23 de julio de 2012

LAS CHICAS DE LEAL

"CECILIAS" EN LA PLAZA DE ARMAS

Las chicas de Leal

LA HABANA, Cuba, julio, www.cubanet.org -Migdalia Plasencia es una entre las más de 30 vendedoras de flores y muñecos de peluche, autorizadas a desarrollar su labor en el emporio levantado por Eusebio Leal  en el Casco Histórico de La Habana Vieja.


Obligada a pagar diez dólares al mes por el derecho a vender en la Plaza Vieja, la del Convento de San Francisco de Asís y en la Catedral; así como en la Plaza de Armas y las calles Obispo y Mercaderes, la trabajadora por cuenta propia también debe aportar al fisco por su licencia de trabajo y la Seguridad Social.


Es decir, que a los 240 pesos cubanos que representan al cambio los diez dólares exigidos para vender en los predios de Leal, debe sumarle los 200 por el permiso de trabajo que le otorga la Oficina Nacional Tributaria (ONAT), y los 250 trimestrales para cubrir una hipotética jubilación.


Además, este impuesto total de alrededor de 700 pesos al mes en moneda nacional, no disminuye porque deje de trabajar a causa de un problema personal o una enfermedad, y tampoco se le adecúa el cobro al monto de la venta por falta de compradores.


En ocasiones, acompañada por su pequeña hija de siete años, recorre todas las áreas que le permite la autorización de Leal, sin ganar siquiera para recuperar la inversión.


«Es dura la competencia, señala, y muy alto el interés que tengo que pagar. En los mejores meses (en la temporada alta del turismo internacional), a veces creo que me gané cinco dólares por encima de la inversión, sin darme cuenta que ya los debo porque los gasté en golosinas o algo más sólido para comer».


«Además –indicó- los cubanos ya no les regalan flores a las mujeres. Cuando lo hacen, es una excepción. En primera porque no quieren y se ha perdido la costumbre, y en segunda, porque para hacerlo tendrían que dejar de tomarse dos cervezas o un doble de ron. Sólo los nuevos ricos y los que reciben remesas del exterior se dignan comprar, en ocasiones, una flor para su mujer».


Según Migdalia, no tiene otras opciones para sobrevivir. Divorciada, con 35 años, una niña pequeña y también una madre enferma que mantener, dice que al menos con las flores no tiene que pasarse horas y horas frente a un fogón cocinando para vender comida.


«No es que sea haragana, y necesito ganar dinero, pero la elaboración de alimentos me impediría atender a mi madre y a mi hija, además la mayoría de quienes se dedican a ese trabajo por cuenta propia terminan entregando sus licencias cuando se cansan de perder dinero. Tampoco tengo espacio en mi hogar».


Otra de las cosas que dice le molesta, aparte de todo el dinero que tiene que pagar para ejercer su trabajo, es la presión que siente de los inspectores, que a veces llega al chantaje o extralimitación personal.


«Son los que controlan cuanto se vende o mueve en esta parte de la ciudad. A nosotras nos dicen que tenemos que comportarnos y cumplir con lo establecido porque somos ‘las chicas de Leal’. Si fuéramos las de Almodóvar nos iría mejor».


Bajo las mismas condiciones de explotación trabajan las cartománticas, las vestidas de orishas y las Cecilia Valdés, bautizadas así por andar con ropa de deidades afrocubanas, esclavas o señoritas del Siglo XIX, a pleno sol, en busca de un extranjero que las fotografíe y les dé unas monedas como compensación.


Sin dudas, “las chicas de Leal” son mujeres al límite de su capacidad para sobrevivir en un entorno donde se mezclan la extorsión y la violencia con la aparente tranquilidad y el falso esplendor, como en un juego de dados tirados al azar sobre las ruinas de este país.


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