18 de diciembre de 2009


Aquel diciembre cubano

Eladio Secades


En la Cuba que perdimos, diciembre era el mes de los balances y las celebraciones. Era como un mes vestido de fiesta. Constituido por una sucesión de domingos. Era el mes del circo, de los aguinaldos, del arbolito de Navidad. De enterrar al Año Viejo y esperar el Año Nuevo. Con las perspectivas de alegrías y desventuras presagiadas por nuestros astrólogos en los horóscopos de diciembre.

Los astrólogos son sabios con alma de comadritas. En nombre de una ciencia sideral e improbable, juegan a la murmuración como una tía soltera. Y toman la fecha de nacimiento para la sospecha de que cualquier día impar podrá atropellarnos un ómnibus. O fallarnos un negocio. O traicionarnos la mujer.

Lo admirable de los horóscopos no es el genio de quien los hace. Sino la credulidad deliciosa de quienes los leen y han llegado a formar una casta de gente misteriosa que antes de ir al cinematógrafo, se cerciora del influjo de Urano en la primera casa.

Diciembre era también el mes en que la esposa criolla se acordaba de que tenía capa y no tenía frío. Ya nadie podía evitar que le llamara invierno a un norte ridículo o al chubasco de humedecer los jardines. Y sacaba el mink más o menos legítimo. Aunque Juan se empeñara en ir con guayabera.

Nadie pudo saber jamás cómo el empleado modesto podía transcurrir todos los egresos de aquel diciembre cubano sin llegar al llanto o al suicidio, como un rito añadido a la euforia cristiana de la Navidad. La cosa empezaba el Día del Médico que más que cortesía, era sagrada obligación en un país donde persistía la creencia de que la consulta y el teatro no debían de pagarse. Y terminaba en los Reyes Magos. Que para la historia no llegan en diciembre, pero para el empleado sí. Porque todavía no había vuelto a cobrar. El sueldo de diciembre era escurridizo, infinito, heroico. No había bajo la bóveda del cielo bandoneón que se estirara más.

Después de que le habíamos enviado a nuestro médico una corbata en un paquete de regalo decorado con más cintas que una novia de campo, aparecía en la casa la mujer apegada a las tradiciones, que nos decía que ya iba siendo hora de armar el arbolito de Navidad. El árbol de Navidad es caro por lo mismo que está constituido por una serie de adornos baratos. Nos arrancaba un buen pedazo del sueldo. Bolita a bolita. El árbol de Navidad es como un enano insolente que se ha cogido para él solo todos los colores del Arco Iris. En su recargamiento de resplandores, deja de ser árbol de Jauja, para parecer farola de comparsa. Siempre queríamos que nuestro arbolito de Navidad tuviera más esferas y más bombillos que el del vecino. Y esa vanidad, sentida por la esposa y por los hijos, la pagaba el marido volviendo al Ten-Cent y regresaba con más luces, más bolas y más nieve.

Todavía faltaba el nacimiento. Había que comprar un puente para tenderlo sobre un río de papel crepé. Buscar un trineo y un pozo. Y jugar a los soldaditos de plomo con pastores y ovejas, que salpicaban de tristeza un establo improvisado con cajones de bacalao. Y ya estaba el arbolito, colocado siempre en un sitio que pudiera verse desde la calle. Porque en las conmemoraciones de diciembre, la satisfacción íntima no era completa si no se enteraban los demás.

Para el buen padre de familia de Cuba, diciembre tenía algo de frustración si no llevaba a los niños al circo. El complemento del domingo en el circo era el mantecado y el globo. Y el comentario de que el año pasado estaba mejor. A los viejos no hay quien les quite de la cabeza que la ópera y el circo antes eran mejores.

Después de pagar las entradas del circo, llegaba la Nochebuena, con la cena tradicional que representaba el orgullo máximo de la familia. No debía faltar nada, porque cualquier cosa que faltara, el turrón casi español o el membrillo que es el campeón de la idiotez de la repostería, dejaba en el ánimo un complejo de amargura. La castaña es un fruto, pero parece un camafeo. Recuerdo de la abuela.

En Nochebuena había que intoxicarse para quedar bien. La ingenuidad casera hablaba menos de lo comido que de lo que quedaba sin comer. Existía un poco de gloria en que sobrara para el día siguiente. Lo típico era el lechón comprado en el portal. Y ese vino que no era de marca conocida, pero que se colaba solo. Toda la familia se reunía en en festín que no tenía otro paréntesis de silencio que el instante en que el hermano mayor, con un poco de heroísmo, iba a abrir la botella de sidra que apretaba entre los muslos. Había que cerrar los ojos y esperar el estampido.

Eso era el veinticuatro, y el veinticinco ya llegaba Santa Claus. Los muchachos esperaban un juguete. Y el empleado modesto lo compraba, sabiendo que todavía debía reservar dinero para esperar el Año Nuevo y para los Reyes Magos. También para contestar las postales de Navidad. La felicitación de Pascuas es deuda sagrada que debe pagarse. Y el padre de familia la pagaba con otra cartulina donde llegaba el infante con el ombligo a la intemperie, al tiempo que el viejo de la joroba y la guadaña se alejaba por un trillo nevado que conducía a un horizonte con sol de litografía.

Quienes han hablado de otras epopeyas no se detuvieron nunca a pensar en el calvario de un sueldo sencillo en aquel diciembre interminable y cubano. ¿Qué podía quedar de ese sueldo cuando los hijos ponían el zapato y se acostaban a dormir soñando con un tren de cuerda o con un automóvil de hoja de lata? Los padres que no tenían Reyes Magos lo inventaban, lo sacaban de donde hubiera que sacarlo y esa madrugada caminaban en puntillas y llegaban a la vera de la cama de los muchachos, para depositar allí los juguetes que compraron sólo ellos sabían cómo.

Había también los Reyes para las personas mayores. El pañuelo con iniciales que a hurtadillas nos ponía la mujer en la mesa de noche. O el broche de fantasía que nosotros le poníamos a ella, mientras dormía o simulaba dormir. Eran expresiones mutuas de afecto, que dependían también del sueldo espartano de diciembre.

Diciembre es la meta del año. Es el mes que más se acerca a la vejez. Es la época de amarnos entrañablemente. Florecimiento del aguinaldo y edad en que el prójimo se interesa por nuestra salud en cortesía de tarjeta-postal. Los establecimientos se iluminan y se abarrotan. En la patria risueña, cristiana y libre, que perdimos, en medio de ese torrente enloquecedor se iba inmolando, pedazo a pedazo, centavo a centavo, el sueldo de diciembre del empleado pobre, del empleado bueno, que no quería que sus hijos aprendiesen a llorar demasiado pronto…

Eladio Secades, humorista cubano.
"Las Mejores Estampas de Eladio Secades
(Estampas Costumbristas Cubanas de Ayer y de Hoy)".
Ediciones Universal, Miami, FL., 2ª Edición, 1983

Ilustración: Revista Carteles, 1957, www.guije.com
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