4 de octubre de 2009

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Estampas costumbristas

Hablando inglés


Emilio A. Cosío

Hay quienes saben hablar inglés. Y quienes se creen que saben. Para determinar la diferencia de manera definitiva, grávate y sobre todo, escúchate. La prueba puede ser devastadora para tu ego. Porque la electrónica, como los espejos, no se anda con miramientos. Y probablemente vas a descubrir que hablas como un afgano. Yo estoy en esa categoría. Y cada vez que me olvido, me saca del error un «pardon me» o un «I beg your pardon», que me recuerda que los americanos no han entendido nada. Y es que la mayoría d los cubanos exiliados somos cotorras viejas. Que ni hemos aprendido ni aprenderemos jamás a pronunciar correctamente el inglés.

Y como somos unos lengüi sueltos indisciplinados, en esta situación no tenemos control de la lengua. Ni para hablar inglés ni para callarnos. Por lo que seguiremos hablando suene como suene. Y al que no le guste, que aprenda español. Y para evitar conflictos, que nadie le diga a un Shakespeare cubano que su inglés suena «funny». Los americanos son muy «polites» y callan. Pero solían tirar la aplicación de trabajo al cesto. Hoy en día ya no lo hacen. Porque somos muchos los sarracenos… y como decían de ellos sus enemigos que «Dios protegía a los malos cuando eran más que los buenos».


En Cuba el mago del inglés era Jorrín. Hizo dos libros que servían para que un catedrático se ganara la vida en el instituto tomándonos involuntariamente el pelo. Enseñándonos que Mary era una niña y Tomasito un niño. Y resulta que cuando llegamos aquí no conocimos a nadie que se llamara así para poder practicar. Cuando desembarqué le solté una parrafada a un americano, que lo dejé loco. El americano me viró la espalda y al poco rato regresó con un mejicano que se parecía a Pancho Villa y hablaba un inglés tan cayuco como el mío. Y lo que hizo como intérprete fue formar tremendo enredo.

Por fin vinieron dos tipos muy bien plantados que hablaban el español mejor que yo. Eran dos agentes de FBI y me hicieron un millón de preguntas. Que era, en primer lugar, lo que el aduanero había querido advertirnos. No tenía yo a Jorrín a la mano, pero si llego a agarrarlo aquella noche lo mato. Otra víctima de Jorrín me contó que pidió un mapa en una estación d gasolina de Carolina del Norte y le trajeron un trapeador. Dice que el americano se cruzó de brazos y se puso a ver qué hacía con el «mop».


La realidad de su ignorancia llega poco a poco al esforzado políglota cubano. Como cuando pronunciaba las ies como ai. Por eso, para probar que estaba haciendo lo correcto, le soltó a un americano un Masiaisaipai (Mississippi) que partía el alma. Y lo peor del caso es que este cubano todavía cree de veras que es todo un erudito de la lengua.

Con el inglés del cubano se pudiera escribir una Antología del Desengaño Idiomático. Nuestras meteduras de pata sólo se comparan con el español de los turistas americanos en Cuba: del que hacíamos chistes burlándonos. Aquí ellos nos consideran más o menos unos retardados mentales, porque piensan que lo lógico es que todo el mundo y su abuela conozcan y hablen inglés. Y no se explican otra cosa. Pero no nos dejan ver lo que piensan. Que es seguramente lo mismo que pensábamos en Cuba de los polacos y de los chinos. A quienes menospreciábamos porque hablaban mal el español. Y no parecían muy listos. Y hasta decíamos que «cualquier cosa es la mujer de un chino». Y ahora aquí, los chinos somos nosotros. Y causamos la misma impresión que nos causaban ellos en Cuba.

Con gente así no querían nada los americanos. Lo que explica que se pasaran treinta años viviendo en un central en Cuba y no aprendieran ni una papa de español. Y matriculaban sus hijos en los colegios americanos exclusivos para ellos. Y para hablar con ellos había que buscarse un machetero jamaiquino en el batey pedirle que nos tradujera. Y explica también que insistían en pasar una ley haciendo obligatorio el inglés en el Estado de la Florida. Y lo que vamos a pasar en la legislatura cuando tengamos algunos Pepitos más en ella, es la oficialización del Spanglish como lengua estatal. Y pasaremos el examen de naturalización en nuestro florido invento lingüístico.

Yo aprendí mis primeras palabras en inglés el día que regalé un alicate nuevecito a un H.P. americano –que de que los hay, los hay-, sin saber que se lo estaba regalando. No entendía lo que me decía al despedirse, pero lucía como agradecido. El era mi jefe en la factoría que yo trabajaba y cuando le pedí que me devolviera el alicate, no me entendió. Busqué un intérprete y entonces fue que supe que decía que yo se lo había regalado y que no me lo iba a devolver. Si eso no fue un atropello de la oligarquía al proletariado, yo quiero que alguien me diga qué es lo que fue. De ahí en adelante no presté nada más. Algún tiempo después se descuidó y aproveché la oportunidad de «recuperar» mi alicate. Espero que Dios no me mande al infierno con «una pata jorobá» como al que «quita y da».

Andando los años, aprendí a comunicarme con una parte de los americanos, pero no con todos, Fue debido a la posición que ocupé en el sistema penitenciario del Estado de Carolina del Sur, como supervisor de bibliotecas. Hoy en día puedo sostener una fluida conversación en inglés, o como se llame, con un americano, siempre que sea en la jerga del criminal negro americano que predominaba en esas prisiones. Y con el acentuado acento sureño además. Había que ver la cara de los americanos blancos cuando les soltaba una parrafada en la nueva lengua. Estoy seguro que sospecharían que yo no era sino un afroamericano desteñido. Eso nunca me preocupó, pero tampoco me ayudaba mucho. Y si hubieran visto a mis pequeñas hijas, ya no hubieran sospechado. Lo habrían confirmado. Pues una tarde al regresar del trabajo encontramos que la niñera negra que las cuidaba las había peinado con trencitas y papelitos. Se llamaba Frances y las niñas la adoraban. Siempre la recordaremos con cariño.

Nunca había hallado explicación a aquello de que «cotorra vieja no aprende a hablar». Ahora ya lo sé. Es la lengua. Hay que ponerla como una semilla de marañón para que el sonido salga como debe salir. Por la nariz. Al mismo tiempo no se debe abrir la boca. Losdientes deben permanecer unidos. Como el que quiere lucir su dentadura postiza. Al principio puede ser que no salga perfecto, como le pasa a Henry Kissinger, que suena como King Kong. Pero con tiempo y paciencia podrá hacerse entender. Por cualquier turco.

El problema d no saber hablar inglés da lugar a muchas situaciones molestas. La más grave para el machote padre cubano es la descaracterización que sufre en el hogar, en el que ha pasado de maestro sabelotodo a alumno retardado. Corregido por los hijos pequeños cada vez que se le ocurre abrir la boca para practicar su inglés. Y no la abre sin meter la pata. Y lo peor es que nuestros hijos parece que nos están cazando. Como me hizo una niñita de siete años en una comida a la que fui invitado a su casa en la Habana. Sirvieron sopa. Incliné un tanto la cabeza para tomar la cucharada y la niña me gritó: Emilio, «se lleva la cuchara a la boca, no la boca a la cuchara.» Nunca he olvidado la lección. Ni la sopa. Ni a la niña. ¡Qué espontaneidad! Y por recordar la lección, ahora se me cae siempre la sopa en el vientre.

Allá por los años sesenta el English Center fue la esperanza de los cubanos para aprender inglés. Aquello parecía un asilo. Por la cantidad de alumnos viejos que asistían. Todos eran cotorras viejas. Que no creo que hayan aprendido nada. Para algunos nuestros maestros aprendieron a hablar español.

En Cuba sólo solían hablar inglés los que habían estudiado en el Norte, como solíamos decir, o en colegios americanos creados al efecto. También solían hablarlo lo choferes de turistas, los bartenders y los empleados d hoteles. Los demás nos arreglábamos con «hi», «hello», «good morning» y «good night». Más o menos el vocabulario básico de una cotorra bilingüe. También lo hablaban algunos turistas de 30 días en Miami que regresaban a su pueblo pidiendo bananas en la venduta. Como el que me contaron de uno que en Holguín le pidió bananas al vendutero y éste le envolvió un ñame.

Era común en los cubanos el crearse un cartelito por cualquier cosa. El que hablaba inglés se creaba un cartelito de culto y bien preparado. Esto le servía a los más listos para vivir del cuento y a los comequeques para darse lija. Lo que nunca imaginó el cubano era que algún día tendría que aprenderlo por necesidad. Hubiera sido totalmente imposible imaginar a un guagüero de la ruta 28 hablando inglés. Que es prácticamente lo mismo que imaginar a un barbero de campo estudiando anatomía. Para hacer lo mismo que ellos resolvían en Cuba poniéndole una güira en la cabeza al cliente y pasando la maquinita por abajo. Y el pelado quedaba igualito que un monje medieval.

Lo que si podemos asegurar es que, a pesar de las dificultades con el idioma, el cubano se comunicará siempre. Como sea. Porque callado no se va a quedar. Y nos entenderemos con los americanos en Spanglish. O por señas y apretando teclas. Como el mono KOKO.

Emilio A. Cosío Romeu nació en Camagüey. Se graduó de abogado en la Universidad de La Habana y ejerció la profesión brillantemente. Emprendió el camino del exilio con su esposa y sus dos hijas y vivió las experiencias difíciles que todos recordamos como propias. Ahora que vivimos saboreando recuerdos, Emilio se ha propuesto envolverlos en una sonrisa. Recuerdos del exilio y de lo que vivió y vio en Cuba en su Camagüey provinciano -ciudad o campo-, en sus años de irreverente estudiante universitario o en su constante trajinar por juzgados y precintos. adg

Emilio A Cosío
De su libro «Estampas Cubanas»

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