A la muerte con humor
Santo Tomás Moro, Gran Canciller del Rey Enrique VIII, fue degradado de su cargo y llevado a prisión, a causa de una dama. El rey había rechazado a su mujer, Catalina de Aragón, porque se había encaprichado con Ana Bolena, dama de honor de la reina. Pero cuando pidió el divorcio, la respuesta fue negativa.
Enrique VIII se enfureció y ordenó a su canciller que convenciera al papa, pero Tomás Moro respondió: Primero está mi conciencia y después el rey.
Fuera de sí, Enrique VIII se hizo proclamar por el Parlamento como jefe de la Iglesia de Inglaterra. Causó muchas víctimas, entre las cuales se encontraba Tomás Moro. Este terminó en prisión e incluso su mujer e hijos fueron a verlo para intentar convencerlo, pero Moro, inamovible, respondía: Supongamos que el rey me concede el indulto; ¿cuántos años de vida me podrán quedar: veinte, treinta, cuarenta? Y por cuarenta años de vida, ¿voy a traicionar mi conciencia y jugarme la eternidad?
Fue procesado, condenado por traición y encerrado en la Torre. Allí le tentaba en vano el lugarteniente, diciéndole: ¡su conducta es extraña... con un simple juramento podría usted salvar su vida!
¡Mi vida sí pero no mi alma! respondió el noble canciller.
El 6 de julio de 1535, por orden del rey, fue conducido a la guillotina. Hacía bastante frío y, estando ya en camino, al candidato al martirio no se le ocurre otra cosa que pedir una bufanda: Está bien que muera, pero ¿por qué tengo que coger catarro? -dijo irónicamente-, si ustedes me matan cumplen con su deber -dijo al verdugo- eso es asunto suyo; pero yo tengo que cuidar mi salud cumpliendo el quinto mandamiento. Un momento antes había dicho al carcelero Deja que lleve conmigo estas monedas de oro que se las daré al verdugo por su trabajo.
Se encontraba ya en pésimas condiciones cuando tuvo que subir la escalera que conducía al escenario de la decapitación. Iba apoyándose en una caña que había llevado consigo durante todo el proceso, pero a pesar de eso necesitaba que le echasen una mano: Ayúdenme a subir ahí arriba, que para bajar caeré rodando yo sólo.
El excanciller conservaba su acostumbrado humor, así que llegado al patíbulo, se arrodilló, rezó el salmo Miserere y después dijo al verdugo: ¡Ánimo amigo mío! no tengas miedo de cumplir con tu deber. Escucha: tengo el cuello bastante corto, así que ten cuidado de no equivocarte: está en juego tu honor.
Boletín diocesano Nº72
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