A 30 años del Mariel
Los que tiraron huevos
Mirta Ojito
"Huevos'' es una de las pocas obras de arte producidas en Cuba que reconoce uno de nuestros traumas nacionales más memorables: el Mariel, el período de cinco meses en 1980 cuando el país, convulso y confundido, expulsó a algunos de sus mejores hijos, y a algunos de los peores, y los envió a Cayo Hueso.
La obra, escrita por Ulises José Rodríguez Febles, nacido en Cárdenas, Matanzas, en 1968, rompe el silencio oficial casi total que en Cuba ha envuelto al Mariel durante 30 años. (La revista Temas condujo un panel el 29 de abril al que asistieron más de 100 personas, según me cuenta Rafael Hernández, director de la revista, desde Cuba). Ha habido otros intentos artísticos, pero no han trascendido.
¿Por qué el silencio? Quizá porque, desde el punto de vista de Cuba, no hay nada bueno que recordar, nada que celebrar. El Mariel fue la primera vez desde 1959 que el pueblo cubano votó masivamente, aunque fuera con los pies. Nosotros --poetas, pioneros, secretarias, actores y camioneros-- optamos por irnos en vez de seguir participando en la charada en que se habían convertido la isla y su gobierno ineficiente.
La obra de Rodríguez Febles comienza en 1993, cuando un hombre, al despertar, descubre una fortaleza de huevos en el exterior de su casa. La imagen es poderosa porque en 1993 ni siquiera había huevos en Cuba. En 1980 había tantos que, en vez de usar piedras, la gente bombardeó con huevos a muchos de los que tuvieron la osadía de abandonar ``el proceso revolucionario'' y escapar.
Nosotros tuvimos la suerte de que, en nuestra cuadra, la gente nos abrazó y nos deseó buena suerte y nos pidió que les escribiéramos cuando llegaramos a Miami. En vez de huevos, nos tiraron besos. Más tarde, en un autobús sin ventanillas --las habían quitado para apuntar mejor a la ``escoria'', como nos llamaba el gobierno-- fuimos víctimas de huevazos, tomatazos y alguna pedrada ocasional. Pero esquivamos los proyectiles, y puedo decir con orgullo, que me fui de Cuba triste y sucia, pero no oliendo a huevos.
Otros que iban en nuestro autobús no tuvieron tanta suerte. Manolo, el padre en una familia que viajaba con nosotros, recibió tantos huevazos en la nuca que bromeaba diciéndonos que pudimos haber hecho una tortilla para aliviar el hambre en El Mosquito, la última parada antes del Mariel en el vía crucis que era irse de Cuba en aquellos días tan caóticos.
El hombre que descubre la fortaleza de huevos en la obra es el padre de una ex pionera que en 1980 tuvo que pararse frente a la casa de su mejor amigo, que se iba del país, para leer un furioso comunicado. ¡Cuánta pena me dio esa niña! Conocí niños y niñas como ella, y todavía los conozco. Cuando viajo por Estados Unidos con mi libro sobre el Mariel, El Mañana, invariablemente alguien del público se me acerca al final para pedir disculpas.
¿Por qué?, respondo. Fue otra época. Era difícil defender la decencia humana y la dignidad personal. No imposible, pero sí difícil. Lo entiendo.
Rodríguez Febles lo reconoce a lo largo de la obra, pero especialmente al final, cuando uno de los personajes, Enelio, deja a un lado su cerveza --comprada con los dólares del primo que ha regresado-- y pronuncia un apasionado monólogo en el que dice: ``Yo también era un niño, pero no le grité a nadie, no tiré huevos, no golpeé ninguna puerta, no firmé ningún papel''. Y prosigue: ``Yo no sé usted... pero yo soy inocente''.
El coro griego de esta obra repite continuamente la frase ``¡Pin pon fuera! ¡Abajo la gusanera!'' La recuerdo muy bien.
Pero ha pasado mucho tiempo desde que esas palabras resonaran en mis oídos como antes. Cuando frío huevos para mis hijos no pienso en Cuba. Ni siquiera pienso en los que quisieron humillarnos sólo porque podíamos irnos y ellos tuvieron que quedarse (me he tropezado con muchos de ellos en el Publix en Coral Gables para guardar rencor). Sí creo que es más fácil olvidar para nosotros, los marielitos, que para ellos. Son los que tiraron huevos los que no pueden olvidar su pasado.
Desde Cuba, en un e-mail, Rodríguez Febles me cuenta que así ha reaccionado parte de la audiencia que ha visto su obra en Cuba. ``Yo fui huevero'', alguien le escribió en una ocasión. ``Estuve en esas manifestaciones, dirigí grupos de jóvenes en esas manifestaciones y en realidad, al final, con el paso del tiempo te das cuenta de que no era necesario hacerlo de ese modo''.
Después de todo, en la vida como en la obra, ha habido marielitos que han regresado a Cuba y han depositado, sospecho que con cariño pero también con cierta satisfacción, un cartón de huevos en la puerta de algún que otro vecino que en el 80 se dio gusto tirándolos a los que nos fuimos.
Mirta Ojito
mao35@columbia.edu
Ilustración: Google
La obra, escrita por Ulises José Rodríguez Febles, nacido en Cárdenas, Matanzas, en 1968, rompe el silencio oficial casi total que en Cuba ha envuelto al Mariel durante 30 años. (La revista Temas condujo un panel el 29 de abril al que asistieron más de 100 personas, según me cuenta Rafael Hernández, director de la revista, desde Cuba). Ha habido otros intentos artísticos, pero no han trascendido.
¿Por qué el silencio? Quizá porque, desde el punto de vista de Cuba, no hay nada bueno que recordar, nada que celebrar. El Mariel fue la primera vez desde 1959 que el pueblo cubano votó masivamente, aunque fuera con los pies. Nosotros --poetas, pioneros, secretarias, actores y camioneros-- optamos por irnos en vez de seguir participando en la charada en que se habían convertido la isla y su gobierno ineficiente.
La obra de Rodríguez Febles comienza en 1993, cuando un hombre, al despertar, descubre una fortaleza de huevos en el exterior de su casa. La imagen es poderosa porque en 1993 ni siquiera había huevos en Cuba. En 1980 había tantos que, en vez de usar piedras, la gente bombardeó con huevos a muchos de los que tuvieron la osadía de abandonar ``el proceso revolucionario'' y escapar.
Nosotros tuvimos la suerte de que, en nuestra cuadra, la gente nos abrazó y nos deseó buena suerte y nos pidió que les escribiéramos cuando llegaramos a Miami. En vez de huevos, nos tiraron besos. Más tarde, en un autobús sin ventanillas --las habían quitado para apuntar mejor a la ``escoria'', como nos llamaba el gobierno-- fuimos víctimas de huevazos, tomatazos y alguna pedrada ocasional. Pero esquivamos los proyectiles, y puedo decir con orgullo, que me fui de Cuba triste y sucia, pero no oliendo a huevos.
Otros que iban en nuestro autobús no tuvieron tanta suerte. Manolo, el padre en una familia que viajaba con nosotros, recibió tantos huevazos en la nuca que bromeaba diciéndonos que pudimos haber hecho una tortilla para aliviar el hambre en El Mosquito, la última parada antes del Mariel en el vía crucis que era irse de Cuba en aquellos días tan caóticos.
El hombre que descubre la fortaleza de huevos en la obra es el padre de una ex pionera que en 1980 tuvo que pararse frente a la casa de su mejor amigo, que se iba del país, para leer un furioso comunicado. ¡Cuánta pena me dio esa niña! Conocí niños y niñas como ella, y todavía los conozco. Cuando viajo por Estados Unidos con mi libro sobre el Mariel, El Mañana, invariablemente alguien del público se me acerca al final para pedir disculpas.
¿Por qué?, respondo. Fue otra época. Era difícil defender la decencia humana y la dignidad personal. No imposible, pero sí difícil. Lo entiendo.
Rodríguez Febles lo reconoce a lo largo de la obra, pero especialmente al final, cuando uno de los personajes, Enelio, deja a un lado su cerveza --comprada con los dólares del primo que ha regresado-- y pronuncia un apasionado monólogo en el que dice: ``Yo también era un niño, pero no le grité a nadie, no tiré huevos, no golpeé ninguna puerta, no firmé ningún papel''. Y prosigue: ``Yo no sé usted... pero yo soy inocente''.
El coro griego de esta obra repite continuamente la frase ``¡Pin pon fuera! ¡Abajo la gusanera!'' La recuerdo muy bien.
Pero ha pasado mucho tiempo desde que esas palabras resonaran en mis oídos como antes. Cuando frío huevos para mis hijos no pienso en Cuba. Ni siquiera pienso en los que quisieron humillarnos sólo porque podíamos irnos y ellos tuvieron que quedarse (me he tropezado con muchos de ellos en el Publix en Coral Gables para guardar rencor). Sí creo que es más fácil olvidar para nosotros, los marielitos, que para ellos. Son los que tiraron huevos los que no pueden olvidar su pasado.
Desde Cuba, en un e-mail, Rodríguez Febles me cuenta que así ha reaccionado parte de la audiencia que ha visto su obra en Cuba. ``Yo fui huevero'', alguien le escribió en una ocasión. ``Estuve en esas manifestaciones, dirigí grupos de jóvenes en esas manifestaciones y en realidad, al final, con el paso del tiempo te das cuenta de que no era necesario hacerlo de ese modo''.
Después de todo, en la vida como en la obra, ha habido marielitos que han regresado a Cuba y han depositado, sospecho que con cariño pero también con cierta satisfacción, un cartón de huevos en la puerta de algún que otro vecino que en el 80 se dio gusto tirándolos a los que nos fuimos.
Mirta Ojito
mao35@columbia.edu
Ilustración: Google
____________________________
No hay comentarios:
Publicar un comentario