta. No sólo celebra los acontecimientos
(el recuerdo del pasado), sino también todas las afirmaciones que brotan de las
experiencias importantes que ha vivido y vive actualmente. La ley y las formas
de oración, celebración y culto, no son únicamente la ley de la Fe sino también
la ley del ser y el hacer de la comunidad creyente, porque hay una relación
directa en la manera de entender el
presente en que se vive y, desde esa experiencia compartida, asumir una
determinada imagen de Dios, de Cristo de la iglesia y también de la liturgia y
de la acción pastoral.
El antiguo lenguaje de la liturgia ha adquirido
expresiones más actuales a partir de la gran renovación del Concilio Vaticano
II. San Juan XXIII advertía a los padres conciliares que la mejor forma de
conservar el tesoro de la tradición y la Fe no era “guardarla en un museo”,
sino devolviéndole la vitalidad propia y la necesaria comprensión de los signos
y ritos por parte del pueblo de Dios, válido y verdadero celebrante de la
liturgia.
En los primeros siglos de la Iglesia se accedía
al bautismo a través de una auténtica conversión consolidada por el proceso del
catecumenado, que demoraba el tiempo que fuera necesario; una vez que el
candidato, después de la cuaresma y en la noche de la vigilia pascual, era
plenamente iniciado a través de los sacramentos del bautismo, la Confirmación y
la Eucaristía, el obispo los convocaba a todos durante las siete semanas de
pascua para iniciarlos en la comprensión de los contenidos y el lenguaje
sagrado de la liturgia. Estas catequesis, llamadas mistagógicas, completaban la
instrucción recibida durante el catecumenado y permitían a los neófitos entender
el significado de los ritos, signos y símbolos que podían encontrar en las
celebraciones comunitarias.
La catequesis Mistagógica era imprescindible
para que el creyente accediera al entendimiento del lenguaje litúrgico y
pudiera entender los sagrados misterios de Cristo y disfrutar de ellos a
plenitud. Con el paso de los siglos y el devenir de la iglesia, estas
catequesis fueron abandonadas y la celebración de la asamblea creyente se
convirtió en un rito misterioso al que
había que asistir en silencio, sin participación, exterior,
separados por la barrera del latín, exento de visibilidad, con el altar ahogado por
inmensos retablos, en el que la más importante liturgia, la de la Eucaristía,
aparecía como asunto exclusivo del
sacerdote o del obispo, y que nos obligaba a “oír Misa los domingos y fiestas
de guardar”, con una actitud pasiva y al menos, aunque tardíamente, siguiendo
lo que pasaba ante nosotros con la ayuda de un misal bilingüe.
La renovación litúrgica nos hizo saltar desde
la extremada pasividad a la que estábamos reducidos en la liturgia preconciliar
a la extrema exteriorización en una participación plena, activa y consciente de los ritos del
culto católico, pero con la deficiencia de la ausencia de una catequesis
simbólica que ayudara a la comprensión de la rica tradición celebrante de la
Iglesia. Nos queda el reto de asumir el entendimiento del sentido de los ritos
del año litúrgico, del valor de las fiestas, de la apropiación de los gestos
que se realizan y la palabras que se pronuncian, de asimilar los textos que se proclaman,
se recitan y se cantan y en definitiva de dejarse penetrar por las imágenes que
se observan y los perfumes que se huelen. Se nos invita a celebrar bien para
dar la mejor imagen de una iglesia que, alimentada en el espíritu, manifiesta
su verdad en la calidad de los signos.
San Juan Pablo II nos recordaba que «la
asamblea litúrgica es el signo de la hospitalidad a Cristo y a los que El ama».
Hay que cuidar de la calidad de la liturgia, de los signos, las personas y el
lugar de la celebración de la Fe, para
que éstos hablen por sí mismos, catequicen, manifiesten y guíen a Cristo. De
esta manera la asamblea de los fieles se transforma en el gran signo de la
Palabra de Dios, escuchada y asumid, expresada en la oración, el canto, la
música, las personas, los colores, las vestiduras y el silencio, se trata de
manifestar la conexión entre lo humano y lo divino para transparentar la
presencia de Cristo en el hermoso centro de la liturgia».
Tal como pedía el Papa Pablo VI al comienzo de
la aplicación de la reforma litúrgica:«dediquen sumo cuidado al conocimiento y
la aplicación de las normas con las que la Iglesia quiere celebrar el culto
divino». Y también reconocía en su alocución que esto «No es cosa fácil, es una
cosa delicada, requiere asistencia personal. paciente, amorosa, verdadera- mente
pastoral».
Y en eso estamos…
Reproducido de “La Voz Católica”, revista mensual de la
Arquidiócesis de Miami. Rogelio Zelada es Director Asociado de la Oficina de
Ministerios Laicos.