24 de mayo de 2010


La era que terminó hace un siglo

Vicente Echerri

A las 9:00 de la mañana del 20 de mayo de 1910, el cortejo fúnebre de Eduardo VII salía del palacio de Buckingham rumbo al castillo de Windsor, donde el monarca sería sepultado. Detrás del armón fúnebre marchaban a caballo nueve reyes y cinco príncipes coronados a los que seguían, en carrozas, siete reinas y hasta unas cuarenta altezas imperiales y reales, amén de otros jefes de Estado y embajadores plenipotenciarios que, en total, representaban a setenta países.

Era sin duda la mayor manifestación de pompa y poder que se hubiera dado jamás en una capital europea. Pero el entierro del hombre a quien llamaban ``el tío de Europa'' significaba también, aunque muchos en esa mañana de hace un siglo no lo supieran, el fin de una época.

Barbara W. Touchman, la historiadora norteamericana, escogió esa escena como introito a su célebre libro Los cañones de agosto, en el que narra magistralmente el inicio de la primera guerra mundial. «El amortiguado badajo del Big Ben daba las nueve cuando el cortejo salió del palacio, pero en el reloj de la historia era el ocaso, y el sol del viejo mundo se ponía en la moribunda llamarada de un esplendor nunca antes visto».


En efecto, era la vistosa despedida de toda una era que había marcado el ápice del desarrollo, la paz y la prosperidad de Europa que, en ese momento, era dueña de la mitad del mundo. Desde la guerra franco-prusiana en 1870, que ocasionara el advenimiento de la tercera república francesa y, simultáneamente, del imperio alemán, los europeos no habían sido testigos de ningún conflicto armado en su suelo.

Y hacia fines de siglo, la guerra era vista como una rémora que sólo pervivía en esos suburbios de la historia que eran los territorios coloniales. Cuando Winston Churchill quiso estrenarse como corresponsal de guerra en 1895, el vasto imperio británico estaba en paz y el Ministerio de Colonias le sugirió que fuese a Cuba, que era uno de los pocos lugares del planeta, si no el único, donde se libraba una contienda.

Algo parecido le ocurrió a Orestes Ferrara, un año después, cuando sus ideales lo impulsaron a poner su vida al servicio de una causa noble. En 1896, Cuba era, al parecer, el único lugar del mundo donde la gente se mataba.


A esos cuarenta años que median entre la rendición de Napoleón III en Sedán y el entierro de Eduardo VII (y que algunos extienden hasta el verano de 1914) se les ha llamado después la Belle Epoque, tiempo en que las fronteras europeas, por las que tanto se había guerreado, quedaron abiertas al turismo de una aristocracia y una alta burguesía viajera que se movía sin aprensiones desde las márgenes del Neva hasta la Riviera francesa y que solía escapar de la humedad de Estocolmo y de Londres en la Toscana y en Sicilia. El tren se internacionalizó entonces, y también los balnearios. Cannes, Niza, Lido, Biarritz, San Sebastián se convirtieron en destinos de vacacionistas y convalecientes (pues la tuberculosis seguía siendo un azote) y el famoso Orient Express atravesaba a diario el continente, sin mayores trámites aduanales, de París a Estambul. Epoca de refinamiento y abundancia para los europeos, a la que Stefan Zweig haría objeto de una conmovedora evocación en El mundo de ayer y de cuya nostalgia nunca llegó a curarse.


Sin embargo, la violencia que haría añicos ese mundo en 1914 ya latía en lo íntimo de esta elegante autocomplacencia europea de fines del siglo XIX y principios del XX con el fermento de movimientos revolucionarios que, más de una vez, llegaron a consumar notorios asesinatos políticos, como el del zar Alejandro II en 1881, el del primer ministro español Cánovas del Castillo en 1897 y el del rey Carlos I de Portugal y su heredero en 1908.

Súmese a esto el creciente poder del sindicalismo militante, como un efecto directo del auge de la revolución industrial, y el desbocado nacionalismo que se dio en algunas regiones, particularmente en los Balcanes y que terminaría por encender la chispa de la conflagración.


Ciertamente, la Belle Epoque fue un momento constelar de la civilización occidental, pero profundamente amenazado por las fuerzas que pugnaban en su interior y que también expresaban su inconformidad en el arte y la literatura. Las vanguardias que luego llenarían el siglo XX empezaron entonces como una búsqueda de nuevas formas de expresión, pero también como una manera de rebelarse frente al acomodo de unas generaciones que creyeron estar viviendo el triunfo absoluto del progreso y la razón, cuando unas cuantas invenciones --como la luz eléctrica, el teléfono, el motor de combustión interna y, con ello, los primeros avances del automóvil y de la aviación-- les hicieron pensar a muchos que la barbarie había quedado del todo superada. Los hechos se encargarían de desmentirlos.


Vicente Echerri
(C)Echerri 2010
El Nuevo Herald Miami
20 de mayo de 2010
Ilustración; Google
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