27 de enero de 2012

LA MORENA DE LA COPLA Y JULIO ROMERO DE TORRES


La Morena de la Copla

Julio Romero de Torres
pintó  a la mujer morena
con los ojos de misterio
y el alma llena de pena...

Lo que sigue es una crónica publicada en el madrileño diario "El Mundo" hace ya casi diez años. Cobra actualidad e interés, porque precisamente ayer se reabrió en Córdoba, luego de una larga y exitosa reparación, el Museo Julio Romero de Torres, el pintor cordobés que plasmó en lienzo a "la morena de la copla".
 
 Mucho antes de esa crónica, España entera se sabía de memoria el rostro de esta morena que a todos miraba a diario desde los arrugados billetes de cien de "las antiguas pesetas". Mientras, la otra España que cantara Mocedades, la del otro lado del charco, también la conocía y la llevaba de boca en boca en la música de un alegre y españolísimo pasodoble. 
 
La crónica que publicó "El Mundo" en aquel septiembre de 2001 iba dedicada a una bella anciana cercana a ser nonagenaria: María Teresa López, que había sido, ni más ni menos, la "chiquita piconera", una de aquellas morenas eternizadas por el pincel de Romero de Torres, y la que posó para él en su último y más famoso cuadro. Dejo al cronista del "El Mundo", Juan Carlos de la Cal, que nos cuente su historia.  

"...En la habitación 216 de un asilo andaluz, la morena de la copla, la reina de las mujeres, la del bordado mantón, la del clavel español, la que prestó su rostro a los casi 1,000 millones de billetes de 100 pesetas en la posguerra, apura el fin de su existencia perseguida por sus recuerdos, con el único consuelo de las afanosas monjitas, encargadas de cuidar a la penúltima modelo viva que queda de las decenas que se prestaron voluntariamente para ser retratadas a principios del siglo pasado por el inmortal pintor cordobés Julio Romero de Torres.
 
Y sin duda, María Teresa López es la más famosa de todas. Ella es la "la chiquita piconera", la adolescente que se calienta los pies en un brasero lleno de trozos de carbón; la "Funesanta" que nos miraba a todos desde aquellos billetes de banco marrones; la mujer morena de la copla y blanco de todas las maledicencias populares de aquella España perdedora y castigadora de sus ídolos.
 
Aunque la edad haya ajado su memoria y su cabello sea blanco, su presencia permanece intacta, posando para las fotos serenamente, sin apenas un movimiento, como le gustaba al pintor tenerla por la tardes en su estudio hace más de 70 años.
 
La primera luz que vio aquel día de 1913 fue la del rancho que su padre, Inocencio, tenía en la cercanías de Buenos Aires. Hasta allí había llegado en compañía de su esposa Teresa a "hacer las americas", como se decía entonces, e invertir la sustanciosa cantidad de dinero que había heredado de su familia. La Primera Guerra Mundial acabó con la prosperidad del país sudamericano y la familia volvió a su tierra natal cuando nuestra protagonista acababa de cumplir los siete años.
 
Se instalaron en la casa de su abuela paterna, en el castizo barrio cordobés de San Pedro, no muy lejos de la Plaza del Potro, donde Julio Romero de Torres, -ya un pintor consagrado- tenía unidas su casa y su estudio. 
 
La relación entre las dos familias no tardó en nacer -las dos eran clanes de señoritos, y la cándida belleza de María Teresa -delgadita, morena, con grandes ojos negros que le hacían parecer mayor- no pasó inadvertida para el pintor, obsesionado por plasmar en sus lienzos a toda mujer -o proyecto de mujer- que cumpliera con los cánones iconográficos de sus críticos y clientes. Una tarde de  invierno, a los pocos meses de llegar a Córdoba, Margarita, la mandadera que servía en casa de los Romero, cogió a Teresa de la mano y se la llevó directamente al estudio de Julio. «Vamos, niña, que te voy presentar  un señor muy importante, amigo de tu padre, que te quiere conocer», le dijo a modo de introducción. «Eres muy guapa. Ven las tardes que puedas si quieres que te pinte» le dijo él sin más preámbulos. Le pagaba tres pesetas por sesión, por quedarse inmóvil durante horas.
 
Y así fueron pasando los años, Julio estaba la mayor parte del tiempo en Madrid y sólo volvía a Córdoba en fechas señaladas para estar junto a su familia y pintar a sus "modelos fijas". María Teresa era una de ellas. En cada encuentro el pintor le decía: «¡Cómo has crecido, niña!» y la llamaba para posar todas las tardes que pudiera.

Pero un día, el hombre se dio cuenta que "la niña" había crecido demasiado y su fascinación por ella empezó a transformarse en ese oscuro objeto de deseo que asola a los hombres maduros y mujeriegos. «Un verano noté que estaba nervioso. Entonces llegaba hasta mí y me estrujaba tanto que me hacía daño. Yo no me encontraba a gusto a pesar de que todavía era una niña y no sospechaba la razón de esos extraños abrazos.  De repente un día me propuso que me fuese a Madrid y que él me colocaba como modelo fija o de corista en algunas compañías de esas de variedades que tanto gustaban en la época.  Como no sabía de lo que hablaba no le hice caso. Pero empecé a tomarle miedo. Cuando nos quedábamos solos yo temblaba y estaba deseando que llegase alguien de la familia. No sabía por qué, pero no me gustaba..» cuenta la propia María Teresa en unas memorias manuscritas inéditas a las que ha tenido acceso Magazine.
 
El acecho real comenzó cuando la muchacha había cumplido ya los 14 años. «Conforme pasaba el tiempo me fui dando cuenta de lo que verdaderamente quería de mí. A partir de ese momento y hasta su muerte, tres años después, casi no pintó a otras porque estaba obsesionado por poseerme. Por eso me pintaba una y otra vez, a ver si había una ocasión y a la fuerza lo conseguía. Cada vez que nos quedábamos solos me atacaba como un loco. Muchos días me rompió los tirantes de la combinación cuando salía corriendo del estudio... no me atreví a decírselo a mi padre para evitar el escándalo, porque él tenía negocios con el hermano de Julio, Enrique, y seguí acudiendo a posar, rezando para que su familia no lo dejase solo conmigo.
 
Afortunadamente creo que su mujer se dio cuenta de algo y siempre estaba al acecho, entrando al estudio con cualquier disculpa y poniéndole a él de mal humor», continúa narrando María Teresa en su memorias.
 
En 1929 los médicos le diagnosticaron al pintor una grave dolencia hepática. Las malas lenguas dicen que una cirrosis fruto de sus insaciables correrías durante su vida bohemia- y Julio Romero de Torres decidió regresar a Córdoba para tratar de recuperar la salud al cuidado de su familia.  Sus postreros cuadros, entre ellos el de "La Chiquita Piconera" -el último de toda su extensa obra-, los pintó prácticamente en su dormitorio, el único lugar en el que  no se atrevió a acosar a su adolescente musa. La obra, considerada por los críticos como el testamento pictórico del artista cordobés, la concluyó entre enero y febrero de 1930, tres meses antes de su muerte, acaecida el 10 de mayo a los 55 años.
 
Desde su juventud, Julio Romero de Torres se ganó una merecida fama de seductor y mujeriego.... Con estos antecedentes, no es difícil entender cómo la estrecha moral de la época sacó punta al peor de sus estigmas y empezaron a circular todo tipo de chascarrillos sobre las relaciones amorosas del pintor con sus modelos....  «Ser la modelo del pintor me amargó la vida», afirma María Teresa. «Hasta mi padre me pegó un día al llegar a casa harto ya de tantas murmuraciones, y poco menos que acusándome de haberme acostado con él.
 
A pesar de haber ilustrado cientos de millones de billetes de banco, María Teresa López sólo recibe una pequeña pensión contributiva del Estado, que apenas sirve para subvencionar su estancia en la Residencia... No reniega de su fama -sus memorias las firma como "La Chiquita Piconera"- porque ése es el único honor que le queda de una vida llena de contratiempos por algo que nunca hizo: convertirse en la amante adolescente de un pintor al que le gustaban demasiado las modelos  a las que retrataba. Por ello, María Teresa López, la mujer morena, la de los billetes de 100 pesetas, la de la copla, reivindica su lugar en la Historia»

María Teresa López falleció el 23 de mayo de 2003. 

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