LOS TERCOS NOMBRES DE LAS COSAS
- Yoani Sánchez
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Ya nada se llama como me dijeron. A la avenida Salvador Allende, única calle con árboles de mi infancia, le han vuelto a decir su señorial nombre de Carlos III.
Transito por una ciudad rebautizada, aunque en sus esquinas las señales siguen mostrando los apellidos de héroes que nadie repite. Los antiguos calificativos brotan, incluso entre gente de mi edad que no llegó a conocerlos cuando eran la forma pública y acuñada de nombrar las cosas. Por más que los noticiarios insisten, por ejemplo, en mencionar los festejos de verano a manera de “fiestas populares”, empecinadamente nos referimos a ellos por el mote de carnavales. Algo similar ocurre con esas celebraciones de cada diciembre, que los locutores y los burócratas designan “festividades de fin de año”, pero entre nosotros –hace ya más de una década– han vuelto a ser conocidas como Navidades.
Los calificativos nos delatan; los sustantivos se nos van por delante, se contraponen a esa actitud pacata y cautelosa que asumimos a diario. Nominar se ha convertido en la manera más extendida de cambiar la realidad. Ya no se oye el vocativo “compañero” sino aquel –otrora estigmatizado– “señor” y en la primera persona del plural hace un buen rato que no están incluidos quienes nos gobiernan. Ahora son simplemente “ellos”, mientras en los hospitales de maternidad nadie pone a sus hijos recién nacidos los nombres de esa estirpe verde olivo. Hasta el extraño fenómeno designado oficialmente como “Revolución” ha pasado a ser entre nosotros un neutro pronombre demostrativo. Lo hemos rebautizado como “esto”, porque son tiempos de mostrar la inconformidad quitándole o devolviéndole a las cosas los tercos nombres que una vez tuvieron.
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