PENSAR CON EL CORAZÓN
(La manipulación de un cadáver)
Rev.
Martín N. Añorga
Se amplía el panorama
del pasado a medida en que se estrechan los límites del futuro. A mi edad, Cuba
no es ya una esperanza, sino un recuerdo. Cada amanecer en las brumas del
destierro es como si le inyectaran ritmo a una melancólica canción de despedida.
Abro los ojos y el sol me salpica con una luz llena de tristezas. A la noche,
al dormir, me voy hundiendo poco a poco en el fondo de una lágrima.
Vine al exilio con la fortaleza de la juventud, la lozanía de mil sueños y con
la seguridad de que algún día no lejano caería feliz en los brazos de mi
patria. Han pasado décadas que como cuentas de un collar han formado la
espantosa faz de medio siglo, y hoy soy un anciano de paso lento, cargado de
presagios y huérfano de bandera. Cuba me queda quieta y apenada como una
cruz clavada en la espalda.
Cuando se trata de Cuba se piensa con el corazón. No sabía, en los cálidos
momentos de mi adolescencia, que las claras y tibias olas de Varadero se
convertirían en látigo que mutila mi alma. Volver a Cuba, a solas, sin hacer
ruido, como un fantasma, y ver la pobreza rodando por las calles, y los
edificios trucidados como cadáveres profanados por aves de rapiña, nos produce
una absurda sensación de abismo y desolación.
He visitado en alas de la imaginación la casa en que gasté mi niñez. Extraños
se amontonan en sus habitaciones,
suciedad, miseria y despojo bailan en sus paredes. He visto, tirados en
rincones mohosos, fotos familiares descoloridas y trapos manchados que antes
fueron nuestra ropa de gala. Volver atrás para envolvernos en sombras es
temblor en nuestras rodillas y sudor en nuestras manos.
Mis padres, mis hermanos, mis amigos, han sido atrapados por la muerte. En los
cementerios de mi patria hay sepultados pedazos de mi corazón. No poder tocar
el mármol de una tumba, no poder besar el rostro de una lápida, son tragedias
que desfilan en marcha por mi atribulada mente.
A menudo, en mis tramos de silencio, medito en lo que hubiera sido mi vida, y la
de los seres que amo en una Cuba llena de libertad y gozosa de paz.
Probablemente no hubiera conocido las parcelas de mundo por las que me ha
tocado transitar, ni hubiera tenido acceso al bienestar que a veces me sobra;
pero hubiera sido completamente feliz. Sin miedo a guerras ni a extraños, sin
el pensamiento agujerado de sospechas ni con la angustia de temer que una tumba
me espere en un pedazo de tierra en un país en el que no nací. Cuba era un
canto, su brisa un abrazo y su sol una caricia. Cuba era una palma que nos
sonreía, una rosa que nos besaba y un amigo que nos quería. Cuba era un
regalo de Dios que han ultrajado garras codiciosas y malvadas.
A veces pienso en qué sería del niño de divertida miraba que se hundía con
cariño en el fondo de mis brazos. Residíamos en la zalamera ciudad de Santiago
de Cuba y casamos a una simpática pareja de jóvenes novios que le habían arrancado al cielo una
estrella de felicidad. ¿Dónde estarán ahora, casi sesenta de años después? El
destierro es un deshacer de relaciones, una deserción de nuestro natural
ambiente y un olvido de rostros y cariños que nos fueron propicios.
Suelo conversar con los pocos amigos que ya nos quedan, porque una luctuosa
función de los años es la de ir apartándonos a unos de otros, y siempre
volvemos por el achacoso camino del recuerdo a lo que fuimos, lo que hicimos,
lo que esperábamos. Me decía una meditabunda compañera de mis años escolares,
que quiso ir a Cuba para ver de nuevo los paisajes y los amigos de los que
nunca hubiera querido separarse. No se trata de los viajeros de hoy, ávidos de
vanidad y buscadores de aventuras. Se trata de una mujer cuyos valores no han
sido distorsionados, la que me dijo con voz enredada en sollozos: “Mi Cuba no
existe, la han asesinado. Lo que vi en mi patria fue el espectro de un cadáver
insepulto. Lo peor de este viaje es que mis recuerdos se han contaminado de
frustraciones y pesares”.
Yo soy de los que no he vuelto a Cuba, por eso puedo a menudo pensarla como la
novia engalanada que me concedió su amor; pero no siempre mi cansada mirada se
desliza sobre el terciopelo de un salón de fiestas. Cuando pienso en Cuba con
mi corazón veo la frente arrugada de una viejecita apresada bajo un techo
tembloroso; contemplo una avenida solitaria y sin luces, con muchachas ansiosas en las esquinas
esperando la obscena propuesta del mejor postor. Cuando pienso en Cuba, veo a
jovencitos uniformados, con metralletas clavadas en los hombros y ojos llenos
de furia y rencor; veo a fornidos hombres arrastrando a las damas de blanco
hacia hacinadas camionetas, rumbo al golpe y a la malicia de sus captores.
Sé que las
bellezas naturales, autógrafo de Dios, no pueden ser mancilladas por la malicia
humana; pero hay veces en que pienso en un río Cauto moribundo, en
el valle de Viñales con palmas encorvadas y en el Pico Turquino como si
quisiera huir de la tierra para abrazarse con el cielo. En una patria triste no
hay paisajes que sonríen. He visto al Pan de Matanzas como un cadáver verde y a
las olas del mar como golpes que pretenden despertar al cubano de la pesadilla
de la opresión.
Si me creen pesimista es porque lo soy. He perdido la confianza en la victoria,
y se me ha sembrado de dudas el valle del mañana. No creo en que mis ojos
vuelvan a ver la bandera cubana ondeando amparada por un cielo azul de
aplausos. Me siento afligido por la ligereza de mis compatriotas que piensan en
Cuba como un botín y carecen de valor para rescatarlo. Me duelen las veleidades
de los cobardes que regresan a la Cuba que dejaron por miedo a los pandilleros
que la dominan, y van cargados de lujo para gozar de la aturdida gratitud de
los pobres. Me produce tristeza ver a los que llenan sus bolsas con el sudor de
su trabajo y les entregan a los tiranos el fruto de sus cansancios.
Muchas veces he repetido en el silencio de mis angustias este verso sencillo del Apóstol José
Martí:
“Oculto en mi pecho bravo
la pena que me lo hiere.
El hijo de un pueblo esclavo
Vive por él,
calla y muere”.
Ciertamente, hoy, cuando menciono a Cuba, la recuerdo con mi corazón.
Colaboración de Mª Eugenia Fernández