Primero de enero, 53 años después
Mario J. Viera
ENGLEWOOD, Florida, enero, www.cubanet.org -“Es de noche en Santiago
de Cuba. No cabe ni un alma más en el parque Céspedes y sus alrededores. Por
primera vez, en mucho tiempo, se respira un aire diferente en la indómita
ciudad”, así se inicia un fragmento tomado del libro de crónicas
“Caravana de la Libertad”, de los autores pro castristas Luis Báez y
Pedro de la Hoz y que Granma reprodujo en su edición del 31 de diciembre. Se
narraba la presentación de Fidel Castro en el Ayuntamiento santiaguero aquel ya
lejano primero de enero.
Era de noche, cierto, cual presagio para el futuro de Cuba, el momento de la
proclamación de la victoria rebelde. Castro aparecía solemne ante el clamoroso
público que le ofrecía los laureles del triunfo. Aquellos laureles se
convertirían en corona de espinas colocada sobre la frente de todos los
cubanos.
La adulonería de los dos autores se encumbró ensalzando la figura de aquel
caudillo de las montañas orientales: “Es Fidel Castro Ruz, el principal
gestor de la hazaña del Moncada, el héroe de la Sierra Maestra. Ya no se dirán
más sus apellidos en el trato de los cubanos hacia él”.
El pueblo le llamaría solo por su nombre, como si fuera el familiar cercano,
el amigo de todos: FIDEL. Un nombre simbólico que etimológicamente significa
FIEL. ¿Fiel? La historia mostraría que el ídolo solo sería fiel a su acendrado
narcicismo; mas, en aquel momento, era la figura principal de la resistencia
contra la dictadura de Fulgencio Batista.
Circunstancias especiales y dramáticas le habían permitido ascender hasta la
posición de jefe indiscutible de la revolución. No existía otro líder que le
restara gloria. Emergía sin oposición y cubierto con la piel de oveja de la
democracia para ocultar el lobo totalitario que ya había germinado en sus planes
para el futuro. La inmensa mayoría de la población creyó en él y le veía como el
nuevo Mesías, tal vez como un Quijote cuerdo o como una versión moderna de Robin
Hood cuando en realidad él se veía a sí mismo como una edición mejorada y
ampliada de Benito Mussolini, el hombre al que, desde su temprana juventud, más
había admirado.
Tras el desastre del asalto al palacio presidencial y la desaparición física
de los principales dirigentes del Directorio Revolucionario sus miembros
sobrevivientes continuarían luchando contra Batista uniéndose al Movimiento 26
de Julio. La figura que le hacía sombra al caudillismo de Fidel Castro sin duda
era José Antonio Echeverría, un hombre joven, estudiante de arquitectura de
definida convicción católica y por ende de formación anti comunista. Su muerte
permitiría a Castro convertirse en el punto de referencia del liderazgo
insurgente.
Muerto en circunstancias no muy claras, Frank País, bautista convencido y
practicante y líder del Movimiento 26 de Julio del “llano” le daría a Fidel
Castro la posibilidad de unificar a todo el movimiento insurreccional tanto en
las montañas como en el llano bajo su mando absoluto, posición que consolidó
tras la fracasada Huelga del 9 de abril, un movimiento que él sabía condenado
al fracaso pero al que apoyó sabiendo que le facilitaría el control de todo el
movimiento de oposición beligerante. Su fina astucia no le fallaba.
Hábil para los efectos sensacionalistas, alcanza primero destaque
internacional tras la entrevista que en febrero de 1957 le concediera en plena
Sierra Maestra al periodista del New York Times, Herbert L. Matthews quien le
mostraría como el nuevo Robin Hood. Posteriormente lanzó la ya famosa invasión
al occidente del país, fríamente calculada para, adicto a la historia,
reproducir la invasión de Maceo y Gómez al Occidente del 22 de octubre de 1895
hasta el 22 de enero de 1896 con el envío de dos columnas rebeldes hacia el
occidente en agosto de 1958.
Para esa fecha las tropas fieles a Batista estaban desmoralizadas y muchos de
sus oficiales habían pactado en secreto con los guerrilleros de la sierra
Maestra y con los alzados en las montañas del Escambray en la región central de
la isla. Castro conocía esto perfectamente. Esto explica como dos pequeños
grupos de guerrilleros malamente equipados pudieran atravesar a pie la extensa
provincia de Camagüey, cuya geografía es plana en general y con pocas
elevaciones como la Sierra de Cubitas. Enormes sabanas con escasa vegetación
boscosa y abundantes praderas de crianza de ganado vacuno. Es inaudito que, de
no ser por la complicidad de los oficiales del ejército regular, las dos
columnas no hubieran sido aniquiladas por la fuerza aérea y el ataque combinado
de fuerzas de tierra.
Al decretar el gobierno de Estados Unidos el embargo de armas a Cuba y
conocedor Batista de las traiciones de los altos oficiales del ejército que
provocaron la derrota de Santa Clara y el descarrile del tren blindado, cuyo
jefe había pactado la rendición con los guerrilleros del Segundo Frente Nacional
del Escambray, más la conspiración del general Eulogio Cantillo con el jefe de
las guerrillas orientales y los contactos del jefe del ejército general
Tabernilla con la embajada de Estados Unidos, cuyo embajador ya le había
advertido que Washington quería evitar más derramamiento de sangre y sugerido
que presentara su dimisión, aceptó renunciar y marchar al exilio.
Al hacerse pública la renuncia de Fulgencio Batista el entusiasmo popular fue
gigantesco. Habían concluido 6 años, 8 meses y 21 días de un gobierno que no
contaba con las simpatías populares y se había extremado en la represión a los
grupos conspiradores. La población se sentía jubilosa por el fin de una etapa de
sangrienta guerra civil y buscaba la paz social.
Castro emergía como la gran esperanza de cambios, como el justiciero. Ahíto
de fervor revolucionario el pueblo se hizo cómplice, al grito de “¡Paredón!”, de
la orgía de sangre que implantara el nuevo poder con los fusilamientos masivos
de oficiales y miembros de la policía y del ejército que apoyaron a la dictadura
batistiana.
Aquel primero de enero no fue el proclamado por el Granma “primer día de la
libertad” sino la alborada de 53 años de una fiera, intolerante y ruinosa
dictadura, el fin de todas las libertades ciudadanas, la conversión de todo el
país como feudo privado de la élite gobernante, transformado en una enorme
cárcel de la que todos quieren escapar y el inicio de la diáspora cubana con su
largo, angustioso y nostálgico exilio.
En este primero de enero, aquel caudillo joven, de ardoroso discurso,
poseedor de un indiscutible carisma es solo la triste sombra de un viejo
achacoso y enfermo que ve impotente y ya si voz como su sistema estalinista se
va desmantelando poco a poco hasta que finalmente, por imperativo histórico
desaparezca para dar paso a un nuevo comienzo, un renacer de la sociedad
cubana.