¿De dónde era la original
Gatita de María Ramos…?
A la
gatita de María Ramos la conocen en todo el mundo hispano aunque no sea por su
nombre, sino solo por el de su dueña. Los
cubanos que cuentan la historia de esta gatita no tienen reparos en decir que la tal María Ramos no era lo que
precisamente se llama una mujer honrada. La sitúan viviendo en un barrio
marginal de La Habana, el de Jesús María, con una gatita que se llamaba “Mimí”.
María y su gatita fueron las protagonistas de un hecho digno de que le fuera dedicada
una de aquellas guantanameras que cantaba Joseíto Fernández.
A un
amigo de María lo encontraron, ya difunto, en casa de ésta. Lo habían asesinado
con una piedra de amolar y la piedra era de la cocina de la propia María. Ella se
defendió declarando que no estaba en casa, que cuando regresó se encontró a su
amigo muerto en el suelo y que la única que estaba en la casa era Mimí, su
gatita. El juez no la creyó y la mandó a
la cárcel. Aunque no nos aclaren qué sucedió después con Mimí, todos sabemos ya que la gatita de María Ramos goza de
vida inmortal en el hablar del pueblo por haber sido capaz de tirar la tal
piedra y luego seguir ronroneando tan calmadamente o, al menos, le crearon un cuento que así lo justifica.
En el
relato, que se repite (se calca) en
diferentes blogs, no se señala la fecha en que sucedió el horrible crimen. Si el hecho apareció en la crónica amarilla Del
Diario de la Marina tal como atestiguan los que han creado la historia y los
que la repiten, tendremos que deducir que fue después de 1832, fecha de la
fundación de este periódico.
Pero
¡ojo! Ricardo Palma (1833-1919), escritor limeño de reconocida valía que dedicó
buena parte de su labor literaria a la investigación y recopilación de leyendas,
ya nos habla de “la gatita de Mari-Ramos”
entre los múltiples relatos que forman las varias series de crónicas de sus "Tradiciones Peruanas”.
Es
igualmente una historia de crimen, que Ricardo Palma sitúa alrededor de 1778 y en la
que menciona la frase “gatita de Mari-Ramos, que hacía ascos a los ratones y
engullía los gusanos”, como algo ya popular y común en boca del vulgo.
Por lo
que, aunque nos quedemos sin saber el cuándo, el dónde y el cómo del origen de
la frase, Palmas Amigas reproduce el
relato de Ricardo Palma por su mayor antigüedad y por tratarse de una crónica
amarilla magistralmente contada por un buen escritor. Bien vale la pena leerla aunque
parezca larga. (adg)
Crónica de la época
del trigésimo cuarto virrey del Perú
(A Carlos Toribio Robinet)
La gatita de Mari-Ramos
que arrulla con la cola y araña con las manos
(SIC)
Al
principiar la Alameda de Acho y en la acera que forma espalda a la capilla de
San Lorenzo, fabricada en 1834, existe una casa de ruinoso aspecto, la cual
fue, por los años de 1788, teatro no de uno de esos cuentos de entredijes y babador, sino de un drama
que la tradición se ha encargado de hacer llegar hasta nosotros con todos sus
terribles detalles.
Veinte abriles muy galanos; cutis de ese gracioso
moreno aterciopelado que tanta fama dio a las limeñas, antes de que cundiese la
maldita moda de adobarse el rostro con menjunjes, y de andar a la rebatiña y
como albañil en pared con los polvos de rosa y arroz; ojos más negros que noche
de trapisonda y velados por rizadas pestañas; boca incitante, como un azucarillo
amerengado; cuerpo airoso, si los hubo, y un pie que daba pie para despertar en
el prójimo tentación de besarlo; tal era, en el año de gracia de 1776,
Benedicta Salazar.
Sus
padres al morir la dejaron sin casa ni canastilla y al abrigo de una tía entre
bruja y celestina, como dijo Quevedo, y más gruñona que mastín piltrafero, la cual tomó a capricho
casar a la sobrina con un su compadre, español que de a legua revelaba en cierto tufillo ser hijo
de Cataluña, y que aindamáis tenía
las manos callosas y la barba más crecida que deuda pública.
Benedicta
miraba al pretendiente con el mismo fastidio que a mosquito de trompetilla, y
no atreviéndose a darle calabazas como melones, recurrió al manoseado
expediente de hacerse archidevota,
tener padre de espíritu, y decir que su aspiración era a monjío y no a casorio.
El
catalán, atento a los repulgos de la muchacha, murmuraba:
«Niña de los muchos novios,
que con ninguno te casas;
si te guardas para un rey
cuatro tiene la baraja».
De aquí surgían desazones entre sobrina y tía. La vieja la trataba de gazmoña y
papahostias, y la chica rompía a
llorar como una bendita de Dios, con lo que enfureciéndose más aquella megera, la gritaba:
«¡Hipócrita!
A mí no me engatuses con purisimitas.
¿A qué vienen esos lloriqueos? Eres como el perro de Juan Molleja, que antes
que le caiga el palo ya se queja. ¿Conque monjío? Quien no te conozca que te
compre, saquito de cucarachas. Cualquiera diría que no rompe plato, y es capaz
de sacarle los ojos al verdugo Grano de Oro. ¿Si no conoceré yo las uvas de mi
majuelo? ¿Conque te apestan las barbas? ¡Miren a la remilgada de Jurquillos,
que lavaba los huevos para freírlos! ¡Pues has de ver toros y cañas como yo
pille al alcance de mis uñas al barbilampiño que te baraja el juicio! ¡Miren,
miren a la gatita de Mari-Ramos, que hacía ascos a los ratones y engullía los
gusanos! ¡Malhaya la niña de la media almendra!”
Como
estas peloteras eran pan cotidiano, las muchachas de la vecindad, envidiosas de
la hermosura de Benedicta, dieron en bautizarla con el apodo de “Gatita de
Mari-Ramos”; y pronto en la parroquia entera los mozalbetes y demás niños
zangolotinos que la encontraban al paso, saliendo de misa mayor, la decían:
-¡Qué
modosita y qué linda que va la Gatita de Mari-Ramos!
La
verdad del cuento es que la tía no iba descaminada en sus barruntos. Un petimetre,
don Aquilino de Leuro, era el quebradero de cabeza de la sobrina; y ya fuese
que ésta se exasperara de andar siempre al morro por un quítame allá esas
pajas, o bien que su amor hubiese llegado a extremo de atropellar por todo
respeto, dando al diablo el hato y el garabato, ello es que una noche
sucedió... lo que tenía que suceder. La gatita de Mari-Ramos se escapó por el
tejado, en amor y compañía de un gato pizpireto, que olía a almizcle y que
tenía la mano suave. […]
[…] Dice
un refrán que la mula y la paciencia se fatigan si hay apuro, y lo mismo
pensamos del amor. Benedicta y Aquilino se dieron tanta prisa que, medio año
después de la escapatoria, hastiado el galán se despidió a la francesa, esto
es, sin decir abur y ahí queda el queso para que se lo almuercen los ratones, y
fue a dar con su humanidad en el Cerro de Pasco, mineral boyante a la sazón.
Benedicta pasó días y semanas esperando la vuelta del humo o, lo que es lo
mismo, la del ingrato que la dejaba más desnuda que cerrojo; hasta que,
convencida de su desgracia, resolvió no volver al hogar de la tía, sino
arrendar un entresuelo en la calle de la Alameda.
En su
nueva morada era por demás misteriosa la existencia de nuestra gatita. Vivía
encerrada y evitando entrar en relaciones con la vecindad. Los domingos salía a
misa de alba, compraba sus provisiones para la semana y no volvía a pisar la
calle hasta el jueves, al anochecer, para entregar y recibir trabajo. Benedicta
era costurera de la marquesa de Sotoflorido con sueldo de ocho pesos semanales.
Pero
por retraída que fuese la vida de Benedicta y por mucho que al salir rebujase
el rostro entre los pliegues del manto, no debió la tapada parecerle costal de
paja a un vecino del cuarto derecha, quien dio en la flor, siempre que la
atisbaba, de dispararla a quemarropa un par de chicoleos, entremezclados con
suspiros, capaces de sacar de quicio a una estatua de piedra berroqueña.
Hay
nombres que parecen una ironía, y uno de ellos era el del vecino Fortunato, que
bien podía, en punto a femeniles conquistas, pasar por el más infortunado de
los mortales. Tenía hormiguillo por todas las muchachas de la feligresía de San
Lázaro, y así se desmorecían y
ocupaban ellas de él como del gallo de la Pasión que, con arroz graneado, ají,
mirasol y culantrillo, debió ser guiso de chuparse los dedos.
Era el
tal -no gallo de la Pasión, sino Fortunato- lo que se conoce por un pobre
diablo, no mal empalillado y de buena
cepa, como que pasaba por hijo natural del conde de Pozosdulces. Servía de
amanuense en la escribanía mayor del gobierno, cuyo cargo de escribano mayor
era desempañado entonces por el marqués de Salinas, quien pagaba a nuestro
joven veinte duros al mes, le daba por ascua del Niño Dios un decente aguinaldo
y se hacía de la vista gorda cuando era asunto de que el mocito agenciase lo
que en tecnicismo burocrático se llama buscas legales.
Forzoso
es decir que Benedicta jamás paró mientes en los arrumacos del vecino, ni lo
miró a hurtadillas y ni siquiera desplegó los labios para desahuciarlo,
diciéndole. «Perdone, hermano, y toque a otra puerta, que lo que es en ésta no
se da posada al peregrino».
Mas una
noche, al regresar la joven de hacer entrega de costuras, halló a Fortunato
bajo el dintel de la casa, y antes de que éste la endilgase uno de sus
habituales piropos, ella con voz dulce y argentina como una lluvia de perlas y
que al amartelado mancebo debió parecerle música celestial, le dijo:
-Buenas
noches, vecino.
El
plumario, que era mozo muy gran socarrón y amigo de donaires, díjose para el
cuello de su camisa: «Al fin ha arriado bandera esta prójima y quiere
parlamentar. Decididamente tengo mucho aquel y mucho garabato para con las
hembras, y a la que le guiño el ojo izquierdo, que es el del corazón, no le
queda más recurso que darse por derrotada».
«Yo
domino de todas la arrogancia,
conmigo no hay Sagunto ni Numancia...».
Y con airecillo de terne y de conquistador, siguió sin más circunloquios a la
costurera hasta del entresuelo. La llave era dura, y el mocito, a fuer de
cortés, no podía permitir que la niña se maltratase la mano. La gratitud por
tan magno servicio exigía que Benedicta, entre ruborosa y complacida, murmurase
un «Pase usted adelante, aunque la casa no es como para la persona».
Suponemos
que esto o cosa parecida sucedería, y que Fortunato no se dejó decir dos veces
que le permitían entrar en la gloria, que tal es para todo enamorado una mano
de conversación a solas con una chica como un piñón de almendra. Él estuvo
apasionado y decidor:
«Las
palabras amorosas
son las cuentas de un collar,
en saliendo la primera
salen todas las demás».
Ella, con palabritas cortadas y melindres, dio a entender que su corazón no era
de cal y ladrillo; pero que como los hombres son tan pícaros y reveseros, había
que dar largas y cobrar confianza, antes de aventurarse en un juego en que casi
siempre todos los naipes se vuelven malillas. Él juró, por un calvario de
cruces, no sólo amarla eternamente, sino las demás paparruchas que es de
práctica jurar en casos tales, y para festejar la aventura añadió que en su
cuarto tenía dos botellas del riquísimo moscatel que había venido de regalo
para su excelencia el virrey. Y rápido como un cohete descendió y volvió a
subir, armado de las susodichas limetas.
Fortunato
no daba la victoria por un ochavo menos. La familia que habitaba en el principal
se encontraba en el campo, y no había que temer ni el pretexto del escándalo.
Adán y Eva no estuvieron más solos en el paraíso cuando se concertaron para
aquella jugarreta cuyas consecuencias, sin comerlo ni beberlo, está pagando la
prole, y siglos van y siglos vienen sin que la deuda se finiquite. Por otra
parte, el galán contaba con el refuerzo del moscatellillo, y como reza el
refrán, «de menos hizo Dios a Cañete y lo deshizo de un puñete».
Apuraba
ya la segunda copa, buscando en ella bríos para emprender un ataque decisivo,
cuando en el reloj del Puente empezaron a sonar las campanadas de las diez, y
Benedicta con gran agitación y congoja exclamó:
-¡Dios
mío! ¡Estamos perdidos! Entre usted en este otro cuarto y suceda lo que
sucediere, ni una palabra ni intente salir hasta que yo lo busque.
Fortunato
no se distinguía por la bravura, y de buena gana habría querido tocar de suela;
pero sintiendo pasos en el patio, la carne se le volvió de gallina, y con la
docilidad de un niño se dejó encerrar en la habitación contigua.
Abramos
un corto paréntesis para referir lo que había pasado pocas horas antes.
A las
siete de la noche, cruzando Benedicta por la esquina de Palacio, se encontró
con Aquilino. Ella, lejos de reprocharle su conducta, le habló con cariño, y en
gracia de la brevedad diremos que, como donde hubo fuego siempre quedan
cenizas, el amante solicitó y obtuvo una cita para las diez de la noche.
Benedicta
sabía que el ingrato la había abandonado para casarse con la hija de un rico
minero, y desde entonces juró en Dios y en su ánima vivir para la venganza. Al
encontrarse aquella noche con Aquilino y acordarle una cita, la fecunda
imaginación de la mujer trazó rápidamente su plan. Necesitaba un cómplice, se
acordó del plumario, y he aquí el secreto de su repentina coquetería para con
Fortunato.
Ahora
volvamos al entresuelo.
Entre
los dos reconciliados amantes no hubo quejas ni recriminaciones, sino frases de
amor. Ni una palabra sobre lo pasado, nada sobre la deslealtad del joven que
nuevamente la engañaba, callándola que ya no era libre y prometiéndola no
separarse más de ella. Benedicta fingió creerlo y lo embriagaba de caricias
para mejor afianzar su venganza.
Entretanto
el moscatel desempeñaba una función terrible. Benedicta había echado un
narcótico en la copa de su seductor. Aquí cabe el refrán: «más mató la cena que
curó Avicena».
Rendido
Leuro al soporífico influjo, la joven lo ató con fuertes ligaduras a las
columnas de su lecho, sacó un puñal, y esperó impasible durante una hora a que
empezara a desvanecerse el poder del narcótico.
A las
doce mojó su pañuelo en vinagre, lo pasó por la frente del narcotizado, y
entonces principió la horrible tragedia.
Benedicta
era tribunal y verdugo.
Enrostró
a Aquilino la villanía de su conducta, rechazó sus descargos y luego le dijo:
-¡Estás
sentenciado! Tienes un minuto para pensar en Dios.
Y con
mano segura hundió el acero en el corazón del hombre a quien tanto había
amado...
El
pobre amanuense temblaba como la hoja en el árbol. Había oído y visto todo por
un agujero de la puerta.
Benedicta,
realizada su venganza, dio vuelta a la llave y lo sacó del encierro.
-Si
aspiras a mi amor -le dijo- empieza por ser mi cómplice. El premio lo tendrás
cuando este cadáver haya desaparecido de aquí. La calle está desierta, la noche
es lóbrega, el río corre en frente de la casa... Ven y ayúdame.
Y para
vencer toda vacilación en el ánimo del acobardado mancebo, aquella mujer, alma
de demonio encarnada en la figura de un ángel, dio un salto como la pantera que
se lanza sobre una presa y estampó un beso de fuego en los labios de Fortunato.
La
fascinación fue completa. Ese beso llevó a la sangre y a la conciencia del
joven el contagio del crimen.
Si hoy,
con los faroles de gas y el crecido personal de agentes de policía, es empresa
de guapos aventurarse después de las ocho de la noche por la Alameda de Acho,
imagínese el lector lo que sería ese sitio en el siglo pasado y cuando sólo en
1776 se había establecido el alumbrado para las calles centrales de la ciudad.
La
obscuridad de aquella noche era espantosa. No parecía sino que la naturaleza
tomaba su parte de complicidad en el crimen.
Entreabrióse
el postigo de la casa y por él salió cautelosamente Fortunato, llevando al
hombro, cosido en una manta, el cadáver de Aquilino. Benedicta lo seguía, y mientras
con una mano lo ayudaba a sostener el peso, con la otra, armada de una aguja
con hilo grueso, cosía la manta a la casaca del joven. La zozobra de éste y las
tinieblas servían de auxiliares a un nuevo delito.
Las dos
sombras vivientes llegaron al pie del parapeto del río. Fortunato, con su
fúnebre carga sobre los hombros, subió el tramo de adobes y se inclinó para
arrojar el cadáver.
¡Horror!...
El muerto arrastró en su caída al vivo.
Tres
días después unos pescadores encontraron en las playas de Bocanegra el cuerpo
del infortunado Fortunato. Su padre, el conde de Pozosdulces, y su jefe, el
marqués de Salinas, recelando que el joven hubiera sido víctima de algún
enemigo, hicieron aprehender a un individuo sobre el que recaían no sabemos qué
sospechas de mala voluntad para con el difunto.
Y
corrían los meses y la causa iba con pies de plomo, y el pobre diablo se
encontraba metido en un dédalo de acusaciones, y el fiscal veía pruebas clarísimas
en donde todos hallaban el caos, y el juez vacilaba, para dar sentencia, entre
horca y presidio.
Pero la
Providencia, que vela por los inocentes, tiene resortes misteriosos para hacer
la luz sobre el crimen.
Benedicta,
moribunda y devorada por el remordimiento, reveló todo a un sacerdote,
rogándole que para salvar al encarcelado hiciese pública su confesión; y he
aquí cómo en la forma de proceso ha venido a caer bajo nuestra pluma de
cronista la sombría leyenda de la Gatita de Mari-Ramos.