Ignacio Agramonte y Loynaz
Camagüey, 23 de diciembre de 1841
Potrero de Jimaguayú, 11 de mayo de 1873
Potrero de Jimaguayú, 11 de mayo de 1873
José Martí
Párrafos dedicados a Ignacio Agramonte por José Martí en su artículo “Céspedes y Agramonte”, publicado en el periódico “El Avisador Cubano” de Nueva York, el 10 de octubre de 1888:
«El extraño puede escribir estos nombres sin temblar, o el pedante, o el ambicioso; el buen cubano, no. De Céspedes el ímpetu, y de Agramonte la virtud. El uno es como el volcán, que viene, tremendo e imperfecto, de las entrañas de la tierra; y el otro es como el espacio azul que lo corona. De Céspedes el arrebato, y de Agramonte la purificación.
El uno desafía con autoridad como de rey; y con fuerza como de la luz, el otro vence. Vendrá la historia, con sus pasiones y justicias; y cuando los haya mordido y recortado a su sabor, aún quedará en el arranque del uno y en la dignidad del otro, asunto para la epopeya. Las palabras pomposas son innecesarias para hablar de los hombres sublimes. Otros hagan, y en otra ocasión, la cuenta de los yerros, que nunca será tanta como la de las grandezas. Hoy es fiesta, y lo que queremos es volverlos a ver al uno en pie, audaz y magnifico, dictando de un ademán, al disiparse la noche, la creación de un pueblo libre, y al otro tendido en sus últimas ropas, cruzado del látigo el rostro angélico, vencedor aun en la muerte. ¡Aún se puede vivir, puesto que vivieron a nuestros ojos hombres tales! […]
... ¡Y aquél del Camagüey, aquel diamante con alma de beso? Ama a su Amalia locamente; pero no la invita a levantar casa sino cuando vuelve de sus triunfos de estudiante en la Habana, convencido de que tienen todavía mejilla aquellos señores para años: “no valen para nada ¡para nada!” Y a los pocos días de llegar al Camagüey, la Audiencia lo visita, pasmada de tanta autoridad y moderación en abogado tan joven; y por las calles dicen: “¡ése!”; y se siente la presencia de una majestad, pero ¡no él, no él! que hasta que su mujer no le cosió con sus manos la guajira azul para irse a la guerra, no creyó que habían comenzado sus bodas.
Por su modestia parecía orgulloso: la frente, en que el cabello negro encajaba como en un casco, era de seda, blanca y tersa, como para que la besase la gloria: oía más que hablaba, aunque tenía la única elocuencia estimable, que es la que arranca de la limpieza del corazón; se sonrojaba cuando le ponderaban su mérito: se le humedecían los ojos cuando pensaba en el heroísmo, o cuando sabía de una desventura, o cuando el amor le besaba la mano: “¡le tengo miedo a tanta felicidad!” Leía despacio obras serias. Era un ángel para defender, y un niño para acariciar. De cuerpo era delgado, y más fino que recio, aunque de mucha esbeltez. Pero vino la guerra, domó de la primera embestida la soberbia natural, y se le vio por la fuerza del cuerpo, la exaltación de la virtud. Era como si por donde los hombres tienen corazón tuviera él estrella. Su luz era así, como la que dan los astros; y al recordarlo, suelen sus amigos hablar de él con unción, como se habla en las noches claras, y como si llevasen descubierta la cabeza.
¡Acaso no hay otro hombre que en grado semejante haya sometido en horas de tumulto su autoridad natural a la de la patria! ¡Acaso no haya romance más bello que el de aquel guerrero, que volvía de sus glorias a descansar, en la casa de palmas, junto a su novia y su hijo! “¡Jamás, Amalia, jamás seré militar cuando acabe la guerra! Hoy es grandeza, y mañana será crimen. ¡Yo te lo juro por él, que ha nacido libre! Mira, Amalia: aquí colgaré mi rifle, y allí, en aquel rincón donde le di el primer beso a mi hijo, colgaré mi sable”. Y se inclinaba el héroe, sin más tocador que los ojos de su esposa, a que con las tijera de coserle las dos mudas de dril en que lucía tan pulcro y hermoso, le cortase, para estar de gala en el santo de su hijo, los cabellos largos.
¿Y aquel era el que a paso de gloria mandaba el ejercicio de su gente, virgen y gigantesco como el monte donde escondía la casa de palmas de su compañera, donde escondía “El Idilio”? ¿Aquel que arengaba a sus tropas con voz desconocida, e inflamaba su patriotismo con arranques y gestos soberanos? ¿Aquel el que tenía por entretenimiento saltar tan alto con su alazán Mambí la cerca, que se le veía perder el cuerpo en la copa de los árboles? ¿Aquel el que jamás permite que en la pelea se le adelante nadie, y cuando le viene en un encuentro el Tigre al frente, el Tigre jamás vencido brazo a brazo, pica hondo al Mambí para que no se lo sujeten, y con la espada de Mayor, y la que le relampaguea en los ojos, tiene el machete del Tigre a raya? ¿Aquel que cuando le profana el español su casa nupcial, se va solo, sin más ejército que Elpidio Mola, a rondar, mano al cinto, el campamento en que le tienen cautivos sus amores? ¿Aquel que cuando mil españoles le llevan preso al amigo, da sobre ellos con treinta caballos, se les mete por entre las ancas, y saca al amigo libre? ¿Aquel que, sin más ciencia militar que el genio, organiza la caballería, rehace el Camagüey deshecho, mantiene en los bosques talleres de guerra, combina y dirige ataques victoriosos, y se vale de su renombre para servir con él al prestigio de la ley, cuando era el único que, acaso con beneplácito popular, pudo siempre desafiarla?
¡Aquel era; el amigo de su mulato Ramón Agüero; el que enseñó a leer a su mulato con la punta del cuchillo en las hojas de los árboles; el que despedía en sigilo decoroso sus palabras austeras, y parecía que curaba como médico cuando censuraba como general; el que cuando no podía repartir, por ser pocos, los buniatos o la miel, hacía cubalibre con la miel para que alcanzase a sus oficiales, o le daba los buniatos a su caballo, antes que comérselos él solo; el que ni en sí ni en los demás humilló nunca al hombre! Pero jamás fue tan grande, ni aun cuando profanaron su cadáver sus enemigos, como cuando al oír la censura que hacían del gobierno lento sus oficiales, deseosos de verlo rey por el poder como lo era por la virtud, se puso en pie, alarmado y soberbio, con estatura que no se le había visto hasta entonces, y dijo estas palabras:
“¡Nunca permitiré que se murmure en mi presencia del Presidente de la República!”
¡Esos son, Cuba, tus verdaderos hijos! »
Ilustración: Google
Párrafos dedicados a Ignacio Agramonte por José Martí en su artículo “Céspedes y Agramonte”, publicado en el periódico “El Avisador Cubano” de Nueva York, el 10 de octubre de 1888:
«El extraño puede escribir estos nombres sin temblar, o el pedante, o el ambicioso; el buen cubano, no. De Céspedes el ímpetu, y de Agramonte la virtud. El uno es como el volcán, que viene, tremendo e imperfecto, de las entrañas de la tierra; y el otro es como el espacio azul que lo corona. De Céspedes el arrebato, y de Agramonte la purificación.
El uno desafía con autoridad como de rey; y con fuerza como de la luz, el otro vence. Vendrá la historia, con sus pasiones y justicias; y cuando los haya mordido y recortado a su sabor, aún quedará en el arranque del uno y en la dignidad del otro, asunto para la epopeya. Las palabras pomposas son innecesarias para hablar de los hombres sublimes. Otros hagan, y en otra ocasión, la cuenta de los yerros, que nunca será tanta como la de las grandezas. Hoy es fiesta, y lo que queremos es volverlos a ver al uno en pie, audaz y magnifico, dictando de un ademán, al disiparse la noche, la creación de un pueblo libre, y al otro tendido en sus últimas ropas, cruzado del látigo el rostro angélico, vencedor aun en la muerte. ¡Aún se puede vivir, puesto que vivieron a nuestros ojos hombres tales! […]
... ¡Y aquél del Camagüey, aquel diamante con alma de beso? Ama a su Amalia locamente; pero no la invita a levantar casa sino cuando vuelve de sus triunfos de estudiante en la Habana, convencido de que tienen todavía mejilla aquellos señores para años: “no valen para nada ¡para nada!” Y a los pocos días de llegar al Camagüey, la Audiencia lo visita, pasmada de tanta autoridad y moderación en abogado tan joven; y por las calles dicen: “¡ése!”; y se siente la presencia de una majestad, pero ¡no él, no él! que hasta que su mujer no le cosió con sus manos la guajira azul para irse a la guerra, no creyó que habían comenzado sus bodas.
Por su modestia parecía orgulloso: la frente, en que el cabello negro encajaba como en un casco, era de seda, blanca y tersa, como para que la besase la gloria: oía más que hablaba, aunque tenía la única elocuencia estimable, que es la que arranca de la limpieza del corazón; se sonrojaba cuando le ponderaban su mérito: se le humedecían los ojos cuando pensaba en el heroísmo, o cuando sabía de una desventura, o cuando el amor le besaba la mano: “¡le tengo miedo a tanta felicidad!” Leía despacio obras serias. Era un ángel para defender, y un niño para acariciar. De cuerpo era delgado, y más fino que recio, aunque de mucha esbeltez. Pero vino la guerra, domó de la primera embestida la soberbia natural, y se le vio por la fuerza del cuerpo, la exaltación de la virtud. Era como si por donde los hombres tienen corazón tuviera él estrella. Su luz era así, como la que dan los astros; y al recordarlo, suelen sus amigos hablar de él con unción, como se habla en las noches claras, y como si llevasen descubierta la cabeza.
¡Acaso no hay otro hombre que en grado semejante haya sometido en horas de tumulto su autoridad natural a la de la patria! ¡Acaso no haya romance más bello que el de aquel guerrero, que volvía de sus glorias a descansar, en la casa de palmas, junto a su novia y su hijo! “¡Jamás, Amalia, jamás seré militar cuando acabe la guerra! Hoy es grandeza, y mañana será crimen. ¡Yo te lo juro por él, que ha nacido libre! Mira, Amalia: aquí colgaré mi rifle, y allí, en aquel rincón donde le di el primer beso a mi hijo, colgaré mi sable”. Y se inclinaba el héroe, sin más tocador que los ojos de su esposa, a que con las tijera de coserle las dos mudas de dril en que lucía tan pulcro y hermoso, le cortase, para estar de gala en el santo de su hijo, los cabellos largos.
¿Y aquel era el que a paso de gloria mandaba el ejercicio de su gente, virgen y gigantesco como el monte donde escondía la casa de palmas de su compañera, donde escondía “El Idilio”? ¿Aquel que arengaba a sus tropas con voz desconocida, e inflamaba su patriotismo con arranques y gestos soberanos? ¿Aquel el que tenía por entretenimiento saltar tan alto con su alazán Mambí la cerca, que se le veía perder el cuerpo en la copa de los árboles? ¿Aquel el que jamás permite que en la pelea se le adelante nadie, y cuando le viene en un encuentro el Tigre al frente, el Tigre jamás vencido brazo a brazo, pica hondo al Mambí para que no se lo sujeten, y con la espada de Mayor, y la que le relampaguea en los ojos, tiene el machete del Tigre a raya? ¿Aquel que cuando le profana el español su casa nupcial, se va solo, sin más ejército que Elpidio Mola, a rondar, mano al cinto, el campamento en que le tienen cautivos sus amores? ¿Aquel que cuando mil españoles le llevan preso al amigo, da sobre ellos con treinta caballos, se les mete por entre las ancas, y saca al amigo libre? ¿Aquel que, sin más ciencia militar que el genio, organiza la caballería, rehace el Camagüey deshecho, mantiene en los bosques talleres de guerra, combina y dirige ataques victoriosos, y se vale de su renombre para servir con él al prestigio de la ley, cuando era el único que, acaso con beneplácito popular, pudo siempre desafiarla?
¡Aquel era; el amigo de su mulato Ramón Agüero; el que enseñó a leer a su mulato con la punta del cuchillo en las hojas de los árboles; el que despedía en sigilo decoroso sus palabras austeras, y parecía que curaba como médico cuando censuraba como general; el que cuando no podía repartir, por ser pocos, los buniatos o la miel, hacía cubalibre con la miel para que alcanzase a sus oficiales, o le daba los buniatos a su caballo, antes que comérselos él solo; el que ni en sí ni en los demás humilló nunca al hombre! Pero jamás fue tan grande, ni aun cuando profanaron su cadáver sus enemigos, como cuando al oír la censura que hacían del gobierno lento sus oficiales, deseosos de verlo rey por el poder como lo era por la virtud, se puso en pie, alarmado y soberbio, con estatura que no se le había visto hasta entonces, y dijo estas palabras:
“¡Nunca permitiré que se murmure en mi presencia del Presidente de la República!”
¡Esos son, Cuba, tus verdaderos hijos! »
Ilustración: Google
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