SEMBLANZA
DE FIDEL CASTRO
(4ª Entrega)
Por José Ignacio Rasco
EN EL NUEVO RÉGIMEN
En 1959, a partir de enero, la euforia
y la confusión se enseñoreaban del panorama cubano.Los dueños del periódico Información
estaban bien preocupados por la situación. Sabiendo de mi conocimiento del
líder revolucionario me pidieron que fuera a Santiago de Cuba a otear el
ambiente. Yo era entonces ejecutivo y columnista del periódico, así que me fui
acompañado por Fernando Alloza, un gran reportero, republicano español, que
había sido dirigente comunista en sus años mozos, por lo que era un magnífico
detector de los síntomas que otros todavía no querían reconocer. Allí supimos
de los primeros y horrorosos fusilamientos dirigidos por Raúl Castro.
Hablamos
con muchos amigos, con gran cautela, pues el embullo, aun entre la gente más
anticomunista, era desconcertante. Uno de los pocos que analizaba muy
preocupadamente la situación era el Dr. Fermín Peinado, profesor universitario,
dirigente católico y que había sido comunista también en su juventud.
Para él no había dudas de la fuerte tendencia
marxista de muchos dirigentes del 26 de julio. Volvimos a La Habana, y dos de
los dueños del periódico Información, José Ignacio Montaner y Pedro
Basterrechea, nos pidieron que tratáramos de ir a Santa Clara para ver a Castro
antes de que se presentara en La Habana. Y así lo hicimos.
El 6 de enero -dos días antes de que
el «Máximo Líder» llegara a la capital- nos entrevistamos con él en un rincón
del Gobierno Provincial de Santa Clara. Allí conversamos a solas con Castro,
Alloza y yo. De vez en cuando interfería Celia Sánchez que cortaba la
entrevista pues Fidel tenía que salir para Cienfuegos a un mitin público.
Luego de preguntarme por Estela, y de
amenazar con ir a casa a comerse un arroz con pollo, me comenzó a criticar a
Belén, a la oratoria de Rubinos y a «toda las boberías que nos enseñaban allá».
Añadió que no tenía la menor intención de visitar el colegio, que los curas le
habían negado el permiso a algunos empleados para ir al Moncada. Por cierto,
varios de los que fueron murieron en el asalto. Fidel oscilaba entre un afecto
jacarandoso y momentos iracundos.
Nos hizo una apología del papel que habían
jugado los comunistas en la lucha contra Batista y echó pestes contra los
Estados Unidos. Se burló con ironía y sarcasmo de figuras políticas muy
vinculadas a la revolución, muchas de las cuales integrarían el Gabinete con
Urrutia.
Trató de refutar nuestras
observaciones críticas y, en algún momento, perdió la ecuanimidad. No obstante
se quiso retratar con nosotros y enviar un saludo al pueblo de La Habana, de su
puño y letra, a través de Rasco y Alloza. Nos dijo que fuéramos a oírlo a
Cienfuegos. Cosa que hicimos.
Allí dio un mitin público, de madrugada, con un
tiempo friolento, y desbarró incoherentemente contra los Estados Unidos, el
embajador norteamericano y otros elementos «contrarrevolucionarios». Volvió a
hablar de los imaginarios 20,000 muertos de Batista. Hablaba inconexamente,
balanceándose como si estuviera algo borracho.
Pero al salir de la entrevista de
Santa Clara, antes de ir para Cienfuegos, pudimos ver a muchos compañeros
comunistas de la universidad. Allí nos encontramos también con otros amigos no
comunistas, algunos de los cuales, bajaban de la Sierra. Entre ellos, Manolo
Artime y Pardo Llada, que estaban aterrados de la penetración comunista y de la
fría crueldad de los jefes implacables.
Regresamos a La Habana. Allí hablamos
con obispos, embajadores, políticos y amigos. Pero entonces tampoco «nadie
escuchaba». En el campamento de Columbia, donde ocurrió el fenómeno calculado
de la paloma, salimos preocupados con el discurso de nuestro antiguo compañero
de aulas.
El discurso del 8 de enero de 1959 en
Columbia no era el clásico discurso criollo del triunfo, de fiesta y alegría.
Nada de reconciliación ni de apaciguamiento, en un momento en que todo el mundo
quería convivir en paz y unión.
Fue una típica pieza dialéctica de guerra, de
amenaza y divisionismo, a pesar de aquello de ¿armas para qué? Sólo para
desarmar a cualquier competidor. Un ataque violento al Directorio
Revolucionario, contra Rolando Cubelas y Faure Chomon.
Un querido profesor de Belén, embobado
con la revolución, al día siguiente del discursito de la paloma me dijo, al ver
mis observaciones de aguafiesta:
«Tienes el diablo metido en el cuerpo, le tienes envidia a tu compañero de
curso… tú le ganarías en el colegio… pero ahora él es quien va a triunfar…»
Aquel profesor, deslumbrado muchos
años con la revolución, al fin murió en el exilio. Así andaban los ánimos
pasionales por aquellos días. Aun los más doctos sucumbían ante el hechizo
carismático de Fidel y de la paloma que cayó sobre sus hombros, que algunos
blasfemos decían que era el Espíritu Santo.
El 22 de enero frente al Palacio
Presidencial, Fidel convocó a una gran concentración donde la gente masivamente
pedía «¡paredón! ¡paredón!» para los batistianos, «asesinos de 20,000 cubanos».
Erizaba ver aquella multitud fanatizada y engañada por una demagogia bien
calculada y, alrededor del líder, algunos «burgueses» ya en el gobierno o
aspirando a entrar, con caras hoscas: engreídos, pretendiendo ser más jacobinos
que nadie; confundidos con el triunfo que pronto los defraudaría.
A la salida de Palacio Castro se
encontró conmigo y de sopetón me dijo: «Tú vienes también a Venezuela,
¿verdad?» «No pensaba», le contesté, «y además, no he sido invitado como
periodista». Y dio órdenes entonces a algún ayudante para que me pusieran en la
lista. Así fue.
La organización y la salida de aquel
viaje fue todo con gran desorden y atraso. Al llegar a Maiquetía, la
escalerilla del avión se desbarató por el peso de la aglomeración de visitantes
y visitados y caímos todos al suelo. Una de las azafatas se fracturó alguna
costilla y tuvimos que llevarla, junto con otros al hospital más cercano en La
Guaira. Así que salimos de allí en ambulancia. En este viaje un miliciano murió
víctima de las hélices de un avión.
El entusiasmo popular fue desbordante.
Se veía a Castro como un nuevo Bolívar, lo que aumentaba su megalomanía
afirmando públicamente que la nueva Sierra Maestra debería ser Los Andes.
En la Embajada de Cuba, en Caracas,
nos reunimos con él, el P. Alberto de Castro y Celia Sánchez, a ratos, en un
cuarto de baño, pues era el único espacio libre de gente que quedaba en la
Embajada. Allí Castro me juró que no era comunista, sino «humanista» y como
«prueba» me mostraba las medallitas que llevaba en una cadena al cuello, todo
lo cual «se la habían regalado varias mujeres y hasta una monjita» en su
cabalgata de Oriente a La Habana.
Y echó pestes de algunos comunistas. Pero cantinfleó bastante al tratar de justificar
algunas medidas revolucionarias adoptadas de corte totalitario y comunistoide.
Nos pidió que lo ayudáramos en sus luchas, sin más precisión.
En Venezuela pudo engañar a casi todo
el mundo menos al sagaz Rómulo Betancourt, ex-comunista, que detectó, y nos
confesó, la peligrosidad de Castro.
Pocos días después me llamó Castro
para que le preparara un proyecto de ley sobre la prensa, a fin de acabar con
los subsidios y botellas que recibían muchos periódicos en Cuba a costa del
erario público. Yo me reuní con algunos periodistas amigos, miembros del Bloque
de Prensa, y elaboramos un modesto esquema, totalmente democrático y liberal,
que le entregué personalmente a Castro y que debió ir al cesto de basura
rápidamente.
Pero lo más interesante del caso fue que me pidió que se lo
entregara en el Hotel Hilton donde tenía uno de los lujosos asientos de su
poder. Lo esperaba en el lobby del
Hotel, repleto de gentes importantes, del viejo y nuevo régimen, que querían
ver a Fidel para interceder por los presos y por otros amenazados con el
paredón. Pero Castro entró al salón sin saludar a ninguno de los personajes que
allí estaban. Y se dirigió a un guajirito infeliz, su compañero en la Sierra.
Lo abrazó, lo agasajó y gritó para que todos oyeran que «con éstos son con los
que hay que gobernar, no con la partida de arribistas que están aquí». Y le
dijo a Celia que le diera todos sus teléfonos y que él podía visitarlo aún
cuando estuviera en una reunión en Palacio.
Luego de tantas zalemas y desprecio me
pidió a mí y a otros, que lo acompañáramos a su despacho. Cuál no sería mi
asombro cuando tan pronto entramos en el ascensor le ordenó a su ayudante que
prendiera a ese guajirito -creo que su apellido era Rodríguez- que antes había
saludado con tanta emoción.
Pero, eso sí, ordenó «que fuera el Che
quien lo hiciera».
El Che, consternado, cumplió y lo encerró en La Cabaña sin
dar explicaciones. Pero para muchos revolucionarios aquella decisión fue
absurda e incomprensible. Se trataba de un capitán de la Sierra. Las protestas
no se hicieron esperar.
Poco días después tuve que ir a
Palacio con un grupo de profesores y alumnos de la Universidad de Villanueva,
para protestar contra aquella absurda Ley 11 que era un ataque directo a la
Universidad de Villanueva y a otras universidades privadas. La ley desconocía y
anulaba los títulos y exámenes habidos durante la insurrección contra Batista.
Llegué una hora antes de la cita para imponerle a Castro de la injusta
situación que, desde luego, no quiso resolver, no obstante sus palabras al
grupo que vino a reclamarle.
Mientras llegaban los visitantes,
presididos por Mons. Boza Masvidal, a la sazón nuestro rector de la Universidad
de Villanueva, Fidel se burlaba de su Ministro de Hacienda (Rufo López
Fresquet) por sus impuestos a la crónica social.
Luego llegó el Che Quevara
quejándose de lo absurdo de prender al capitancito guajiro de la Sierra «ya que
no era batistiano, ni latifundista, sino que había sido compañero diario en la
lucha, que nos hacía café…»
De pronto Castro se abalanza sobre el
Che, lo agarra por la solapa y le dice «pero Che no seas comemierda, ¿no te
acuerdas de quién era ese en la loma…? Era el anticomunista más definido que
teníamos allá…» El Che, pausadamente, le advirtió «Fidel, las cosas no se
pueden hacer así, hay que ir poco a poco…» A lo que Castro respondió: «Mira
Che, haz lo que quieras, lo dejas que se pudra en La Cabaña, lo fusilas o lo
largas para el exilio… pero no quiero verlo más…»
Este diálogo que pude escuchar indica
también la gran capacidad de Fidel para la mentira y la hipocresía, así como su
cinismo frío y cruel. El sentido de compañerismo o de amistad no habita en él.
Al mismo tiempo indica la capacidad de sumisión del Che ante Castro.
Menos implacable que su jefe, Guevara
montó al desgraciado compañero de armas en un avión, unos días más tarde, hacia
New York. Al llegar al aeropuerto «La Guardia» el infeliz capitancito sacó su
revólver y se pegó un tiro. Dejó una carta que alguien le escribió, puesto que
era analfabeto, en la que confesaba su decepción por aquel proceso al que tanto
tiempo y esfuerzo había dedicado.
Este hecho, todo él de un surrealismo
subido, refleja la inmensa capacidad histriónica del señor Castro y su
revolución y su doble cara, una para el mundo ajeno y externo y otra para su
círculo interno y secreto.
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