El Papa, mis lecturas
y nosotros los cubanos
Osvaldo Gallardo González
Lo conocí hace poco más de 15 años, mi
amiga María del Carmen de entonces, hoy mi suegra, estaba leyendo un libro
llamado Informe sobre la fe, una entrevista de Vittorio Messori a Joseph
Ratzinger. Yo que ya conocía a Messori por sus libros visceralmente católicos,
sinceros y desafiantes, no resistí la tentación.
Descubrí al flamante cardenal
Ratzinger, algo así como el actual jefe de la Inquisición moderna; me explico:
el prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe, el responsable de
conservar la integridad de la doctrina. Por supuesto, un inquisidor
contemporáneo sin los viejos métodos ya abolidos por suerte para muchos,
incluso para mí. Me llamaron la atención sus respuestas.
Era un hombre aferrado a la verdad de
fe, pero sin mojigatería y capaz de enfrentarse a cualquier tema. Su presencia
me fue familiar desde entonces. Comencé a leer textos del purpurado alemán,
cercano a Juan Pablo II, a pesar de ser tan diferente del Papa polaco, así al
menos lo imaginaba yo. Me parecía un signo providente: un Papa polaco, cercano
al pueblo judío, que había sufrido el genocidio nazi, tenía a su diestra a un
recio alemán para guardar el argumento de la cristiandad. Eso me hizo admirar más
a Juan Pablo II, sin reconocer el posible mérito de Ratzinger, después el
polaco pidió perdón por los grandes pecados de la Iglesia y mi devoción se
completó al justificar mis propias preguntas. Pero bueno, estaba hablando de
Ratzinger…
Yo que era más joven y pretencioso, me
sentí ofendido cuando luego de morir el jesuita Tony de Mello, la Congregación
para la Doctrina de la Fe emitió un documento censurando sus libros. Había
leído varios de ellos, me sentía muy identificado con sus premisas, y culpé a
Ratzinger de ser demasiado conservador y de esperar a la muerte del jesuita
para exponer esos criterios. No tengo certeza de si Ratzinger firmaba el
decreto, pero asumí su responsabilidad.
De Mello había vivido mucho tiempo en
la India, y su postura filosófica se había encarnado tanto en esta realidad que
terminó por “afectar” su espiritualidad. Sin embargo, era un autor muy seguido
en el mundo occidental, mi propio obispo en aquel tiempo, Mons. Adolfo, citaba
varias de sus narraciones. Nunca le pregunté qué le pareció el dictamen
vaticano, me gustaba provocar sus reflexiones con temas polémicos como este,
pero no recuerdo que hayamos conversado sobre el asunto.
Sí tengo fresca en la memoria la
colección de libros del jesuita que guardaba la Biblioteca diocesana, allí leí
la noticia y cuando pregunté por un título que no había engullido aún, tuve la
eficaz y pronta respuesta del bibliotecario: “No, muchacho, luego de que el
Vaticano dijo eso sobre sus obras, las cogí todas y las guardé en una caja”.
Hoy me doy cuenta que los criterios
eran verdaderos y que Ratzinger buscaba cuidar la doctrina, no atacar la obra
literaria de De Mello. Entiendo ahora, como una gran delicadeza, el hecho de
esperar a la muerte del escritor para divulgar los puntos de vista vaticanos. A
pesar de esto, debo reconocer que De Mello sigue siendo uno de mis autores de
cabecera. Algo me queda de la juventud…
Seguí con atención la trayectoria del
prelado alemán, disfruté su profunda lectura del Tríptico Romano, la
última obra poética de Juan Pablo II, que tuvo la responsabilidad de presentar.
Fue la personalidad más destacada en los funerales del Papa polaco. Con visible
emoción lo despidió, pero con suficiente inteligencia trazó la bitácora de la
barca eclesial para los próximos años.
Tuve la certeza, en ese minuto, de que
sería el próximo Papa, claro que no era difícil de predecir y no me va mayor
mérito en ello. No me sorprendí cuando las campanas de las iglesias de la
ciudad de Camagüey tocaron jubilosamente, estaba en la editorial estatal en la
que trabajaba y para confirmar mi sospecha llamé por teléfono a la Casa
Diocesana de la Merced. La recia señora que atendía la puerta me dijo con
afabilidad y entusiasmo que no le conocía: “Tenemos Papa, Osvaldo, es
Ratzinger, el alemán, y se llamará Benedicto XVI”.
El que parecía sería un muy breve pontificado de transición ya va para ocho años, y según se ve la salud física y espiritual de Benedicto XVI es difícil predecir cuántos restarán para su final. Ha tenido suficiente trabajo el Papa alemán en estos años. Su presencia en los medios también ha estado signada por la polémica y la especulación. Mi reconciliación con él fue completa cuando lo vi con energía enfrentar temas tan espinosos como la pederastia sacerdotal y la figura del fundador del Regnum Christi. Con mucho amor a la Iglesia, con verdadero sentido de justicia y con mano recia y dolorida de padre ha desbrozado el camino. Sin hablar de su importante aporte al tema Levfebrista y al camino de comunión con otras denominaciones cristianas.
Y como si fuera poco, ahora Benedicto
viene a Cuba, siguiendo la ruta de su predecesor ha puesto los ojos en esta
pequeña Isla del Caribe, de la que muchos cubanos afirman que está olvidada de
la mano de Dios.
Viene el vicario de Cristo, y no puedo
menos que sonreír al relacionar el hecho con un libro que leí de un humorista
español: La tournée de Dios de Enrique Jardiel Poncela. El argumento
ligeramente esbozado pudiera ser la visita de Dios a la tierra, y el revuelo
que se arma entre las religiones, partidos políticos e ideologías de toda clase
para abrogarse el derecho de ser coprotagonistas de la visita. Ante este
desparpajo, Dios mismo no puede salir del estupor. Algo similar pasa con la
visita de Benedicto a esta bienamada tierra. Aunque claro que aquí los
objetivos están más claros, solo que en nuestra débil naturaleza todos queremos
acomodarnos el sayo. Ah los cubanos y el choteo, vuelvo a decir con Mañach.
Un amigo escritor me preguntaba hace
unos días mis consideraciones sobre la visita. Y como ya no soy tan joven, le
expliqué la importancia del gesto con la Iglesia y el pueblo cubanos en los 400
años del hallazgo y presencia de María de la Caridad.
Le expliqué que Benedicto no es Juan
Pablo, que son carismas diferentes y momentos históricos diferentes. Pues
aunque no lo notemos la inmensa brecha histórica de aquella visita ya fue
saldada de muchas maneras. Le dije que ya Juan Pablo advirtió que los cubanos
debemos ser los protagonistas de nuestra propia historia, y que Benedicto no
tiene intención de contradecirlo. Pero que a pesar de esto, la palabra de
Cristo es radical, incómoda, subversiva, revolucionaria y edificante desde su
propia naturaleza, sea quien sea su portador…
Y le dije otras cosas que prefiero por
prudencia, cobardía dirán otros, callar ahora. No hice pronósticos, pero mi
amigo debe acordarse de mí si ha podido leer o enterarse, a pesar de la poca
información que puede consumir como buen cubano, de las declaraciones de
Benedicto a los periodistas durante el vuelo hacia México sobre la libertad de
los hijos de Dios y el camino para Cuba.
A estas alturas, como otros muchos,
debe saber que la importancia de esta visita no puede medirse ni pronosticarse
sin un considerable margen de error, pues la siembra es a tiempo y a destiempo
y la cosecha depende de la tierra no solo del sembrador.
Recuerdo también las palabras del
inmenso pastor que fue Mons. Adolfo Rodríguez, primer arzobispo de Camagüey:
“Cuba es la tierra buena del evangelio”.
Diría yo que faltan los obreros y un
tiempo nuevo para hacerla fructificar. Benedicto XVI viene como obrero de esa
palabra, como el sembrador que pondrá en el pan y el vino de la eucaristía su
comunión con nuestras miserias, dolores, riquezas y alegrías. Benedicto viene a
sembrar, la cosecha del amor nos toca a nosotros, los cubanos.
Remitido por Judith Méndez
Remitido por Judith Méndez
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