9 de noviembre de 2013

El ciclón del 32



El ciclón del 32
Ana Dolores García
 
En su relación de huracanes sufridos en nuestro territorio nacional, el Instituto Meteorológico Cubano lo catalogó oficialmente como el mayor desastre natural del siglo XX en Cuba.

En Camagüey todavía se le recuerda por los pocos que lo sobrevivieron o los que desde tierra adentro supieron de la tragedia, o por quienes de generación en generación la hemos ido escuchando de nuestros mayores.

Ya era un poco tarde para pensar en huracanes, pero la naturaleza siempre nos prepara sorpresas insospechadas. Se supo de él el 31 de octubre, cuando comenzó a adentrarse en el mar Caribe procedente del Atlántico.  Bordeando el Sur de las Islas La Española y Jamaica, en lugar de seguir ruta hasta el Golfo de México dio un viraje de 90 grados y se dirigió a Cuba, atravesándola de Sur a Norte.

Ha pasado a nuestra historia como «el ciclón del treinta y dos» porque entonces a nadie se le había ocurrido aún darles nombres. Fue el culpable del ras de mar de Santa Cruz del Sur. Una ciudad que quedó anegada bajo el agua y un mar que se desbordó hasta más allá de 20 km de la costa. La resaca dejó al descubierto cientos de cadáveres y a esta cuenta hubo que agregar otros cientos de desaparecidos que el mar no devolvió nunca. En Santa Cruz del Sur la cuenta sobrepasó las 2,500 víctimas. Que tampoco fueron las únicas, porque las zonas afectadas cubrieron un amplio radio desde el área costera de Ciego de Ávila hasta Guayabal, produciendo poco más de 3000 muertos en total y miles más de heridos y damnificados.

El impacto inicial, que fuera recibido por un pequeño pueblo de pescadores cercano a la ciudad de Santa Cruz del Sur, se extendió hasta la propia ciudad, la más importante de toda la costa meridional de lo que era la vasta provincia de Camagüey en aquella época.   Allí la cresta de las olas llegó a alcanzar una altitud de 6 metros, dejándola  completamente arrasada.     

 
Monumento a las víctimas 

Tendríamos que situarnos mentalmente en aquellos años de pocos recursos  para la investigación meteorológica  y  los medios de radiocomunicación.  Los dos observatorios de La Habana, el oficial y el de los Padres Jesuitas habían advertido de la peligrosidad del huracán, situado ya en el extremo Oeste al Sur de Jamaica, y hay que reconocer que por uno u otro motivo no se hizo mucho caso de esas advertencias. ¿Incredulidad sobre la verdadera fuerza y dimensión del ciclón, o sobre la exactitud de los pronósticos, que no pocas veces habían fallado en predicciones similares anteriores?

Al amanecer del 9 de noviembre la fuerza de los vientos y de las olas del mar sorprendió a los santacruceños. Ya no hubo dónde resguardarse ni tiempo para hacerlo.  A algunos cientos se les ocurrió buscar refugio en vagones de ferrocarril estacionados cerca de  la estación ferroviaria y que la fuerza del mar volcó inmisericorde, pereciendo todos.

Los relatos de quienes lograron sobrevivir eran increíbles y aterradores. Se calculó que había muerto el 70% de la población de Santa Cruz del Sur.  Para evitar epidemias, se procedió a la quema indiscriminada de cadáveres al tiempo que  comenzó el traslado de los heridos hasta  la ciudad de Camagüey. 

La población de la capital agramontina se volcó en ayuda a los damnificados, acogiendo en sus hogares a familias enteras que todo lo habían perdido, y adoptando numerosos niños que habían quedado sin padres.
 

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