La imprudencia del general
Vicente Echerri
El Nuevo Herald, junio 2010
Aunque en circunstancias mucho menos dramáticas, el despido del general Stanley McChrystal, jefe de las operaciones en Afganistán --luego de una entrevista en la revista Rolling Stone en que se permitió algunos comentarios irrespetuosos del gobierno del presidente Obama-- recuerda el de Douglas MacArthur hace casi sesenta años. Cuando, en plena guerra de Corea, un congresista hizo pública una carta de MacArthur en que criticaba al presidente Truman de tener ``una estrategia limitada'' de ese conflicto, se produjo una crisis y el presidente optó por el relevo del ilustre soldado.
MacArthur quería usar armas nucleares contra China y el Pentágono estaba a punto de autorizarlo cuando tuvo lugar su despido. La guerra de Corea era un gran empeño bélico, mucho más importante, sin discusión, que el conflicto de Afganistán, aunque éste ya está por cumplir nueve años.
Las críticas de McChrystal a la administración han sido, sin embargo, mucho más cáusticas y su menosprecio por la jefatura civil mucho más obvio. Aunque nadie ha dicho que sus comentarios puedan considerarse un acto de insubordinación, el despido estaba en regla.
La sujeción del mando militar al civil ha sido poco menos que un dogma en Estados Unidos desde la fundación de la república. En más de dos siglos de historia, y pese a la corrupción que minó la maquinaria política en algunas etapas, ese criterio ha servido para mantener a los militares ocupados en lo que más saben hacer (incluidas las tareas de matar y morir) sin pretender intervenir en el gobierno, tal como ha ocurrido tantas veces en América Latina para desgracia de nuestros pueblos y países.
Esto no significa que no haya habido aquí descontento de parte de los militares, que son profesionales de la guerra, hacia sus jefes civiles que, en muchos casos, carecen de la preparación específica de cualquier cadete y quienes tienen que depender del asesoramiento de sus expertos.
El cese de McChrystal no se produce en una situación normal, donde un miembro del Estado Mayor se va de lengua con la prensa, falta a la ética del mando y termina depuesto, sino en medio de una guerra que, si bien puede catalogarse de baja intensidad --o asimétrica, como suelen denominarse ahora estos conflictos contra fuerzas irregulares--, no por eso deja de ser económica, política y moralmente costosa para Estados Unidos y sus aliados de la OTAN. Afganistán es un país mediano, de muy inhóspita geografía, con seculares problemas étnicos y un atraso endémico, donde el fanatismo musulmán ha hecho grandes progresos desde los tiempos de la ocupación soviética; cuando Occidente ponía las armas; y los islamitas, la ideología para contener a los rusos. A eso hay que agregarle el típico clientelismo de una sociedad feudal, la gestión corrupta de muchos políticos que no puede disociarse de la producción y tráfico de opio y la porosidad de las fronteras, sobre todo con Pakistán, por la que siguen cruzando con relativa impunidad los terroristas. La salida de McChrystal, pese a merecerla su indiscreción, revela también una incompetencia, y no precisamente del general.
Cuando los votantes eligieron a Obama en 2008 --más allá del encandilamiento producido por su elocuencia y de las simpatías personales que pudiera haber despertado en mucha gente-- lo hicieron, en gran medida, como una muestra de castigo para el partido del mandatario saliente, en quien muchos encontraban a un hombre torpe y empecinado que había logrado hundir al país en varios frentes. A Obama nos lo vendieron como el candidato de la inteligencia, de la distensión, de la prosperidad, del cambio... y no faltaron electores que compraran esta envoltura propulsada por el mantra del ``sí se puede''. Que un negro de nombre bárbaro y sin experiencia política pudiera llegar a la presidencia del país más poderoso de la historia donde, además, aún perviven tantos prejuicios contra los de su raza, era un triunfo del "poder popular'', un poder que había logrado, en primer lugar, sobreponerse a la poderosa maquinaria de los Clinton en el establishment demócrata. El "pueblo'', en su acepción más basta, quería a uno de los suyos en la Casa Blanca, y lo lograba. El que sirviera ya sería otra cosa.
Las expectativas, de todos modos, no eran muy altas, porque salíamos de la desastrada petulancia campesina de George W. Bush y cualquiera que lo sustituyera, por contraste, se mostraría con algún lustre; pero el nuevo presidente no tardó en empezar a mostrar sus debilidades que, como suele ocurrir, iban de la mano de sus virtudes: un discurso, hacia el exterior, en que quería contrapesar la arrogancia imperial que lo precediera con el acomodo y las disculpas; en tanto la administración, la diaria tarea de gobernar, iba adquiriendo una deslucida impericia. El resultado es un presidente mediocre a quien uno de sus primeros generales es incapaz de respetar. Este es el resultado neto, al que ninguna cesantía puede poner remedio.
(C)Echerri 2010
El Nuevo Herald, junio 2010
Aunque en circunstancias mucho menos dramáticas, el despido del general Stanley McChrystal, jefe de las operaciones en Afganistán --luego de una entrevista en la revista Rolling Stone en que se permitió algunos comentarios irrespetuosos del gobierno del presidente Obama-- recuerda el de Douglas MacArthur hace casi sesenta años. Cuando, en plena guerra de Corea, un congresista hizo pública una carta de MacArthur en que criticaba al presidente Truman de tener ``una estrategia limitada'' de ese conflicto, se produjo una crisis y el presidente optó por el relevo del ilustre soldado.
MacArthur quería usar armas nucleares contra China y el Pentágono estaba a punto de autorizarlo cuando tuvo lugar su despido. La guerra de Corea era un gran empeño bélico, mucho más importante, sin discusión, que el conflicto de Afganistán, aunque éste ya está por cumplir nueve años.
Las críticas de McChrystal a la administración han sido, sin embargo, mucho más cáusticas y su menosprecio por la jefatura civil mucho más obvio. Aunque nadie ha dicho que sus comentarios puedan considerarse un acto de insubordinación, el despido estaba en regla.
La sujeción del mando militar al civil ha sido poco menos que un dogma en Estados Unidos desde la fundación de la república. En más de dos siglos de historia, y pese a la corrupción que minó la maquinaria política en algunas etapas, ese criterio ha servido para mantener a los militares ocupados en lo que más saben hacer (incluidas las tareas de matar y morir) sin pretender intervenir en el gobierno, tal como ha ocurrido tantas veces en América Latina para desgracia de nuestros pueblos y países.
Esto no significa que no haya habido aquí descontento de parte de los militares, que son profesionales de la guerra, hacia sus jefes civiles que, en muchos casos, carecen de la preparación específica de cualquier cadete y quienes tienen que depender del asesoramiento de sus expertos.
El cese de McChrystal no se produce en una situación normal, donde un miembro del Estado Mayor se va de lengua con la prensa, falta a la ética del mando y termina depuesto, sino en medio de una guerra que, si bien puede catalogarse de baja intensidad --o asimétrica, como suelen denominarse ahora estos conflictos contra fuerzas irregulares--, no por eso deja de ser económica, política y moralmente costosa para Estados Unidos y sus aliados de la OTAN. Afganistán es un país mediano, de muy inhóspita geografía, con seculares problemas étnicos y un atraso endémico, donde el fanatismo musulmán ha hecho grandes progresos desde los tiempos de la ocupación soviética; cuando Occidente ponía las armas; y los islamitas, la ideología para contener a los rusos. A eso hay que agregarle el típico clientelismo de una sociedad feudal, la gestión corrupta de muchos políticos que no puede disociarse de la producción y tráfico de opio y la porosidad de las fronteras, sobre todo con Pakistán, por la que siguen cruzando con relativa impunidad los terroristas. La salida de McChrystal, pese a merecerla su indiscreción, revela también una incompetencia, y no precisamente del general.
Cuando los votantes eligieron a Obama en 2008 --más allá del encandilamiento producido por su elocuencia y de las simpatías personales que pudiera haber despertado en mucha gente-- lo hicieron, en gran medida, como una muestra de castigo para el partido del mandatario saliente, en quien muchos encontraban a un hombre torpe y empecinado que había logrado hundir al país en varios frentes. A Obama nos lo vendieron como el candidato de la inteligencia, de la distensión, de la prosperidad, del cambio... y no faltaron electores que compraran esta envoltura propulsada por el mantra del ``sí se puede''. Que un negro de nombre bárbaro y sin experiencia política pudiera llegar a la presidencia del país más poderoso de la historia donde, además, aún perviven tantos prejuicios contra los de su raza, era un triunfo del "poder popular'', un poder que había logrado, en primer lugar, sobreponerse a la poderosa maquinaria de los Clinton en el establishment demócrata. El "pueblo'', en su acepción más basta, quería a uno de los suyos en la Casa Blanca, y lo lograba. El que sirviera ya sería otra cosa.
Las expectativas, de todos modos, no eran muy altas, porque salíamos de la desastrada petulancia campesina de George W. Bush y cualquiera que lo sustituyera, por contraste, se mostraría con algún lustre; pero el nuevo presidente no tardó en empezar a mostrar sus debilidades que, como suele ocurrir, iban de la mano de sus virtudes: un discurso, hacia el exterior, en que quería contrapesar la arrogancia imperial que lo precediera con el acomodo y las disculpas; en tanto la administración, la diaria tarea de gobernar, iba adquiriendo una deslucida impericia. El resultado es un presidente mediocre a quien uno de sus primeros generales es incapaz de respetar. Este es el resultado neto, al que ninguna cesantía puede poner remedio.
(C)Echerri 2010
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