11 de julio de 2010


La Soledad,
una mirada espiritual

(Conclusión)

Mons. José Sarduy Marrero

En sus altares y en su púlpito -hoy desaparecido- predicaron, nada más y nada menos, San Antonio María Claret, un santo que debió dejar aquí su irradiación de santidad; el P. Valencia, que insistía como siempre en la caridad como expresión máxima de la fe; Mons. Enrique Pérez Serantes, ese coloso de la evangelización en nuestra tierra; el P. Miguel Becerril, y tantos otros que han dejado el testimonio de santidad y contribuyeron a formar la fe y la caridad de quienes tuvieron o tenemos la dicha de participar en la vida de esta iglesia.

La vida de esta parroquia está preñada de innumerbles acontecimientos y experiencias ricas de fe y devoción. Yo vi el desayuno que los viernes se servía a los pobres, la procesión del Retiro, llamada después de la Virgen de la Soledad, en la noche del Viernes Santo, que recorría las calles al concluir la del Santo Entierro; la Asociación de las Hijas de María, cantera de mujeres ejercitadas en las virtudes y el amor a la Virgen; el culto popular y cristiano a Santa Bárbara, la joven mártir de la fe; la labor evangelizadora de los hombres y mujeres de la Acción Católica; el saludo cordial del P. Becerril que, en compañía del fiel Rubén, sobreviviente del ciclón de Santa Cruz del Sur, ofrecía a todos los que se encontraba, mientras recorría, casa por casa, las calles de esta parroquia, desde Avellaneda hasta Palma y la Zambrana, siempre en busca de la oveja perdida, y últimamente la atención laboriosa y constante a los presos y familiares desarrollada en Camagüey por el inquieto e incansable P. Paquito.

Pudiéramos hablar de la numerosa catequesis de niños en la cual se han dstacado siempre las Hermanas Salesianas; la cooperación litúrgica del coro; la agradable belleza del templo, siempre limpio y acogedor.

No quisiera dejar de mencionar lo que supe de pequeño, cuando un domingo en la mañana se desprendió una campana de la torre y cayó allí delante del altar de San Francisco sin que hubiera víctimas, sólo el susto; tampoco dejaré de mencionar la temeridad del P. Paquito cuando, sostenido en una grúa, inspeccionó los daños ocasionados por un rayo en el extremo de la torre, ya entonces desprovista de la cruz por la misma causa; y menos aún dejaré de mencionar el espectacular aguacero que acompañó el entierro del P. Becerril y de un pueblo conmovido que, con su presencia, quería testimoniar la admiración, el cariño y agradecimiento a quien por más de 60 años había sido el pastor, según el corazón de Dios, de esta comunidad.

Foto: Google
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