.Los huecos del alma
Lic. Amelia M. Doval
dovalamela@yahoo.com
Todos los vecinos miran entusiasmados, el chiste es observar cómo un hombre que cuentan fue un gran ser humano antes de fallarle la lógica de pensamiento, va por todas las cuadras con una carretilla donde puedes encontrar desde un pedazo de pan viejo hasta desperdicios callejeros; sirve de basurero y además de reparador, porque cada vez que observa un hueco que, como piscina olímpica para renacuajos, preside la desdicha de los vecinos, el hombre trabajador lo rellena con sus productos y lo presiona para que nada los deje ir. Pudo haber sido un científico, un militar o un simple hombre de pueblo: ahora pertenece a la gran lista de desequilibrados mentales que deambulan por calles cubanas sorteando el peligro y hablando sin control lo que encuentran pertinente. Su locura sin freno lo hace un luchador incansable, un innovador de la ciencia popular. Muchos se rien, otros se lamentan y algunos piensan que aún loco trata de encontrar una solución a tanta depauperación callejera.
Años después llego a la isla. Siempre la he admirado por ser una bella mujer de elegante figura, aristócrata que reniega vulgarizar su altura a pesar de los malos tiempos. Sus calles me parecen más pequeñas y me cuestiono cómo se puede manejar en una ciudad sin leyes, sin marcas en la vía, sin respeto, sin control. No obstante, como copiloto voy frenando, poniendo el pie en el imaginario pedal que me da la seguridad de llevar un cinturón que por costumbre disciplinaria aprendí a usar. Las ventanas abiertas porque quiero disfrutar el olor a humedad, yerba y patria que hay en el aire.
Cuando mis ojos comienzan a hacer suyos cada imagen pasada y los recuerdos se van aglomerando a punto de reventar en borbotones, ya voy llegando a la esquina de mi barriada. Esa donde me vestí de uniforme para entrar en la escuela primaria, primero gris y azul con paraderas, luego blanco y azul, más tarde rojo y blanco. Nos fueron llevando sin darnos cuenta a vestirnos de su color, llenarnos de su ideología, no nos permitían pensar, éramos niños a disposición de unos adultos sin sentimientos. Doy gracias a mis padres que nos mostraron otra manera de pensar.
Cuando miré a la esquina recordé lo que un amigo me dijo una vez: deberíamos hacerle cumpleaños a los huecos de la calle, así sabríamos como con los hijos cuánto se han desarrollado en sus años de vida. Este, por ejemplo ya llevaba cinco y estaba creciendo el muy gracioso, casi no dejaba pasar a nadie, dueño legítimo de la cuadra, presidente interino, electo en tiempos de dificultad. Como trofeo ya tenía algunas rasponaduras de rodillas infantiles, gomas de carro, cuadros de bicicletas doblados, eran sus más insignificantes víctimas hasta que un bravo guerrero decidió ponerle una enorme piedra llamada en el hablar habanero “pedrucón”, hermano mayor de pedruco y de la piedra. En realidad no había seguridad ante este afán de ocultar el hundimiento del asfalto; muchos entretenidos continuaban cayendo en sus garras sobre todo en días de apagón.
Apagón, nombre propio que se le dio a ese método clásico de ahorrar el despilfarro de petróleo en palabras del gobierno; siempre me pregunté de niña cómo puede haber despilfarro en una isla donde no hay aire acondicionado, un ventilador por casa quizás era lo máximo aunque hubiesen cuatro habitaciones. De los bombillos no hablemos, una lámpara de cinco, se encendían de uno en uno y los restantes se aflojaban, así no se gastaban todos y se ahorraba. El 95 por ciento de las casas no tenían calentador de agua, el 98 % carecía de cocinas eléctricas, podíamos tener uno o dos vehículos por cuadra, que sólo salían a pasear los domingos y la mayoría combinaba petróleo con otros degradantes.
Del refrigerador ni hablemos, había casas que no tenían, cada día se levantaban a buscar una piedra de hielo que servía de refrigerador reciclable. Las lavadoras de plato eran un misterio sin conocer, siempre se ha barrido y tirado agua que se saca con un instrumento que paradójicamente se llama haragán, por lo que hablar de aspiradoras era mencionar tema desconocido. Careciamos de lavadoras en casi la totalidad de las casas y en los primeros años había un televisor cada tres o cuatro viviendas o lugares para agrupar familias, porque hasta cuatro generaciones se hacían dueños del mismo espacio, un tocadiscos cada 6 más o menos residencias, nada de hornos, esos son lujos, y si hablamos de otros inventos para aliviar la vida se deben mantener alejados por la influencia ideológica. Estoy hablando de los pasados cincuenta años, ahora creo ha cambiado un poco, hay más electrodomésticos que son la deuda externa del cubano con el gobierno. Incosteable, impagable, insoportable tener que escoger hasta sus propias marcas de uso por ser baratas y de manejo ideológico. Qué ideología podrá tener una olla arrocera, me pregunto.
Ese ahorro continuo de petróleo llevó a una historia imparable de apaganes, al extremo de vivir con alumbrones; con ellos me crie y no nací en el campo sino en la ciudad. Ahora discrepo entre tener 42 años o doblar los 20 en alegría, así que si calculamos llevamos tantos años ahorrando que ya fuéramos exportadores. Lo que si me quedó como recuerdo de esa época es una miopía desde los doce años porque el afán por leer no disminuyó a pesar de los diversos contratiempos; siempre he pertenecido a la esfera de contestatarios del gobierno, incluso si fuera el de mis padres para que durmiera temprano.
Nada es más reconfortante que regresar a los recuerdos de la patria porque nos ennoblece el alma, pero nos llena de fuerzas para entender que un gobierno destructivo por 50 años es un asesinato al intelecto y a la humanidad.
Miami, FL
4-23-10
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