27 de junio de 2010


Entre comunistas y católicos

Rafael Rojas

Las conversaciones entre el cardenal Jaime Ortega Alamino y el general Raúl Castro propiciaron algunos ademanes -desfiles de las Damas de Blanco sin "actos de repudio", traslado de 12 presos políticos a centros de detención en sus lugares de origen, licencia extrapenal de Ariel Sigler Amaya, pronunciamientos de personalidades de la cultura insular a favor de la liberación de opositores, juicio a Darsi Ferrer y fin de condena en arresto domiciliario- que no por insuficientes y tardíos dejan de ser promisorios.

Varios medios han asegurado que es la primera vez que el Gobierno cubano reconoce como mediador a un actor nacional, pero lo cierto es que ese tipo de conversaciones entre las jerarquías de la Iglesia católica y el Partido Comunista tienen lugar, por lo menos, desde los años setenta y casi siempre han contemplado el tema del presidio político.


En octubre de 1978 se produjo el llamado "primer diálogo" entre un sector del exilio y el Gobierno de Fidel Castro, que logró, además del inicio de los viajes de emigrantes a la isla, la liberación de 3.600 presos de conciencia, casi todos, arrestados 17 años atrás. Dos líderes del exilio involucrados en aquel proceso, la académica católica María Cristina Herrera y el banquero judío Bernardo Benes, han narrado el papel de la Iglesia en aquella negociación.

Aquel entendimiento tuvo a su favor la distensión diplomática del presidente Jimmy Carter, su énfasis en los derechos humanos, pero también las aproximaciones entre católicos y comunistas cubanos y latinoamericanos, generadas por el auge de la Teología de la Liberación.


Durante 30 años las relaciones entre Iglesia y partido, agenciadas por la Oficina de Asuntos Religiosos de este último, han sido fluidas y a la vez tensas. En más de una ocasión, la jerarquía católica ha demandado mayores espacios de comunicación para realizar su labor pastoral y ha cuestionado diversas políticas oficiales: desde las que fomentan la intolerancia y el autoritarismo hasta las que favorecen la diversidad sexual y el derecho al aborto. No pocas veces el Gobierno cubano ha limitado el liderazgo cívico de la Iglesia, a pesar de su disposición a reconocerla como la principal institución de la sociedad civil cubana, como se constató en los años previos y posteriores a la visita del papa Juan Pablo II, en 1998.

Dicho esto, habría que reconocer los beneficios del diálogo católico para la democratización de Cuba, sin ocultar sus límites. Existe en ambas jerarquías, la comunista y la católica, una dañina tendencia a presentar ese diálogo como "nacional" o como si en el mismo estuvieran representadas todas las voces de la sociedad cubana. Se trata, como le gusta decir a Fernando Savater, de una aplicación de la figura retóricade la sinécdoque al proceso de representación política, por la cual una parte se arroga el derecho a hablar por el todo. Las exclusiones de ese diálogo son evidentes, como puede comprobarse, por ejemplo, en las más importantes publicaciones de ambas instituciones: opositores o críticos liberales, democristianos o socialdemócratas son estigmatizados o silenciados en las mismas.

El reconocimiento de la Iglesia católica como institución básica de la sociedad civil tiene sentido toda vez que la misma cuenta con una feligresía o una identificación confesional -por muy flexible que sea- de más de la mitad demográfica cubana, dentro y fuera de la isla. Dicho reconocimiento hace visible, al menos, un pedazo de la pluralidad ideológica de Cuba, ya que doctrinalmente el catolicismo, lo mismo en Roma que en La Habana o Miami, no puede suscribir la ideología marxista-leninista ni el orden institucional del socialismo cubano. La Iglesia no se opone públicamente a dicha ideología ni a dicho sistema, y los da por legítimos, pero tampoco oculta su discrepancia filosófica o moral con los mismos.

Sin embargo, ese reconocimiento también implica el ocultamiento o la marginación de otras iglesias, instituciones o asociaciones de tipo religioso, racial o cultural, que también forman parte de esa sociedad civil. No pocas veces el discurso oficial presenta a la Iglesia católica como frontera del pluralismo, es decir, como si esa institución fuera la única alternativa tolerable -por ser "verdaderamente representativa"-, con lo cual se justifica la intolerancia, ya no de otras instituciones o asociaciones de la sociedad civil, sino de las organizaciones opositoras de la sociedad política. Salvando distancias, ese arreglo tiende a reproducir, con la hegemonía de la Iglesia católica en la sociedad civil, la hegemonía del Partido Comunista en la sociedad política.

No podría valorarse el diálogo reciente entre Iglesia y partido en Cuba sin medir sus alcances reales. Esta vez, a diferencia de otras negociaciones en el pasado reciente, la Iglesia no ha pedido mejores condiciones para su labor pastoral, sino liberaciones de presos políticos. Se trata, pues, de una demanda de amnistía que no puede satisfacerse con un editorial de Granma, la bienvenida al canciller Mamberti o el debate académico de la Semana Católica. No queda más remedio que concluir que el compromiso del Gobierno con la mediación de la Iglesia ha sido, hasta ahora, ambivalente: solo 12 presos fueron trasladados, no liberados, y la misma semana que se produjeron los primeros traslados la policía detuvo a 38 opositores, durante más de 48 horas, para impedir que se reunieran en casa del líder liberal Héctor Palacios.

Hay, por lo visto, una diferencia entre la coyuntura actual y la de hace 30 años, cuando el Gobierno concedió la mayor liberación de presos políticos del último medio siglo. Entonces La Habana negociaba desde la estabilidad y la consolidación nacional e internacional; ahora debe negociar desde la incertidumbre y el cuestionamiento doméstico y foráneo. Lo peor de un sistema totalitario que negocia o aparenta negociar en su decadencia no es tanto la irrealidad de lo que pide como la precariedad de lo que ofrece a cambio de permanecer inmutable. El deterioro de los derechos políticos en Cuba es tal que ni la más generosa amnistía lo resuelve.

En toda negociación no solo se sopesan costos y beneficios de lo que se demanda y lo que se concede: también se intercambian símbolos y efectos colaterales. Es evidente que el Gobierno cubano decidió alentar la revocación de la Posición Común de la Unión Europea por medio de la buena voluntad de Roma y Madrid. Aunque haya ofrecido poco y con un perverso manejo de los tiempos -dos días antes de la reunión de los cancilleres en Luxemburgo se produjeron los últimos traslados-, la Iglesia sale reforzada, ya que consolida su posición mediadora ante los familiares de los presos, la oposición, el exilio y buena parte de la ciudadanía insular y la comunidad internacional.

En su negociación con la Iglesia, el Gobierno demostró que entiende a los presos políticos como moneda de cambio. Los traslados y la suspensión de actos de repudio contra las Damas de Blanco fueron apenas un tanteo de la posibilidad de flexibilización de la política europea hacia la isla, alentada por Madrid y Roma. Además de esperar hasta el último minuto, los líderes cubanos no han resistido la tentación de enviar mensajes contradictorios: cancelaron el viaje a la isla del relator de la ONU contra la tortura, Manfred Nowak, y liberaron a Sigler, condenaron a Ferrer y lo enviaron a su casa.

Las negociaciones con una dictadura, podría pensarse, son así. Pero no deja de ser trágico que una de las piezas de ese intercambio sea la libertad de 200 opositores pacíficos, injustamente encarcelados por delitos de asociación y conciencia.

Rafael Rojas es historiador cubano y exiliado en México. Ha ganado el primer Premio de Ensayo Isabel Polanco con Repúblicas de aire.
Publicado en El País, Madrid
Foto: Goggle
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