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San Basilio,
450 años a todo color
- Daniel Ultrilla
- Corresponsal de El Mundo
en Moscú.
Don Quijote la habría confundido
con un gigante moro de nueve cabezas con sus nueve turbantes. Y no le habría
faltado razón al loco hidalgo. De hecho, poco o nada habría podido objetar
Sancho Panza para convencer a su amigo y señor qué una
construcción tan poco sobria, exuberante y carnavalesca es en verdad una
iglesia como Dios manda.
La Catedral de San Basilio,
orgullo de la arquitectura ortodoxa, simbiosis de repostería y de ladrillo,
además de icono universal de Rusia, acaba de cumplir 450 años con muy buen
color. No pasan los siglos por ella.
Tras someterse durante diez años
a un acicalado que le ha devuelto todo su colorido, San Basilio celebra su 450º
aniversario con la ventaja de llevar la tarta de cumpleaños estampada en la
fachada, compactada por espirales de nata montada y sirope de todos los colores
(las velas las lleva por dentro). “Delirio de un pastelero borracho” la llamó el arquitecto Le Corbusier.
En 1561 se concluyó su
construcción, que fue ordenada por el zar Iván IV “El Terrible” para conmemorar
la caída del bastión tártaro de Kazán (la alucinación quijotesca de las cabezas
moras quizá no sea tan descabellada). Testimonio de aquella época gris, San
Basilio se erige desde entonces a todo color como el espejismo delirante de un
peregrino goloso que hubiera recorrido Siberia a pie durante ocho meses sin un
mal cornete que llevarse a la boca.
Cuando la catedral de San
Basilio quedó inaugurada en 1561, Cervantes tenía 13 años, Felipe II trasladó la corte a
Madrid, las tropas españolas empezaron a retirarse de Flandes y Góngora tuvo a
bien nacer. En Rusia reinaba a sus anchas Ivan 'El Terrible'. Aunque no se sabe
si lloró ante tanta cebolla, lo que sí recoge la leyenda es que el zar ordenó
sacarle los ojos a Barma y Postnik, los arquitectos de San Basilio, para que no
pudieran levantar otra belleza semejante.
Por fuera San Basilio parece un
brote natural, un manojo de bulbos de origen alienígena como caído del cielo,
pero en su interior oculta un intrincado laberinto, donde el visitante se pierde en medio de
capillas interconectadas por pasillos y escaleras culebreantes. Mientras su
exterior es imborrable, su interior resulta imposible de recordar sin un mapa y
un ovillo de hilo.
Como por arte de chuchería, sus
cúpulas blanquiazules y rojiblancas se elevan como pegotones generosos de pasta
dentrífica junto a esa encía roja que es la muralla almenada del Kremlin. La
catedral tiene un toque Disney que no puede con él. Los novios recién casados posan
con gesto acaramelado ante su fachada dulzona, emparentada con la casita de pan
de jengibre, pastel y azúcar que se comen hansen y Gretel.
Con sus nueve exprimidores de
colores apuntando al cielo, San Basilio parece una máquina delirante diseñada
por Alfanhuí y el Gallo de Veleta para
sacarle el jugo a las nubes y a las puestas de sol. [Sobra decir que el Gallo
de Veleta le habría dado a Iván IV uno de sus ojos -que en verdad es "un
ojo solo que se ve por las dos partes"- por parapetarse en cualquiera de
las nueve cúpulas de San Basilio].
Nunca un recinto de iconos fue
tan icónico por dentro como por fuera. En sus 'Cartas de Rusia' el marqués de
Custine (1790-1857) se muestra azorado, confuso y exultante cuando intenta
describir la catedral como "una cristalización de mil colores... escamas de peces dorados, pieles de serpiente
extendidas sobre montones de piedras, cabezas de dragón, corazas de lagarto, ornamentos
de altares, vestimentas de clérigos..."
Como si en un arrebato de locura
su arquitecto se la hubiera sacado de la manga (de la manga pastelera)
saltándose todos los cánones de la arquitectura religiosa, San Basilio tienta
al observador con sus curvas: nuestros ojos ruedan hacia sus nueve torrecillas
como hacia una pila de bolos multicolor. Sus nueve brocas le buscan las
cosquillas al poeta, retándole a crear asociaciones y metáforas de todos los
colores: tientan su 'lengua' como helado de nueve bolas.
Presa del embrujo de sus nueve
cúpulas nervadas en espiral (que contempladas desde lo alto deben de hipnotizar
como ojos de boa Kaa) el escritor y viajero británico Colin Thubron describió
la catedral de San Basilio en su libro 'Entre rusos' (1983) como "una obra
de campesinos alucinados, una prueba de malabarismo petrificado en que todas
las bolas están simultáneamente en el aire
Según Thubron "la catedral
parece un brote orgánico, una planta fantástica de las estepas que no se yergue
de manera alguna en dirección al cielo, sino que está patas arriba agitando los
bulbos y las raíces en el humus azul del cielo". Ramón Gómez de la Serna habría
enloquecido ante tamaña fábrica de greguerías. Si fuera de juguete sería más
creíble.
Erigida sobre la tumba del
profeta loco Basilio, el único que osaba decirle las verdades a la cara al zar,
la catedral ha sobrevivido al ansia demoledora de todas las épocas.
Los primeros líderes soviéticos
estuvieron a punto de derribarla porque -decían- bloqueaba el paso a los
desfiles militares: el burbujeo colorista de San Basilio no cuadraba con la
monocromía cuadriculada del estalinismo. De hecho, frente a las frías 'tartas
de boda' de Stalin (las siete moles neogóticas que 'sostienen' el cielo de
Moscú), San Basilio se erige tornasolada y flameante como salida del cruce de
un árbol de Navidad, un castillo hinchable y el sombrero frutal de Carmen
Miranda (verán que hay una cúpula verde que no renuncia a ser sandía).
La catedral sobrevivió a Stalin,
aunque si hacemos caso a la leyenda urbana, habría que decir que sobrevivió “gracias
a Stalin”: se cuenta que durante una reunión dedicada a la reconstrucción de
Moscú, Beria retiró la
maqueta de la catedral de San Basilio de un plano de la ciudad, gesto que hizo
estallar al dictador: “¡Póngala en su sitio, perro!”
Hoy, durante los Desfiles de la
Victoria, los tanques de color verde lagarto se arrastran a su lado como
avergonzados, desviándose a su derecha tras cruzar la Plaza Roja, como ante un
semáforo posmoderno de discos inexcrutables.
Su voluptuosidad de falla
valenciana también tentó a Napoleón, que ordenó volar San Basilio durante su
toma incendiaria de Moscú en 1812. Sin embargo, un oportuno torrencial aguacero
redujo su plan a papel mojado: las mechas previstas para su voladura quedaron
inutilizadas.
Por su capacidad de
supervivencia frente a los regímenes apisonadores, siempre he creído ver en San
Basilio esa afloración del genio artístico del pueblo ruso, que surge como por
generación espontánea en las condiciones políticas más adversas, como un manojo
de setas exóticas aparecido de la noche a la mañana bajo las narices del poder
(una característica también aplicable en cierta medida a la historia cultural
de España).
Hace unos años saltaron a la
prensa rumores sobre el supuesto riesgo de desplome que se cernía sobre la
catedral debido a las obras cercanas de demolición del hotel Rossia. Los más
agoreros vislumbraban ya la imagen apocalíptica de la catedral despiezada, con
sus ladrillos de colores descomponiéndose como piezas de Tetris en su caída a
los abismos. Pero aquel mal augurio nunca se cumplió y sus cúpulas de esencia
mora (por frambuesa) siguen apuntando al humus del cielo para deleite de locos
y extraños.
Reproducido de www.elmundo.es