Y también la lluvia…
Jesús
de las Eras
Y también la lluvia,
sí. También la lluvia, sí, despidió hace catorce años y dos meses a Juan Pablo
II de la preciosa isla de Cuba. Era el atardecer del domingo 25 de enero de
1998. Durante cinco días el Papa Wojtyla había recorrido de occidente a oriente,
de costa a costa la isla de Cubanacán.
En su periplo, había
ido iba sembrando, en la besana abierta de una tierra rica, fértil y
agradecida, la semilla del evangelio de Jesucristo traducida a sus dimensiones
antropológicas, transcendentes, morales y sociopolíticas. Entonces no era un
vendaval ni un huracán el que se cernía y envolvía el corazón del Caribe y del
Mar de las Antillas.
Era un viento fresco y
suave, aunque tan puro y tonificador; era una lluvia mansa y cuajada de promesa.
En la tierra donde se ha hecho de una revolución un mito y una meta, Juan Pablo
II habló sin prisa pero sin pausa de la revolución por excelencia de todos los
tiempos: la de Jesucristo el Señor del tiempo y de la historia, la Verdad y la
Esperanza.
Aquel domingo 25 de
enero de 1998 la tarde estaba cayendo sobre La Habana y sobre toda Cuba.
Era la hora del crepúsculo, incluso de la nostalgia. Era el turno de su
discurso oficial de despedida, en el que repetiría y sintetizaría las líneas maestras
de su magisterio de estos días. Acabada la lectura del texto previsto, volvió a
improvisar - el mejor de los síntomas para calibrar su estado de ánimo -:
"cuando venía el aeropuerto -dijo- ha empezado a llover. Pensé que los
cielos lloraban la marcha del Papa de Cuba. Pero pronto entendí que esta era
una interpretación muy superficial y recordé aquel himno litúrgico del adviento
que implora que se abran los cielos y descienda el Salvador...".
En efecto, aquella
lluvia, como el mismo Papa polaco, ya beato, dijo a renglón seguido, era otro
símbolo, hermoso y fehaciente, de que Cuba y su Iglesia Católica se hallan en
un nuevo adviento, que el Papa ha venido a consolidar, impulsar y fortalecer.
En el atardecer del
miércoles 28 de marzo de 2012 también llovió sobre La Habana, después de un día
tórrido e intenso. También la lluvia quiso, ha querido ayer mismo, despedir al
actual pastor supremo de la Iglesia, a Benedicto XVI, quien, con 85 años en sus
espaldas, acaba de volver a dar lo mejor de sí mismo por los caminos hermosos,
fatigosos y fatigados del oriente al occidente de la perla del Caribe.
Benedicto XVI no es persona de huracanes ni de vendavales. Es persona de lluvia
fina. Y la lluvia fina de Jesucristo, de su Iglesia, de la verdad, de la
caridad, de la reconciliación, de la esperanza y de la concordia había sido, ha
sido su siembra generosa y abundante, esparcida con paciencia, con amor y con
perseverancia, durante tres agotadoras jornadas en la histórica isla de
Cubanacán que tanto deslumbró a Colón y a sus primeros descubridores
occidentales.
Hoy, un día después,
habrá todavía quien piense si el Papa se quedó cortó o si se pasó. Habrá quien
siga preocupado en saber lo que habló o lo que dejó de hablar con el actual
presidente Raúl Castro o, más aún, con su hermano, hermanísimo, el comandante
Fidel, ya en evidente atardecida y retirada. Habrá quien siga diciendo que
debía haber hablado con los disidentes. O no. Y toda su valoración del viaje
papal se quede en esto.
Pero yo digo y escribo
lo que siento: me ha bastado, me ha emocionado la lluvia fina. Y me ha
sobrecogido que al irse el Papa de La Habana haya vuelto a llover. Y es que, a
pesar de los pesares y son muchos, quienes hace catorce años y quienes ahora
hemos sido testigos, de un modo u otro, de aquella y de esta lluvia, de aquella
y de esta siembra, de aquella y de esta brisa y de aquel y de este viento
damos testimonio, humilde y gozoso, de que la Iglesia de Cuba vive en adviento,
vive en esperanza preñada de anhelos y expectativas mejores
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