Arquitectura de la urgencia
Yoani Sánchez
En la madrugada quitaron los primeros ladrillos de la tapia exterior, para venderlos –cada uno– a tres pesos en el mercado negro. Como una legión de hormigas, los más pobres de la zona tomaron la vieja fábrica clausurada y comenzaron a desmontarla. En la esquina unos niños vigilaban por si la policía se acercaba, mientras los padres cernían el residuo de los escombros para extraer recebo. Las hábiles manos tumbaban durante el día y acarreaban en la noche, esos materiales de construcción que les permitirían levantar sus propias casas. Después de tres semanas, de las enormes naves techadas sólo quedaban el suelo y unas columnas que se erguían en el vacío. Todo lo que se podía usar había sido trasladado hacia territorio de necesidades, había pasado a fomentar la arquitectura de la urgencia.
En una isla donde adquirir cemento, bloques o acero es comparable a conseguir un poco de polvo lunar, destruir para edificar se ha convertido en una práctica común. Hay especialistas en sacar intacto un ladrillo de barro después de ochenta años incrustado en una pared, peritos en despegar los azulejos de una mansión demolida y diestros “deconstructores” que extraen las vigas de metal de los derrumbes. Usan lo rescatado para crear su propio espacio habitable, en un país en el que nadie puede comprar –legalmente– una casa. Sus “canteras” principales son aquellas viviendas que se han venido abajo o los centros laborales que la desidia estatal abandona durante largos años. Caen sobre ellos con una eficiencia en el despojo que ya quisieran tener los adormilados albañiles que laboran por un salario.
Entre estos diestros recicladores, algunos han muerto al desplomarse un techo o al caer un muro que habían agujereado demasiado en su base. Pero de vez en cuando la suerte también les sonríe y encuentran una taza de baño sin rajaduras o un tomacorriente que –en la prisa– los dueños de la casa derruida no pudieron llevarse. A kilómetros del sitio del saqueo, una pequeña morada de lata y zinc comienza a cambiar lentamente. Le han añadido las baldosas del edificio que se desplomó en Neptuno y Águila, un pedazo de la reja exterior del palacete abandonado en la calle Línea y hasta un vitral arrancado de un convento en la Habana Vieja. Dentro de este hogar, fruto del pillaje, una familia –igual de saqueada por la vida– sueña con la próxima fábrica que desmantelarán y cargarán sobre sus hombros.
Yoani Sánchez, Generación Y
http://desdecuba.com
Ilustracion: Google.
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En la madrugada quitaron los primeros ladrillos de la tapia exterior, para venderlos –cada uno– a tres pesos en el mercado negro. Como una legión de hormigas, los más pobres de la zona tomaron la vieja fábrica clausurada y comenzaron a desmontarla. En la esquina unos niños vigilaban por si la policía se acercaba, mientras los padres cernían el residuo de los escombros para extraer recebo. Las hábiles manos tumbaban durante el día y acarreaban en la noche, esos materiales de construcción que les permitirían levantar sus propias casas. Después de tres semanas, de las enormes naves techadas sólo quedaban el suelo y unas columnas que se erguían en el vacío. Todo lo que se podía usar había sido trasladado hacia territorio de necesidades, había pasado a fomentar la arquitectura de la urgencia.
En una isla donde adquirir cemento, bloques o acero es comparable a conseguir un poco de polvo lunar, destruir para edificar se ha convertido en una práctica común. Hay especialistas en sacar intacto un ladrillo de barro después de ochenta años incrustado en una pared, peritos en despegar los azulejos de una mansión demolida y diestros “deconstructores” que extraen las vigas de metal de los derrumbes. Usan lo rescatado para crear su propio espacio habitable, en un país en el que nadie puede comprar –legalmente– una casa. Sus “canteras” principales son aquellas viviendas que se han venido abajo o los centros laborales que la desidia estatal abandona durante largos años. Caen sobre ellos con una eficiencia en el despojo que ya quisieran tener los adormilados albañiles que laboran por un salario.
Entre estos diestros recicladores, algunos han muerto al desplomarse un techo o al caer un muro que habían agujereado demasiado en su base. Pero de vez en cuando la suerte también les sonríe y encuentran una taza de baño sin rajaduras o un tomacorriente que –en la prisa– los dueños de la casa derruida no pudieron llevarse. A kilómetros del sitio del saqueo, una pequeña morada de lata y zinc comienza a cambiar lentamente. Le han añadido las baldosas del edificio que se desplomó en Neptuno y Águila, un pedazo de la reja exterior del palacete abandonado en la calle Línea y hasta un vitral arrancado de un convento en la Habana Vieja. Dentro de este hogar, fruto del pillaje, una familia –igual de saqueada por la vida– sueña con la próxima fábrica que desmantelarán y cargarán sobre sus hombros.
Yoani Sánchez, Generación Y
http://desdecuba.com
Ilustracion: Google.
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