30 de marzo de 2012

Y TAMBIÉN LA LLUVIA...



Y también la lluvia…

Jesús de las Eras


Y también la lluvia, sí. También la lluvia, sí, despidió hace catorce años y dos meses a Juan Pablo II de la preciosa isla de Cuba. Era el atardecer del domingo 25 de enero de 1998. Durante cinco días el Papa Wojtyla había recorrido de occidente a oriente, de costa a costa la isla de Cubanacán
 
En su periplo, había ido iba sembrando, en la besana abierta de una tierra rica, fértil y agradecida, la semilla del evangelio de Jesucristo traducida a sus dimensiones antropológicas, transcendentes, morales y sociopolíticas. Entonces no era un vendaval ni un huracán el que se cernía y envolvía el corazón del Caribe y del Mar de las Antillas. 


Era un viento fresco y suave, aunque tan puro y tonificador; era una lluvia mansa y cuajada de promesa. En la tierra donde se ha hecho de una revolución un mito y una meta, Juan Pablo II habló sin prisa pero sin pausa de la revolución por excelencia de todos los tiempos: la de Jesucristo el Señor del tiempo y de la historia, la Verdad y la Esperanza.


Aquel domingo 25 de enero de 1998 la tarde estaba cayendo sobre La Habana y sobre toda Cuba. Era la hora del crepúsculo, incluso de la nostalgia. Era el turno de su discurso oficial de despedida, en el que repetiría y sintetizaría las líneas maestras de su magisterio de estos días. Acabada la lectura del texto previsto, volvió a improvisar - el mejor de los síntomas para calibrar su estado de ánimo -: "cuando venía el aeropuerto -dijo- ha empezado a llover. Pensé que los cielos lloraban la marcha del Papa de Cuba. Pero pronto entendí que esta era una interpretación muy superficial y recordé aquel himno litúrgico del adviento que implora que se abran los cielos y descienda el Salvador...".


En efecto, aquella lluvia, como el mismo Papa polaco, ya beato, dijo a renglón seguido, era otro símbolo, hermoso y fehaciente, de que Cuba y su Iglesia Católica se hallan en un nuevo adviento, que el Papa ha venido a consolidar, impulsar y fortalecer. 


En el atardecer del miércoles 28 de marzo de 2012 también llovió sobre La Habana, después de un día tórrido e intenso. También la lluvia quiso, ha querido ayer mismo, despedir al actual pastor supremo de la Iglesia, a Benedicto XVI, quien, con 85 años en sus espaldas, acaba de volver a dar lo mejor de sí mismo por los caminos hermosos, fatigosos y fatigados del oriente al occidente de la perla del Caribe. Benedicto XVI no es persona de huracanes ni de vendavales. Es persona de lluvia fina. Y la lluvia fina de Jesucristo, de su Iglesia, de la verdad, de la caridad, de la reconciliación, de la esperanza y de la concordia había sido, ha sido su siembra generosa y abundante, esparcida con paciencia, con amor y con perseverancia,  durante tres agotadoras jornadas en la histórica isla de Cubanacán que tanto deslumbró a Colón y a sus primeros descubridores occidentales.


Hoy, un día después, habrá todavía quien piense si el Papa se quedó cortó o si se pasó. Habrá quien siga preocupado en saber lo que habló o lo que dejó de hablar con el actual presidente Raúl Castro o, más aún, con su hermano, hermanísimo, el comandante Fidel, ya en evidente atardecida y retirada. Habrá quien siga diciendo que debía haber hablado con los disidentes. O no. Y toda su valoración del viaje papal se quede en esto.

Pero yo digo y escribo lo que siento: me ha bastado, me ha emocionado la lluvia fina. Y me ha sobrecogido que al irse el Papa de La Habana haya vuelto a llover. Y es que, a pesar de los pesares y son muchos, quienes hace catorce años y quienes ahora hemos sido testigos, de un modo u otro, de aquella y de esta lluvia, de aquella  y de esta siembra, de aquella y de esta brisa y de aquel y de este viento damos testimonio, humilde y gozoso, de que la Iglesia de Cuba vive en adviento, vive en esperanza preñada de anhelos y expectativas mejores
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