Una feria de la Caridad de 183…
Ana Dolores García
Estos días del comienzo de septiembre a los camagüeyanos nos
traen recuerdos imborrables. Son los de la “feria” que anualmente se instalaba
en la plaza alrededor de la iglesia de la Caridad, cuando Waldo de la Fe y su troupe
armaban sus carpas y conectaban sus estridentes altavoces para deleite de paseadores
y tormento de vecinos.
Los clásicos caballitos, los carros locos, la estrella y
otros aparatos mecánicos más, compartían la plaza con quioscos de juego en los
que sus encargados no perdían la voz gritando: “¡vaya, 2 pelotas por una
peseta!” y te animaban a probar suerte y puntería. Si lograbas que tu tiro
tumbara al muñeco o mono que colgaba enfrente,
o tu pelota atravesara un aro bastante estrecho…. ¡Zas! podías escoger una hermosa
muñequita o un león de peluche para tus hijos. Otros quioscos vendían refrescos
y cerveza, dulces…
No faltaba tampoco el heladero o el hombre que enrollaba el
algodón de azúcar. Los fiñes se daban un gran gusto comiendo esas chucherías y
montando en los aparatos mecánicos para los que papi o mami daban permiso. Para ellos era un gran final del verano que se
iba y el colegio que volvía. Pepillos y pepillas también disfrutaban la feria,
en la que algún encuentro podía resultar en noviazgo y con suerte hasta en
boda.
Pero nuestra “Feria de la Caridad” no siempre fue así, porque cuando comenzó a
celebrarse, allá por el año 1734, ni siquiera existían los aparatos mecánicos. Eso sí, parece que siempre fue importante y
acreedora de alguna fama, ya que se cuenta que en 1821 el propio gobernador de
la Isla, el General Concha, se paseó con su familia por la feria de aquel año.
Más o menos de entonces, -sólo una década posterior-, nos
ha quedado un relato muy fiel de aquellas ferias que disfrutaban los principeños
del siglo XIX. Se encuentra en una pequeña novela o cuento camagüeyano, (como
prefirió llamarlo su autor), cuya trama se desarrolla durante una de estas
ferias. El libro en cuestión es un clásico de nuestra literatura vernácula,
excelente ejemplo de un costumbrismo lleno de detalles sobre usos y costumbres de los
habitantes del Príncipe.
Su autor lo fue José Ramón de Betancourt, nacido en
Camagüey, quien quiso darle precisamente el título de “Una Feria de la Caridad
de 183…” Así, indefinido, sin especificar la fecha. La novela, o cuento
camagüeyano, fue publicada por primera vez en el “El Fanal de Camagüey”, periódico
literario que entonces circulaba en Puerto Príncipe. De ella se hicieron
posteriormente varias ediciones y hoy incluso se puede leer íntegra en
Internet.
José Ramón de Betancourt fue escritor asiduo de la original Gaceta de
Puerto Príncipe. Además ocupó la
dirección del Liceo Artístico y Literario de La Habana y llegó a ser Diputado a Cortes en el año
1870.
En esta modesta Gaceta
de Puerto Príncipe no tenemos espacio suficiente para publicar su novela, pero
no nos privaremos de reproducir los segmentos de ella que se refieren a aquella
Feria de la Caridad de 183… Al fin y al
cabo, en estos días de la festividad de Nuestra Patrona, muy probablemente estuviéramos
dándole vueltas a la iglesia y hasta disfrutando de un buen algodón de azúcar.
Como no nos es posible, conformémonos con el recuerdo y la esperanza.
Estos son dos fragmentos de la novela de José Ramón de Betancourt:
Estos son dos fragmentos de la novela de José Ramón de Betancourt:
“Era una tarde de agosto: el
sol declinaba al occidente deslizándose por un cielo azul y sin nubes: sus
últimos rayos lucían en los ángulos de las torres de una ciudad alzada en su
llanura, y venían a perderse reflejadas en las aguas de dos ríos, que la ceñían
cariñosamente.
El Tínima
parecía, en la tarde a que nos referimos, arrastrar con languidez sus raudales,
sombreados por altos bambúes, entre cuyas cañas se deslizaba apenas la luz del
crepúsculo, para brillar un instante en la blanca clavellina abierta en sus
márgenes.
El Tínima es el rio bello por excelencia para los
camagüeyanos, es el de sus inspiraciones, el que describen e invocan siempre en
sus sencillas trovas. Para nosotros tiene también encantos; pero bañados de
cierto tinte melancólico que muchas veces nos obligó a dejar sus orillas,
vivamente afectados. Sus turbias aguas parecen traer de manantiales
desconocidos, recuerdos y memorias de otros tiempos; pero recuerdos vagos,
memorias impregnadas de cierta tristeza indefinible, que nos inspira a retazos
la historia ignorada, acaso fantástica, de otros hombres y de otras sociedades
que alzaron sus caneyes en aquellas márgenes, y cuyas últimas huellas se
encuentran tal vez en lo profundo de sus arenas.
Cuando queremos
evocar una creación indiana, volvemos la espalda á la hermosísima sabana que se
extiende a la orilla del Tínima, desviamos nuestros ojos de la modesta cúpula
de San Lázaro, de esa ermita tan poética como santa, tan sencilla, como pura es
para nosotros la memoria del hombre, cuyos restos encierra: procuramos oír el
sencillo cantar del campesino que se aleja de la ciudad, y reclinados en los muros
del puente, damos rienda suelta a nuestra imaginación en medio del vapor que
forman las aguas. Entonces sentimos, y al volver en nosotros, notamos que una
lágrima espontánea se resbala por nuestra mejilla.
¿Qué emoción la crea? ¿Qué
memoria la arranca de nuestra alma? No lo sabemos, pero así sucede, y he aquí
porqué vamos a alejarnos con presteza del puente del Tínima para conducir a
nuestros lectores al de la Caridad, en una tarde de agosto de 183…
El Hatibonico es más alegre, más cristalino, más risueño,
y aunque en realidad parece dividir en dos a un pueblo, el hermoso puente que
cubre sus aguas los estrecha de nuevo, y la ciudad y el barrio se comunican
constantemente.
Retumbaban los
arcos de ese puente bajo las ruedas de un lucido cordón de carruajes, que desde
el interior de la ciudad se dirigía al pueblecillo de la Caridad, donde en esa
tarde parecía haberse reconcentrado todo el movimiento y vida del Camagüey.
—Magnifica feria vamos a tener este año, padre mío, dijo
un caballero, acercándose a un anciano que estaba tranquilamente sentado en los
pretiles del puente.
—Me alegraré,
contestó éste, porque con ansia deseo volver a gozar del espectáculo que
presentaba el barrio de la Caridad en esta época y en mi juventud. ¡Ay aquellos
eran otros tiempos! exclamó reclinando su barba en el puño de un largo bastón
de Castilla.
—Y yo presumo,
replicó el caballero, que entonces valdría poco la feria, porque en lugar de
esta hermosa calle, sólo habría maniguas, alguna ermita escondida en el
monte, poca gente, mucho fanatismo y pare usted de contar.
—Presumís mal,
dijo el anciano, y aunque veáis mi frente calva y mis pobres cabellos canos, no
creáis que alcancé malezas donde hoy veis casas. Cuando yo nací, hallé la calle
como ahora, mejor aún, parecíame entonces más ancha, más regular y bella. Os
diré. Mis padres fueron de los primeros habitantes de este barrio y en realidad
encontraron las malezas, la ermita y un mal puente de madera sobre este rio,
mas apenas se erigió la iglesia a Nuestra Señora, (que si no estoy trascordado,
hubo de ser por los años de 1734,) se fabricó a su costado una casa redonda, (dicen que bajo
el mismo plan que ocupaba otra de guano, alzada por los indios); junto a ésta
se hicieron otras, y así apareció como por encanto esa ancha plaza de portales
corridos, en cuyo centro veis descollar el templo, adornado hoy con nuevas
galerías.
Las personas
devotas de Puerto Príncipe venían de romería todos los años en agosto y setiembre
al pueblecillo de la Caridad, reducido entonces a la plaza. Allí pasaban el
novenario y la octava, haciendo ejercicios piadosos, dando limosnas, cumpliendo
promesas y celebrando en fin el nacimiento de la Santísima Virgen. Tal era la
devoción que esta Señora inspiraba, que se hubiera reputado como un crimen
entregarse al juego y a diversiones puramente mundanales en esos días, y tal el
entusiasmo de los camagüeyanos por la feria de la Caridad, que no bastaron las
casas de la plaza a contener el gentío, y se fabricaron otras que en breve han
formado esta calle.
Había entonces
tal espíritu de unión entre nosotros y tanta fe, que cada vecino al construir
su casa no pensó sólo en su familia, sino en las de aquellas personas a quienes
debía dar hospedaje durante el novenario y la octava; por esto casi todas son
espaciosas y algunas tienen dos departamentos. Formábanles anchos portales,
para que el vecindario pudiese venir a la Caridad sin hollar el lodo ni sufrir
el sol (entonces no había carruajes) y por último sembraron árboles alineados a
lo largo de las aceras para hacer aquellos más hermosos y frescos, y he aquí
porqué conserva aún el nombre de alameda. Figuraos si sería linda esta calle,
improvisada en pocos años, adornada por este tiempo con arcos, banderas y
flores, con sus casas enlazadas y erigidas casi bajo un propio plan, aunque no
por desgracia con la rectitud debida….
En otro capítulo, José Ramón de Betancourt retoma el
relato de la feria:
“La noche era hermosa, salía la luna en todo su esplendor
de un grupo de nubes, sobre cuyos bordes resplandecían sus plateados rayos.
Para gozar del espectáculo de la feria, muchas familias habían dejado sus
carruajes en el puente de la Caridad y dirigíanse a pié á la iglesia.
A uno y otro lado de la acera innumerables mesas
iluminadas con faroles de papel de distintos colores, veíanse cubiertas de
sabrosos dulces, tostadas panetelas e hirviente ponche: en otras la perinola,
la roleta y el boliche formaban grupos de muchachos y negros. Destacábanse dos
de estos de los ángulos de esas mesas para vigilar, mientras que otro tiraba
con indecible maestría un par de dados. Aquí el pregón de la lotería
confundíase con el de la trova cubana, acompañada de un arpa o de un bien punteado
tiple; allá el disparo de los cohetes y el repique de las alegres campanas
del templo vecino, ahogaban el rezo de los devotos, las imprecaciones de los
jugadores y los chillidos de los pilluelos, mientras que un gentío inmenso
transitando por la calle daba a este cuadro una variedad y animación que no
acertamos a bosquejar.
Al resplandor de innumerables bujías reflejadas en altas
gradas de plata, veíase desde la plaza la pequeña Virgen de la Caridad,
radiante de oro y de preciosas piedras….”
“Una Feria de la Caridad de 183…” puede leerse íntegramente
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