7 de septiembre de 2011

UNA FERIA DE LA CARIDAD DE 183...



Una feria  de la Caridad de 183…

Ana Dolores García

Estos días del comienzo de septiembre a los camagüeyanos nos traen recuerdos imborrables. Son los de la “feria” que anualmente se instalaba en la plaza alrededor de la iglesia de la Caridad, cuando Waldo de la Fe y su troupe armaban sus carpas y conectaban sus estridentes altavoces para deleite de paseadores  y tormento de vecinos. 

Los clásicos caballitos, los carros locos, la estrella y otros aparatos mecánicos más, compartían la plaza con quioscos de juego en los que sus encargados no perdían la voz gritando: “¡vaya, 2 pelotas por una peseta!” y te animaban a probar suerte y puntería. Si lograbas que tu tiro tumbara  al muñeco o mono que colgaba enfrente, o tu pelota atravesara un aro bastante estrecho…. ¡Zas! podías escoger una hermosa muñequita o un león de peluche para tus hijos. Otros quioscos vendían refrescos y cerveza, dulces… 

No faltaba tampoco el heladero o el hombre que enrollaba el algodón de azúcar. Los fiñes se daban un gran gusto comiendo esas chucherías y montando en los aparatos mecánicos para los que papi o mami daban permiso.  Para ellos era un gran final del verano que se iba y el colegio que volvía. Pepillos y pepillas también disfrutaban la feria, en la que algún encuentro podía resultar en noviazgo y con suerte hasta en boda.  
   
Pero nuestra “Feria de la Caridad”  no siempre fue así, porque cuando comenzó a celebrarse, allá por el año 1734, ni siquiera existían los aparatos mecánicos.  Eso sí, parece que siempre fue importante y acreedora de alguna fama, ya que se cuenta que en 1821 el propio gobernador de la Isla, el General Concha, se paseó con su familia por la feria de aquel año.

Más o menos de entonces, -sólo una década posterior-, nos ha quedado un relato muy fiel de aquellas ferias que disfrutaban los principeños del siglo XIX. Se encuentra en una pequeña novela o cuento camagüeyano, (como prefirió llamarlo su autor), cuya trama se desarrolla durante una de estas ferias. El libro en cuestión es un clásico de nuestra literatura vernácula, excelente ejemplo de un costumbrismo lleno de detalles sobre usos y costumbres de los habitantes del Príncipe.  

Su autor lo fue José Ramón de Betancourt, nacido en Camagüey, quien quiso darle precisamente el título de “Una Feria de la Caridad de 183…” Así, indefinido, sin especificar la fecha. La novela, o cuento camagüeyano, fue publicada por primera vez en el “El Fanal de Camagüey”, periódico literario que entonces circulaba en Puerto Príncipe. De ella se hicieron posteriormente varias ediciones y hoy incluso se puede leer íntegra en Internet. 

José Ramón de Betancourt fue escritor asiduo de la original Gaceta de Puerto Príncipe. Además ocupó la dirección del Liceo Artístico y Literario de La Habana  y llegó a ser Diputado a Cortes en el año 1870.  

 En esta modesta Gaceta de Puerto Príncipe no tenemos espacio suficiente para publicar su novela, pero no nos privaremos de reproducir los segmentos de ella que se refieren a aquella Feria de la Caridad de 183…  Al fin y al cabo, en estos días de la festividad de Nuestra Patrona, muy probablemente estuviéramos dándole vueltas a la iglesia y hasta disfrutando de un buen algodón de azúcar. Como no nos es posible, conformémonos con el recuerdo y  la esperanza.
 

Estos son dos fragmentos de la novela de José Ramón de Betancourt: 
  
“Era una tarde de agosto: el sol declinaba al occidente deslizándose por un cielo azul y sin nubes: sus últimos rayos lucían en los ángulos de las torres de una ciudad alzada en su llanura, y venían a perderse reflejadas en las aguas de dos ríos, que la ceñían cariñosamente.

El Tínima parecía, en la tarde a que nos referimos, arrastrar con languidez sus raudales, sombreados por altos bambúes, entre cuyas cañas se deslizaba apenas la luz del crepúsculo, para brillar un instante en la blanca clavellina abierta en sus márgenes.


El Tínima es el rio bello por excelencia para los camagüeyanos, es el de sus inspiraciones, el que describen e invocan siempre en sus sencillas trovas. Para nosotros tiene también encantos; pero bañados de cierto tinte melancólico que muchas veces nos obligó a dejar sus orillas, vivamente afectados. Sus turbias aguas parecen traer de manantiales desconocidos, recuerdos y memorias de otros tiempos; pero recuerdos vagos, memorias impregnadas de cierta tristeza indefinible, que nos inspira a retazos la historia ignorada, acaso fantástica, de otros hombres y de otras sociedades que alzaron sus caneyes en aquellas márgenes, y cuyas últimas huellas se encuentran tal vez en lo profundo de sus arenas.

Cuando queremos evocar una creación indiana, volvemos la espalda á la hermosísima sabana que se extiende a la orilla del Tínima, desviamos nuestros ojos de la modesta cúpula de San Lázaro, de esa ermita tan poética como santa, tan sencilla, como pura es para nosotros la memoria del hombre, cuyos restos encierra: procuramos oír el sencillo cantar del campesino que se aleja de la ciudad, y reclinados en los muros del puente, damos rienda suelta a nuestra imaginación en medio del vapor que forman las aguas. Entonces sentimos, y al volver en nosotros, notamos que una lágrima espontánea se resbala por nuestra mejilla. 

¿Qué emoción la crea? ¿Qué memoria la arranca de nuestra alma? No lo sabemos, pero así sucede, y he aquí porqué vamos a alejarnos con presteza del puente del Tínima para conducir a nuestros lectores al de la Caridad, en una tarde de agosto de 183…

El Hatibonico es más alegre, más cristalino, más risueño, y aunque en realidad parece dividir en dos a un pueblo, el hermoso puente que cubre sus aguas los estrecha de nuevo, y la ciudad y el barrio se comunican constantemente.

Retumbaban los arcos de ese puente bajo las ruedas de un lucido cordón de carruajes, que desde el interior de la ciudad se dirigía al pueblecillo de la Caridad, donde en esa tarde parecía haberse reconcentrado todo el movimiento y vida del Camagüey.

—Magnifica feria vamos a tener este año, padre mío, dijo un caballero, acercándose a un anciano que estaba tranquilamente sentado en los pretiles del puente.

—Me alegraré, contestó éste, porque con ansia deseo volver a gozar del espectáculo que presentaba el barrio de la Caridad en esta época y en mi juventud. ¡Ay aquellos eran otros tiempos! exclamó reclinando su barba en el puño de un largo bastón de Castilla.

—Y yo presumo, replicó el caballero, que entonces valdría poco la feria, porque en lugar de esta hermosa calle, sólo habría maniguas, alguna ermita escondida en el monte, poca gente, mucho fanatismo y pare usted de contar.

—Presumís mal, dijo el anciano, y aunque veáis mi frente calva y mis pobres cabellos canos, no creáis que alcancé malezas donde hoy veis casas. Cuando yo nací, hallé la calle como ahora, mejor aún, parecíame entonces más ancha, más regular y bella. Os diré. Mis padres fueron de los primeros habitantes de este barrio y en realidad encontraron las malezas, la ermita y un mal puente de madera sobre este rio, mas apenas se erigió la iglesia a Nuestra Señora, (que si no estoy trascordado, hubo de ser por los años de 1734,) se fabricó a su  costado una casa redonda, (dicen que bajo el mismo plan que ocupaba otra de guano, alzada por los indios); junto a ésta se hicieron otras, y así apareció como por encanto esa ancha plaza de portales corridos, en cuyo centro veis descollar el templo, adornado hoy con nuevas galerías.


Las personas devotas de Puerto Príncipe venían de romería todos los años en agosto y setiembre al pueblecillo de la Caridad, reducido entonces a la plaza. Allí pasaban el novenario y la octava, haciendo ejercicios piadosos, dando limosnas, cumpliendo promesas y celebrando en fin el nacimiento de la Santísima Virgen. Tal era la devoción que esta Señora inspiraba, que se hubiera reputado como un crimen entregarse al juego y a diversiones puramente mundanales en esos días, y tal el entusiasmo de los camagüeyanos por la feria de la Caridad, que no bastaron las casas de la plaza a contener el gentío, y se fabricaron otras que en breve han formado esta calle. 

Había entonces tal espíritu de unión entre nosotros y tanta fe, que cada vecino al construir su casa no pensó sólo en su familia, sino en las de aquellas personas a quienes debía dar hospedaje durante el novenario y la octava; por esto casi todas son espaciosas y algunas tienen dos departamentos. Formábanles anchos portales, para que el vecindario pudiese venir a la Caridad sin hollar el lodo ni sufrir el sol (entonces no había carruajes) y por último sembraron árboles alineados a lo largo de las aceras para hacer aquellos más hermosos y frescos, y he aquí porqué conserva aún el nombre de alameda. Figuraos si sería linda esta calle, improvisada en pocos años, adornada por este tiempo con arcos, banderas y flores, con sus casas enlazadas y erigidas casi bajo un propio plan, aunque no por desgracia con la rectitud debida….

En otro capítulo, José Ramón de Betancourt retoma el relato de la feria:

“La noche era hermosa, salía la luna en todo su esplendor de un grupo de nubes, sobre cuyos bordes resplandecían sus plateados rayos. Para gozar del espectáculo de la feria, muchas familias habían dejado sus carruajes en el puente de la Caridad y dirigíanse a pié á la iglesia.

A uno y otro lado de la acera innumerables mesas iluminadas con faroles de papel de distintos colores, veíanse cubiertas de sabrosos dulces, tostadas panetelas e hirviente ponche: en otras la perinola, la roleta y el boliche formaban grupos de muchachos y negros. Destacábanse dos de estos de los ángulos de esas mesas para vigilar, mientras que otro tiraba con indecible maestría un par de dados. Aquí el pregón de la lotería confundíase con el de la trova cubana, acompañada de un arpa o de un bien punteado tiple; allá el disparo de los cohetes y el repique de las alegres campanas del templo vecino, ahogaban el rezo de los devotos, las imprecaciones de los jugadores y los chillidos de los pilluelos, mientras que un gentío inmenso transitando por la calle daba a este cuadro una variedad y animación que no acertamos a bosquejar.

Al resplandor de innumerables bujías reflejadas en altas gradas de plata, veíase desde la plaza la pequeña Virgen de la Caridad, radiante de oro y de preciosas piedras….”

“Una Feria de la Caridad de 183…” puede leerse íntegramente en:




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