6 de febrero de 2016

Centenario de la Muerte de Rubén Darío

Centenario de la Muerte de
Rubén Darío
Carlos Marsal

Con el paso del tiempo, los escritores que sobreviven en la memoria colectiva del universo lector adquieren cierta condición marmórea: en el panteón de los ilustres, se transforman en efigies solemnes. Es el caso de Rubén Darío (Metapa, Nicaragua, 18 de enero de 1867- León, Nicaragua, 6 de febrero de 1916), de quien hoy se cumple el primer centenario de su muerte.

Los frecuentadores de «Luces de bohemia», además, sufrimos una huella psíquica inevitable, y Rubén se nos aparece caracterizado como en la obra teatral de Valle-Inclán; una suerte de tótem precolombino, hermético y borrachín, que en sus raptos de lucidez emite agudas sentencias acerca de la vida y la muerte, y que por lo general contesta a las preguntas de sus interlocutores con una exclamación de elogiosa perplejidad: ¡Admirable!

La biografía de Rubén corresponde punto por punto a los requisitos del perfecto modernista. Se llamaba en realidad Félix Rubén García Sarmiento. El «Darío» proviene de un mote de familia: un tatarabuelo llevó ese nombre, y desde entonces todos los descendientes fueron los Daríos. De haberse tratado de un torero español, el asunto se habría zanjado del modo siguiente: Rubén de Darío. Pero el niño, desde muy pequeño, apuntaba maneras de poeta: aprendió a leer a los tres años y publicó su primer soneto, «Una lágrima», a los trece, en el diario «El Termómetro», de la ciudad de Rivas. Lo criaron sus tíos abuelos, Bernarda Sarmiento y Félix Ramírez, porque sus padres, Rosa Sarmiento y Manuel García, se separaron pronto y desaparecieron de su vida. Por lo visto, don Manuel era muy aficionado a mezclar el alcohol con las visitas a las casas de caridades amorosas.

Estrecheces domésticas

Como mandan los cánones del artista finisecular, Rubén se pasó la vida entera tratando de sortear las estrecheces domésticas, mediante colaboraciones periodísticas y el desempeño de labores diplomáticas de cartón piedra, procuradas por sus amigos y protectores. El presidente colombiano Miguel Antonio Caro, por ejemplo, lo nombró, en el año 1893, cónsul honorífico en Buenos Aires. Fue uno de sus mejores empleos, según el propio Rubén, porque en aquellos tiempos apenas residían colombianos en la Argentina, y las transacciones con el país eran inexistentes. De manera que pudo dedicarse en cuerpo y alma a sus principales pasiones: la literatura, la bebida y las mujeres.

Rubén fue a lo largo de su existencia un viajero contumaz por toda Centroamérica, Europa y los Estados Unidos. Más tarde o más temprano, regresaba a su patria, donde desde muy pronto se le solía recibir con honores y agasajos triunfales de gloria nacional, porque por aquel entonces aún se creía, con razón, en algunos rincones de la tierra, que los poetas significaban un bien público, un patrimonio con el que educar en la belleza del idioma propio a las generaciones venideras.

En diciembre de 1881 llegó a Managua por primera vez el joven Rubén Darío, para que el Estado dilucidara si debía o no marchar a París, a costa del erario público, con la idea de convertirse en poeta oficial. La idea no prosperó y Rubén se entregó a la bohemia. En uno de sus devaneos conoció a Rosario Murillo, con quien mantuvo desde entonces amoríos intermitentes. Se casó por vez primera en San Salvador, en 1890, con Rafaela Contreras, hija de un reputado orador local. El general Ezeta tuvo la cortesía de aplazar el golpe de estado que derrocó al día siguiente al presidente salvadoreño Francisco Menéndez, para así poder asistir como invitado al banquete nupcial. Como puede inferirse de los hechos, por aquel entonces el golpismo hispanoamericano no estaba reñido con la buenas maneras en sociedad.

Rafaela Contreras murió en 1893, y Rubén regresó a Managua, para reemprender sus amores sincopados con Rosario Murillo. Pero la familia de Rosario, que no veía con buenos ojos aquellos alborotos sentimentales, obligó a la pareja a contraer matrimonio y a ingresar en el universo del decoro. Ahora bien, durante una de sus residencias en España, Rubén conoció a Francisca Aguirre, una campesina analfabeta, mientras paseaba por la Casa de Campo en busca de la inspiración al aire libre, y cayó muerto de amor. Desde entonces, pese a no estar divorciado de Rosario Murillo, Francisca fue su compañera hasta el final de sus días.

Con sus tres libros imprescindibles -«Azul» (1888), «Prosas profanas» (1896) y «Cantos de vida y esperanza» (1905)- Rubén moldeó el lenguaje poético español contemporáneo, que, con la excepción de Bécquer, se inclinaba hacia la ranciedad retórica. Los jóvenes modernistas españoles de la época (Juan Ramón Jiménez, los hermanos Machado, Valle-Inclán) lo supieron ver y adoraron su poderosa novedad. La revolución de Rubén proviene tanto del hecho de apropiarse en español de la gran poesía francesa de la época -el romántico Víctor Hugo y los poetas simbolistas y parnasianos-, como de la voluntad de llevar la lengua hasta el extremo de sus posibilidades sonoras. Salvando las distancias, su drástico experimento es sólo comparable al de Góngora en el Siglo de Oro. El verbalismo de Rubén representa la antonomasia de lo melodioso en español, por su pericia musical, por su inclinación hacia la palabra exótica, por sus caprichos métricos y rítmicos. Fue, a grandes rasgos, un celebrador de la existencia, porque contemplaba el mundo con ojos sensuales, a pesar de sus prospecciones meditativas.

Como en sí mismo al fin, reposa para siempre en la gloria, ese mausoleo insípido. Metapa, la ciudad en que nació, hoy se llama Ciudad Darío.

3 de febrero de 2016

Nos merecemos a Sánchez

Nos merecemos a Sánchez
Salvador Sostres

Los españoles merecemos que Pedro Sánchez haya recibido el encargo de formar gobierno. Es exactamente lo que merecemos. Un país que da 90 diputados a un PSOE liderado por un mequetrefe tercermundista e indocumentado, y 69 a la extrema izquierda anticapitalista y -valga la redundancia- merece un escarmiento, aunque sea en forma de susto, porque aunque todo puede suceder, parece poco probable que Sánchez pueda lograr los apoyos que necesita.

Merecemos, nos merecemos que el Rey le haya acabado encargando a Pedro Sánchez, merecemos vernos en este espejo de nuestra propia mediocridad, en este espejo degradante, humillante para cualquier sociedad articulada. Lo peor en España no ha sido la crisis, sino la gente. Ese histerismo. Esa virilidad en entredicho. Esa ingratitud que es la característica de los pueblos bárbaros, de la tribu.

Es cierto que el Partido Popular ha descuidado durante sus últimos cuatro años su agenda política, que ha tenido casos de corrupción, y que podría haber ido un punto más allá en la reforma y adelgazamiento que sin duda precisa la administración del Estado.

Lo peor en España no ha sido la crisis, sino la gente. Ese histerismo. Esa virilidad en entredicho

Pero Mariano Rajoy llegó a La Moncloa cuando España vagaba perdida en su noche más oscura, con la economía destrozada, la moral por los suelos y unos horizontes francamente poco halagüeños. Y mientras una Rosa Díez tremenda -nunca vamos a olvidarlo- agitaba el espantajo del rescate, como si prefiriera nuestro mayor sufrimiento a cambio de tener razón; y en Cataluña la espuma secesionista parecía estar a un paso de lograr sus objetivos, el presidente del Gobierno tuvo el acierto y el aplomo de trabajar sin hacer ruido y sin perder la calma, desoyendo a los que le acusaban de no hacer nada, e insistiendo en su receta que se ha demostrado cierta: España es hoy un país que goza de una salud económica remarcable, con unos notables índices de crecimiento y que por supuesto necesita seguir tomando medidas serias y no siempre fáciles para consolidarse. En Cataluña, la estrategia marianista de no añadir leña al fuego, se ha demostrado la correcta, y el independentismo, cuando no ha podido crecer en el agravio del enemigo, se ha hecho un lío.

Todo ello lo han podido conseguir el presidente Rajoy y su gobierno sin altercados remarcables, con tranquilidad en la calle, y sin que en ningún caso ni en ninguna esfera la sangre llegara al río. Entre lo vertiginoso de la situación y las histéricas del otro extremo que le pedían mano dura, ha sabido mantener un muy meritorio equilibrio.

Si la respuesta de la sociedad española a estos logros es darle a la izquierda invertebrada 159 diputados, más los dos de Izquierda Unida, más los ocho de Democràcia i Llibertat, que se supone que vienen de la burguesía catalana, resulta innegable que nos encontramos ante un conjunto de individuos que como los niños buscan los límites, y juegan a tocar el fuego, por ver si de verdad quema. Que una auténtica nulidad como Pedro Sánchez esté formalmente negociando un gobierno es una derrota salvaje para lo que se supone que es un país civilizado.

Es una tendencia muy española hacerse un lío completamente innecesario cada tantos años. Es una tendencia bastante extraña, pero no poco habitual si repasamos nuestra Historia.

Esperemos que esta vez, con la humillación de Sánchez intentándolo, tengamos bastante, y no buceemos en los terribles errores de nuestro pasado, que tan trágicas y nefastas consecuencias nos procuraron.

 

Desde el "in-xilio"

 
Desde el “in-xilio”
Wendy Guerra

Y entonces se van

Cierras la puerta y te despides de todo. Te despides, incluso, de lo que se habló en el último minuto e incluye el resumen de tu propia vida. Tratamos de enmendar todo lo que se pueda para que sea un final feliz.

¿Pero por qué te dejan?

Por las mismas razones que te irías tú misma. Se van también por hacer menos pesada la carga de esta balsa, isla con agravantes, doloroso deseo que sucumbe y emerge, nos pare y nos impulsa, nos remite al mundo sin fecha de regreso. A ese ser que se despide le queda un largo viaje que ignoras, un tránsito que incluye los procesos más dolorosos y versátiles que haya vivido hasta el momento.

¿Y a ti, qué te espera?

He aquí lo que algunos no vieron. He aquí lo que pasa cuando parten sin ver nuestro teatro, nuestro soliloquio en el in-xilio, nuestro modo de acomodarlos allí dentro del alma y del país.

El drama no termina con la confesión de que parten, con el minuto de la despedida, ese es solo el inicio del desprendimiento.

Empiezas por recordar su cara cada amanecer. Una a una las pecas y las venas de las manos, cierta cicatriz en las rodillas y un rictus en los labios que te hace llorar. Tú eres y has sido parte de su angustia. No puedes perderlo, la desmemoria no te puede quitar a ese ser que se ha ido, su cuerpo significa parte de tu cuerpo, su alma es el testigo de todo lo que sabes de ti, incluso de lo que ignoras y él te recuerda.

Las fotos de los que se fueron no deben ser vistas en un día lluvioso y melancólico, sin alguien que te ayude a curarte, a levantarte

¿No habrá una cura que impida fugarse? Cuatro generaciones no han encontrado el antídoto.

En el que fuera el cuarto de los niños existe un museo de las pérdidas. Ese espacio fue destinado para almacenar todo lo que ellos nos dejan.

Un lienzo que no permitieron sacar, las tazas de cierta vajilla incompleta, los abrigos de verano que no nos sirven ni allá ni aquí, los diarios de un ex asaltante o ex asaltado ¿Por qué no conservarlos? Ahí descansan los objetos que no deben perderse. Es la prueba de que ellos existen y de que yo soy el nexo.

Las fotos son el arma mortífera, la granada más peligrosa, porque esa bomba sí que puede explotarte en la cara, sobre todo los domingos por la tarde a eso de las siete de la noche. Las fotos de los que se fueron no deben ser vistas en un día lluvioso y melancólico, sin alguien que te ayude a curarte, a levantarte. Las fotos son el peor veneno de esta larga y penosa enfermedad para la cual nadie conoce cura.

Sales de la casa pensando que conversar con viejos amigos puede ser el mejor de los alivios. Ellos recuerdan lo que tú recuerdas. Paseas, respiras, vives en una zona céntrica, caminas varias manzanas, buscas las calles que antes recorrías abrazada por… las casas han cambiado de dueño, esos nombres residen en otras direcciones y esos hogares ya no lo son, y si hoy siguen siéndolo, las habitan nuevos rostros que no logras identificar. La música alta te despide sin preguntar, el silencio te borra del portal, te sacude.

Regresas a casa pensando que todo esto es una pesadilla.

Abres la guía telefónica, buscando apellidos que puedas identificar, marcas, por fin da timbre, alguien toma la llamada.

– Oigo, hola. Digo desde aquí.
– Oigo. Respondo también yo.
Puedo reconocer mi voz, se trata de mí. Estoy sola en la ciudad.

Escritora cubana residente en La Habana. Reproducido de su propio blog.


2 de febrero de 2016

500º Aniversario de la muerte de Fernando el Católico


Fernando “El Católico”,
tan odiado por la nobleza castellana
como por los nacionalistas catalanes
(Conclusión)

César Cervera
 
Castilla le ignora; Cataluña le ataca

El otro de los problemas contemporáneos en torno a la figura de Fernando es que la mitología nacionalista le ha convertido en el objetivo habitual de sus ataques. Al principio, los autores catalanes, coincidiendo con el movimiento cultural de la “Renaixença”, elogiaron al monarca que «reuniendo en una sola corona la de Aragón y la de Castilla, había hecho grande a la de España», escribió en 1846 Antoni de Bofarull en su libro “Hazañas de los catalanes”. Sin embargo, el surgimiento del nacionalismo catalán a finales del siglo XIX hizo que la imagen de Fernando sufriera un vuelco.

A partir de entonces el nacionalismo le presentaría como el hombre que había propiciado el declive de Cataluña en favor del dominio de Castilla. Estos autores, entre los que se incluían el poeta romántico Ángel Guimerá o el escritor nacionalista Enric Prat de la Riba, destacaban que el ascenso de los Reyes Católicos había traído consigo el declive económico y demográfico de esta región de la Corona de Aragón.

¿Cuánto hay de cierto en el retrato de Fernando como destructor de las instituciones y del progreso de Cataluña? A juicio de Kamen «no hay ninguna prueba ni evidencia histórica que apoye o sostenga estas afirmaciones». Si bien durante el siglo XV tuvo lugar un claro declive económico en la ciudad de Barcelona –enclave comercial de la Corona de Aragón y sus territorios en el Mediterráneo–, éste se produjo antes de la llegada de los Reyes Católicos.
 
Entre 1462 y 1472, la ciudad de Valencia alcanzó un mayor desarrollo y superó por primera vez comercialmente a Barcelona. Fue una crisis pasajera motivada por razones demográficas y por epidemias, que no remitió definitivamente hasta el siglo XVII. Echarle la culpa a los Reyes Católicos carece de base.

Lo que los nacionalistas se cuidan en ocultar es que Fernando dio carpetazo a los conflictos que su padre, Juan II de Aragón, había mantenido con la ciudad de Barcelona por distintas cuestiones. Fernando fue visto como un amigo y un libertador de las tierras catalanas, al menos al principio del reinado. Durante su etapa como Conde de Barcelona –señala Jordi Canal en su reciente “Historia Mínima de Cataluña" (Editorial Turner, 2015)– «se dieron pasos definitivos para la recuperación económica de Cataluña tras la crisis iniciada con Juan II en el trono».

Fernando, no en vano, reformó las instituciones aragonesas: reforzando la representación del monarca en los reinos a través de la figura del virrey e introduciendo la moderna Inquisición a mitad de la década de 1480, lo cual levantó, como resulta evidente, enormes quejas en este territorio. Pero si hubiera que definir el reinado de Fernando y su relación con Barcelona, el punto a destacar sería su pragmatismo y su intención pactista.

Tal vez el intento de magnicidio del 7 de diciembre de 1492 sea el principal culpable de distorsionar la auténtica relación entre Cataluña y los Reyes Católicos. Así, cuando salía de la capilla de Santa Ágata de una audiencia de justicia, el Rey Católico fue acometido por un payés llamado Joan de Cañamares que le infirió una cuchillada en el hombro. «¡O, Santa María, y valme! ¡O, qué traición!», gritó Fernando el Católico al recibir una puñalada en la nuca, según el cronista Andrés Bernáldez.

Inmediatamente, los guardias reales saltaron sobre el agresor, Juan de Cañamares, y no lo mataron allí mismo porque el rey se lo impidió. Prefirió dejarlo en manos de la Inquisición, que lo condenó a muerte por intento de magnicidio. Nunca se hallaron razones políticas detrás del suceso, aunque a la mitología nacionalista no le hayan faltado ganas de insinuarlas.

Henry Kamen se propone en su nuevo libro despojar de mitos la figura del Rey aragonés. Maquiavélico, desconfiado, mujeriego incorregible y conspirador avezado. El carácter del Rey Fernando el Católico ha merecido a lo largo de la historia un saco de elogios y críticas, que, según el historiador Henry Kamen, solo se basan en mitos e imprecisiones.
 
«En realidad, sabemos muy poco sobre su vida, porque la documentación del periodo es malísima, especialmente en lo referido a la Corona Aragonesa», explica Kamen. No en vano, el primer archivo nacional surgió en el siglo XVI en Castilla y, por tanto, la documentación sobre los Reyes Católicos está monopolizada por la figura de Isabel la Católica. «Se le atribuyen a ella muchas cosas que son mérito exclusivo de él», apunta.

En su libro “Fernando el Católico: vida y mito de uno de los fundadores de la España moderna” (La Esfera de los Libros) el hispanista Henry Kamen se propone así unir las pocas piezas documentales disponibles con el objeto de trazar un retrato desprovisto de leyendas sobre Fernando. Antes que él, solo Jaume Vicens Vives logró una aproximación solvente a la figura del aragonés a través de una biografía fuertemente contestada por los nacionalistas. «Los que están fabricando la nueva ideología de Cataluña no saben nada de historia y copian las ideas de los nacionalistas del siglo XIX, que originalmente vieron al Monarca como una figura positiva pero luego le achacaron las culpas de la crisis demográfica que vivió Barcelona durante su reinado», señala el británico.

Pero no solo los catalanes han despreciado a Fernando el Católico. Tampoco los castellanos han mostrado nunca grandes simpatías por un hombre que en realidad solo hablaba castellano y, pese a nacer en la región de Zaragoza, contaba con raíces profundas en el reino vecino. «La nobleza castellana sentía aversión por Fernando, al que llamaban sin fundamentos, de forma despectiva, “el viejo catalán”. A lo mejor tiene que ver con su carácter o su actitud», analiza Kamen. De esta forma, a la muerte de su esposa, Isabel, en 1504, la nobleza castellana se decantó de forma mayoritaria por el extranjero Felipe el Hermoso y por Juana la Loca, mientras el viejo aragonés abandonaba el reino visiblemente ofendido.

La inesperada muerte de Felipe I cuando solo llevaba dos meses en el trono devolvió a Fernando el control de Castilla ante la incapacidad de su hija. «La preferencia de los nobles por  Felipe es mas bien por su hija Juana, lo cual se ve reflejado en que serán sus hijos quienes protagonizan la sucesión», sostiene el hispanista.

Siendo Rey de Aragón, Valencia, Sicilia, Nápoles y Navarra, conde de Barcelona y gobernador del Reino de Castilla, Fernando murió el 23 de enero de 1516 en Madrigalejo, intuyendo que iba a ser el último representante de la dinastía de los Trastámara y, por encima de todo, el primer Monarca en ceñir todas las coronas que constituyen la España de hoy.

«Fernando no fue el unificador de las Españas que reza el mito, pero sí es el iniciador de una gran aventura», asegura Kamen. En su opinión, España nació a través de matrimonios entre una misma familia y no a base de conquistas o reformas administrativas.
 
Los Reyes Católicos nunca fueron conscientes de la envergadura del Descubrimiento de América y su participación en el proyecto fue muy limitada. «El ideólogo del Descubrimiento es un loco, Cristóbal Colón,  que corre con la planificación y con los riesgos. Además, los descubrimientos más importantes se llevaron a cabo después de la muerte de los Reyes». En el momento en que murió Fernando, el dominio español se limitada a varias islas periféricas y en Europa apenas se conocían en ese momento datos sobre aquellas tierras.

1 de febrero de 2016

500º Aniversario de la muerte de Fernando El Católico


Fernando el Católico, óleo de Michel Sittow

Fernando “El Católico”,
tan odiado por la nobleza castellana
como por los nacionalistas catalanes


El pasado 23 de enero se cumplieron 500 años del fallecimiento del Rey de España Fernando "el Católico". Por ese motivo Palmas Amigas presenta este trabajo de César Cervera, y que debido a su longitud ofreceremos en dos partes.
 
César Cervera

Amado por los italianos y los aragoneses; odiado por los nobles castellanos del periodo, que le designaban de forma despectiva como “ese viejo catalán”, y defenestrado por los nacionalistas catalanes de hoy. No parece muy lógico que uno de los estadistas más hábiles de la historia de España sea objeto de opiniones negativas de personas tan distantes. 


Nadie es profeta en su tierra, se suele decir, pero no hay refrán para cuando alguien nace entre dos. Fernando “El Católico” era hijo de Juan II “El Grande”, quien a su vez era descendiente de Fernando de Trastámara, el primer Rey de Aragón procedente de la célebre dinastía castellana que Isabel “La Católica” compartía con su marido.


Por su parte, la madre de Fernando, doña Juana Enríquez, también era Trastámara, pero procedía de una rama derivada de ésta: los Enríquez. Es decir, Fernando era tan aragonés o menos que castellano, cuya lengua era la que usaba a nivel cotidiano, aunque la nobleza castellana pretendiera lo contrario.

Fernando el Católico personificado por Rodolfo Sancho


Nacido en Sos del Rey Católico (al noroeste de la provincia de Zaragoza), Fernando heredó el instinto político de su padre, y ya desde pequeño destacó por su inteligencia. Lucio Marineo Sículo lo describe de niño: «Mas ayudándole las grandes fuerzas de su ingenio y la conversación que tuvo de hombres sabios, así salió prudente y sabio, como si fuera enseñado de muy doctos maestros».
 

A la muerte de su esposa, Juan buscó nuevos aliados en Castilla, pues estaba necesitado de una potencia que pudiera ayudarle a mantener sus posesiones en Italia frente a la amenaza que suponía Francia. La joven hermana de Enrique IV, la futura Isabel “La Católica”, se postuló como la aliada perfecta y la mejor esposa para el joven Fernando. Ambos eran primos en segundo grado y tenían prácticamente la misma edad.

 
Fernando e Isabel se enamoraron de forma instantánea al encontrarse en Valladolid. Fernando, de hecho, estaba considerado un príncipe apuesto con «los ojos garzos, las pestañas largas muy alegres sobre gran honestidad y mesura; los dientes menudos y blancos, risa de la cual era muy templada y pocas veces era vista reír como la juvenile edad lo tiene por costumbre».


En los primeros años de su matrimonio, las circunstancias políticas dieron pocos motivos para reír a los Reyes Católicos. La guerra contra Enrique IV y posteriormente su hija Juana “La Beltraneja” involucró a los aragoneses en el conflicto y fue la probable causa de que la nobleza castellana no terminara de ver con buenos ojos al aragonés. La guerra hace tantos amigos como enemigos.


Fernando no era exactamente Rey consorte de Castilla. Era algo más que eso, tenía competencias que le acercaban a la autoridad de su esposa, que recibía un tratamiento similar en la Corona de Aragón. Solo la Reina podía nombrar a los dignatarios de Castilla, pero el Rey podía hacer uso de algunas rentas castellanas. Bajo estas condiciones, Fernando reinó en Castilla durante treinta años, lo cual no bastó para ganarse la simpatía de los grandes nobles de este territorio cuando Isabel murió en 1504.


La nobleza se decanta por Felipe «El Hermoso»

En noviembre de 1504, Fernando proclamó a su hija mayor, Juana “La Loca”, Reina de Castilla y tomó las riendas de la gobernación del reino acogiéndose a la última voluntad de su esposa. Sin embargo,  Felipe, "El Hermoso" marido de la Reina, se apoyó en varios pesos pesados de la nobleza castellana, véase el Marqués de Villena o el Duque de Nájera, que creían que “el viejo catalán” debía regresar al fin a sus tierras. De esta opinión era Juan Manuel, antiguo embajador de los Reyes Católicos, ahora consolidado como hombre clave de Felipe, que preparó el terreno para la salida de Fernando.


Otros como el Cardenal Cisneros, que anteriormente habían sido fieles a Fernando, se «pusieron al servicio de Felipe I, aun sin oponerse directamente a su antiguo jefe, el Rey Fernando», explica Yutaka Suzuki en su excelente libro “Personajes del siglo XV: Orígenes del Imperio español”.
 

Y aunque en la Concordia de Salamanca (1505) se acordó un gobierno conjunto de Felipe, Fernando “El Católico” y la propia Juana, esta situación terminó con la llegada del borgoñés a la península con un destacamento de hombres armados, quien convenció a la mayor parte de la nobleza castellana, a base de regalos y concesiones, de que él suponía una amenaza menor que la procedente de un Rey aragonés en Castilla.
 

Visiblemente ofendido, Fernando se retiró a Aragón y Felipe fue nombrado Rey de Castilla el 12 de julio 1506 en las Cortes de Valladolid con el nombre de Felipe I. Un reinado que solo duraría dos meses.

 
Fernando era un personaje poco simpático entre los nobles, pero seguía teniendo importantes aliados. Su primo, el poderoso noble castellano Fadrique Álvarez de Toledo, II Duque de Alba, defendió sus derechos cuando todos le dejaron de lado y regresó junto a él cuando la súbita muerte de Felipe I, quizás a causa de alguna clase de veneno, dejó vacante el trono. A su vuelta a Castilla, Fernando, gobernador del reino, encerró en Tordesillas a su hija, que había mostrado un comportamiento inquietante durante el cortejo fúnebre de su marido, y asumió la regencia hasta 1507. Luego sería Cisneros quien sujetaría este cargo hasta la llegada de Carlos I.


El retorno de Fernando a Castilla no obstante, tuvo cierto aire a obligación. No podía olvidar tan fácilmente que la nobleza le había dado la espalda cuando se trató de elegir entre él o un extranjero, por lo que su gobernación en este reino se limitó a mantener el estatus quo sin emprender grandes empresas. Con la única excepción de la conquista de Navarra. Así, Fadrique Álvarez de Toledo anexionó por las armas el Reino de Navarra a la Corona de Castilla, amparado en una bula del papa Julio II, como parte de un complejo plan de Fernando y de su nueva esposa, la francesa Germana de Foix, que no podía involucrar directamente a Aragón.


Por el contrario, Fernando dedicó la mayoría de sus esfuerzos a partir del fallecimiento de su esposa en consolidar sus victorias sobre los franceses en Nápoles y Sicilia. Su labor política allí le granjeó los elogios del afilado Nicolás Maquiavelo: «Vive en nuestros días Fernando de Aragón, Rey de España. Casi puede llamársele príncipe nuevo porque se ha convertido, por propio mérito y gloria, de Rey de un pequeño Estado en primer soberano de la Cristiandad».


No obstante, Henry Kamen advierte en su último libro, "Fernando El Católico",  (Esfera de los libros, 2015), sobre los peligros de quedarse en esta visión mitificada del Monarca, puesto que el filósofo y diplomático apenas coincidió personalmente, si es que lo llegó a hacer, con el aragonés. «Maquiavelo se inventó una figura de Fernando que coincidía con la imagen que los italianos esperaban encontrar en el hombre que había expulsado a los franceses, pero que no era un retrato cierto», recordó el hispanista en una entrevista con ABC el pasado mes de diciembre.


Al igual que los italianos mitificaron las virtudes de Fernando, los castellanos tendieron con el paso de los siglos a rebajar sus méritos y atribuirle a Isabel “La Católica” la mayor parte de los éxitos de los Reyes Católicos. La prueba de ello es el escaso número de biografías dedicadas a este monarca, frente a otros personajes del periodo como su propia esposa, que sí han contado con historiadores interesados en reconstruir su vida.

(Continuará mañana)