La expulsión de los sacerdotes de Cuba
Un retiro en el mar
Por Mons. Agustín A. Román
Especial para DIARIO LAS AMÉRICAS
Al celebrarse este 15 de mayo cincuenta años de la ordenación episcopal del Padre Obispo Mons. Eduardo Boza Masvidal como Auxiliar de la Arquidiócesis de La Habana, y ver cómo lo recuerdan aquellos que lo conocieron y a través de ellos los que sin conocerlo lo admiran, me he movido a escribir este artículo sobre el injusto destierro del cual soy testigo.
Cuando entramos en el barco descubrimos que había otros sacerdotes de distintos lugares de la Isla que habían llegado primero. No sabían por qué les habían llevado allí ni a dónde irían. También yo me hice la misma pregunta.
Entre los días 14 y 17 de septiembre de 1961 fuimos llegando hasta completar el número de 131 sacerdotes de las seis diócesis que había entonces en Cuba. En esa época la persecución contra la Iglesia fue dura de parte del gobierno. Teníamos 700 sacerdotes para atender a seis millones de fieles. Desde los años ’60 las expulsiones de sacerdotes comenzaron con la excusa de que eran extranjeros. El plan era limitar el clero a 200 sacerdotes con lo cual, según pensaban ellos, se debilitaría la Iglesia hasta extinguirse. Nosotros caímos en el último grupo.
Nos habíamos propuesto no salir, para acompañar al pueblo al que queríamos servir espiritualmente. Nos sacaban en las noches sin decirnos a dónde íbamos, aprovechando que los fieles no podrían despedirnos. Nos preguntábamos en aquel barco a medida que íbamos llegando ¿Qué habíamos hecho para merecer el destierro si éramos tan cubanos como los que nos expatriaban? No pudimos llevar el pasaporte, los que lo teníamos, ni ningún objeto. Sólo contábamos con la ropa que llevábamos puesta.
El Capitán del barco, que era todo un caballero, nos recibía con hospitalidad dentro de nuestra incertidumbre. No podía ofrecernos un camarote donde descansar porque no tenía; ya el barco estaba lleno de pasajeros que venían de México y Centro América y hacía su parada en La Habana para recoger a los de Cuba. Gracias que se nos dio una frazada a cada uno para que durmiéramos en las bodegas. Allí comprendimos la importancia de una cama, de un jabón de baño, pasta y cepillo de dientes, una cuchilla para afeitarnos y la ropa para cambiarnos. Nada teníamos.
Las horas pasaban hasta el día 17 preguntándonos si nos permitirían quedarnos o partiríamos al exilio. Al mediodía vimos a través de las ventanas a dos sacerdotes con sotana que los milicianos armados traían. Lo hacían como si fueran delincuentes. Al llegar los reconocimos: era el Padre Obispo Mons. Eduardo Boza Masvidal acompañado del padre Agnelio Blanco, su fiel compañero. Los esperaba el Encargado de Negocios de la Embajada de España, Don Jaime Capdevila quien, con un gesto reverente, le daba la bienvenida besándole el anillo episcopal a aquel que le entregaban con desprecio.
Al subir al barco, en lo alto de la escalerilla y antes de entrar, el Obispo se viró hacia los milicianos y les dio la bendición. ¡Qué contraste… los cubanos milicianos lo entregaban con odio y el extranjero lo recibía con amor hospitalario! Alguien dijo: “Al galletazo le respondió con el beso de la caridad”. Al hacer su entrada en el barco se le recibió con un gran aplauso. Recordé entonces la frase del Señor: “Bienaventurados los perseguidos por hacer lo que es justo”. Su sotana y su ropa pedían limpieza. Venía de la prisión del G2 donde había permanecido varios días detenido. Su rostro estaba cansado por los intensos interrogatorios cuando lo despertaban tarde en la noche y lo llevaban a habitaciones con temperaturas sumamente frías.
La sirena del barco sonó avisando la salida y rápidamente, todos en sotana y con muchos de los pasajeros, subimos a cubierta desde donde veíamos a los que se acercaban al muro del malecón a despedirnos. Cantaban ellos y les acompañábamos nosotros, el himno “Tu reinarás…” Así, con lágrimas en los ojos, para el Obispo y para nosotros fue desapareciendo Cuba en el horizonte con la esperanza de un regreso rápido.
En aquella primera noche Mons. Boza, como el Buen Pastor, organizó el viaje para que sacáramos el mayor provecho del mismo. En la mañana y después del temprano desayuno, debíamos encontrarnos en la Capilla para la celebración de la Eucaristía. Como en aquella época no se tenía la concelebración, pedimos al Obispo que él la presidiera y todos participábamos recibiendo a Cristo en la Comunión.
Como en el recorrido encontraríamos un anunciado huracán, el barco tuvo que desviarse, aunque sus consecuencias las sentimos, sufriendo algunos los mareos que les hacían más penosos los días. El Obispo cada día nos predicaba en la Misa, y al comentarnos las lecturas descubríamos la visión de fe del “hombre de Dios” que con su palabra nos fortalecía. Entonces recordábamos las palabras del Sermón del Monte: “Dichosos los que sufren porque serán consolados”. Después llegaba la hora del almuerzo en el que podíamos participar gracias a la generosidad del Capitán, porque ninguno tenía dinero con qué pagar.
La tarde la dedicábamos a orar y reflexionar en un salón en que se nos permitió reunirnos. Allí conocí mejor al Obispo cubano, aunque ya lo había acompañado cuando empezaba yo a soñar con el sacerdocio, sirviéndole en la Misa dominical de la parroquia de Ceiba del Agua en los años ’40. Reflexionábamos sobre el pasado y el presente, y nos atrevíamos a echar una mirada al futuro. Al revisar el pasado encontrábamos deficiencias voluntarias e involuntarias en el trabajo pastoral. Cuántas vivencias misioneras de algunos sacerdotes mayores me despertaban a mí, que tan sólo tenía dos años de haber sido ordenado.
Allí tuvimos la oportunidad de conocer de cerca el dolor de la persecución a la Iglesia al oír la voz de sacerdotes diocesanos y religiosos de todas las diócesis. Habíamos vivido dos años de silencio obligado esperando que aquello cambiara. Durante la exposición de la realidad el Obispo no hablaba, y al final de la tarde abría su corazón con gran equilibrio invitándonos a contemplar aquello a la luz de la fe. Y pensábamos en la frase del Señor: “Dichosos los que trabajan por la paz”. Aquella reflexión la escribimos y hoy se encuentra en el libro “Cor Unum”, que publicó CRECED (Comunidades de Reflexión Eclesial Cubana en la Diáspora) en el año 1993, con motivo de cumplirse 25 años de las reuniones de la Fraternidad del Clero y Religiosos de Cuba en la Diáspora.
En aquel retiro en pleno mar Mons. Boza nos invitaba a pensar en el futuro: aprovechar nuestra experiencia pastoral al servir en cualquier lugar en que nos recibieran, sin olvidarnos de Cuba. Recomendaba el estudio para mejor conocer la Doctrina Social de la Iglesia y la importancia de implementarla a través de un laicado bien formado.
Al atardecer del día 27, al llegar al puerto de la Coruña en España, habíamos terminado el gran retiro donde había nacido la Asociación de Sacerdotes Cubanos de la Diáspora, sin reglamento y tan sólo unidos por el lazo de una gran amistad compartida. Nos avisaron a los pasajeros antes de llegar que preparáramos los equipajes. Nosotros nada teníamos.
Al salir del barco la prensa esperaba a Mons. Boza. Un periodista, asombrado al ver entre tantos pasajeros a 131 sacerdotes expulsados, le dijo al Obispo: “Parece que Dios se ha olvidado de la Iglesia en Cuba” y el Obispo respondió: “No, parece que Dios quiere que la Iglesia en Cuba sea misionera”.
Después de tantos años, al recordar esta frase, creo que en el corazón del Obispo había una respuesta al mandato del Señor: “Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos”. (Mateo 28, 19).
Diario Las Américas, Miami
15 de mayo de 2010
Foto: Google
Especial para DIARIO LAS AMÉRICAS
Al celebrarse este 15 de mayo cincuenta años de la ordenación episcopal del Padre Obispo Mons. Eduardo Boza Masvidal como Auxiliar de la Arquidiócesis de La Habana, y ver cómo lo recuerdan aquellos que lo conocieron y a través de ellos los que sin conocerlo lo admiran, me he movido a escribir este artículo sobre el injusto destierro del cual soy testigo.
Cuando entramos en el barco descubrimos que había otros sacerdotes de distintos lugares de la Isla que habían llegado primero. No sabían por qué les habían llevado allí ni a dónde irían. También yo me hice la misma pregunta.
Entre los días 14 y 17 de septiembre de 1961 fuimos llegando hasta completar el número de 131 sacerdotes de las seis diócesis que había entonces en Cuba. En esa época la persecución contra la Iglesia fue dura de parte del gobierno. Teníamos 700 sacerdotes para atender a seis millones de fieles. Desde los años ’60 las expulsiones de sacerdotes comenzaron con la excusa de que eran extranjeros. El plan era limitar el clero a 200 sacerdotes con lo cual, según pensaban ellos, se debilitaría la Iglesia hasta extinguirse. Nosotros caímos en el último grupo.
Nos habíamos propuesto no salir, para acompañar al pueblo al que queríamos servir espiritualmente. Nos sacaban en las noches sin decirnos a dónde íbamos, aprovechando que los fieles no podrían despedirnos. Nos preguntábamos en aquel barco a medida que íbamos llegando ¿Qué habíamos hecho para merecer el destierro si éramos tan cubanos como los que nos expatriaban? No pudimos llevar el pasaporte, los que lo teníamos, ni ningún objeto. Sólo contábamos con la ropa que llevábamos puesta.
El Capitán del barco, que era todo un caballero, nos recibía con hospitalidad dentro de nuestra incertidumbre. No podía ofrecernos un camarote donde descansar porque no tenía; ya el barco estaba lleno de pasajeros que venían de México y Centro América y hacía su parada en La Habana para recoger a los de Cuba. Gracias que se nos dio una frazada a cada uno para que durmiéramos en las bodegas. Allí comprendimos la importancia de una cama, de un jabón de baño, pasta y cepillo de dientes, una cuchilla para afeitarnos y la ropa para cambiarnos. Nada teníamos.
Las horas pasaban hasta el día 17 preguntándonos si nos permitirían quedarnos o partiríamos al exilio. Al mediodía vimos a través de las ventanas a dos sacerdotes con sotana que los milicianos armados traían. Lo hacían como si fueran delincuentes. Al llegar los reconocimos: era el Padre Obispo Mons. Eduardo Boza Masvidal acompañado del padre Agnelio Blanco, su fiel compañero. Los esperaba el Encargado de Negocios de la Embajada de España, Don Jaime Capdevila quien, con un gesto reverente, le daba la bienvenida besándole el anillo episcopal a aquel que le entregaban con desprecio.
Al subir al barco, en lo alto de la escalerilla y antes de entrar, el Obispo se viró hacia los milicianos y les dio la bendición. ¡Qué contraste… los cubanos milicianos lo entregaban con odio y el extranjero lo recibía con amor hospitalario! Alguien dijo: “Al galletazo le respondió con el beso de la caridad”. Al hacer su entrada en el barco se le recibió con un gran aplauso. Recordé entonces la frase del Señor: “Bienaventurados los perseguidos por hacer lo que es justo”. Su sotana y su ropa pedían limpieza. Venía de la prisión del G2 donde había permanecido varios días detenido. Su rostro estaba cansado por los intensos interrogatorios cuando lo despertaban tarde en la noche y lo llevaban a habitaciones con temperaturas sumamente frías.
La sirena del barco sonó avisando la salida y rápidamente, todos en sotana y con muchos de los pasajeros, subimos a cubierta desde donde veíamos a los que se acercaban al muro del malecón a despedirnos. Cantaban ellos y les acompañábamos nosotros, el himno “Tu reinarás…” Así, con lágrimas en los ojos, para el Obispo y para nosotros fue desapareciendo Cuba en el horizonte con la esperanza de un regreso rápido.
En aquella primera noche Mons. Boza, como el Buen Pastor, organizó el viaje para que sacáramos el mayor provecho del mismo. En la mañana y después del temprano desayuno, debíamos encontrarnos en la Capilla para la celebración de la Eucaristía. Como en aquella época no se tenía la concelebración, pedimos al Obispo que él la presidiera y todos participábamos recibiendo a Cristo en la Comunión.
Como en el recorrido encontraríamos un anunciado huracán, el barco tuvo que desviarse, aunque sus consecuencias las sentimos, sufriendo algunos los mareos que les hacían más penosos los días. El Obispo cada día nos predicaba en la Misa, y al comentarnos las lecturas descubríamos la visión de fe del “hombre de Dios” que con su palabra nos fortalecía. Entonces recordábamos las palabras del Sermón del Monte: “Dichosos los que sufren porque serán consolados”. Después llegaba la hora del almuerzo en el que podíamos participar gracias a la generosidad del Capitán, porque ninguno tenía dinero con qué pagar.
La tarde la dedicábamos a orar y reflexionar en un salón en que se nos permitió reunirnos. Allí conocí mejor al Obispo cubano, aunque ya lo había acompañado cuando empezaba yo a soñar con el sacerdocio, sirviéndole en la Misa dominical de la parroquia de Ceiba del Agua en los años ’40. Reflexionábamos sobre el pasado y el presente, y nos atrevíamos a echar una mirada al futuro. Al revisar el pasado encontrábamos deficiencias voluntarias e involuntarias en el trabajo pastoral. Cuántas vivencias misioneras de algunos sacerdotes mayores me despertaban a mí, que tan sólo tenía dos años de haber sido ordenado.
Allí tuvimos la oportunidad de conocer de cerca el dolor de la persecución a la Iglesia al oír la voz de sacerdotes diocesanos y religiosos de todas las diócesis. Habíamos vivido dos años de silencio obligado esperando que aquello cambiara. Durante la exposición de la realidad el Obispo no hablaba, y al final de la tarde abría su corazón con gran equilibrio invitándonos a contemplar aquello a la luz de la fe. Y pensábamos en la frase del Señor: “Dichosos los que trabajan por la paz”. Aquella reflexión la escribimos y hoy se encuentra en el libro “Cor Unum”, que publicó CRECED (Comunidades de Reflexión Eclesial Cubana en la Diáspora) en el año 1993, con motivo de cumplirse 25 años de las reuniones de la Fraternidad del Clero y Religiosos de Cuba en la Diáspora.
En aquel retiro en pleno mar Mons. Boza nos invitaba a pensar en el futuro: aprovechar nuestra experiencia pastoral al servir en cualquier lugar en que nos recibieran, sin olvidarnos de Cuba. Recomendaba el estudio para mejor conocer la Doctrina Social de la Iglesia y la importancia de implementarla a través de un laicado bien formado.
Al atardecer del día 27, al llegar al puerto de la Coruña en España, habíamos terminado el gran retiro donde había nacido la Asociación de Sacerdotes Cubanos de la Diáspora, sin reglamento y tan sólo unidos por el lazo de una gran amistad compartida. Nos avisaron a los pasajeros antes de llegar que preparáramos los equipajes. Nosotros nada teníamos.
Al salir del barco la prensa esperaba a Mons. Boza. Un periodista, asombrado al ver entre tantos pasajeros a 131 sacerdotes expulsados, le dijo al Obispo: “Parece que Dios se ha olvidado de la Iglesia en Cuba” y el Obispo respondió: “No, parece que Dios quiere que la Iglesia en Cuba sea misionera”.
Después de tantos años, al recordar esta frase, creo que en el corazón del Obispo había una respuesta al mandato del Señor: “Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos”. (Mateo 28, 19).
Diario Las Américas, Miami
15 de mayo de 2010
Foto: Google
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