El Cónclave y el Mundo
La Iglesia católica es una
institución con dos mil años de historia. Comparado con ella, un país como
Estados Unidos, por poner un ejemplo, acabaría de entrar en la adolescencia.
Además, la Iglesia es responsable de algunos de los avances más decisivos de la
historia de la humanidad. Apenas nada en Europa es inteligible sin ella: desde
nuestras instituciones más básicas –universidad, hospital, parlamento– hasta el
mismo calendario, diseñado por astrónomos pontificios. Quizá por ello resulten
poco acertados los intentos de explicar lo que sucederá el martes, cuando se
cierren las puertas de la Capilla Sixtina, en términos de pugna entre
«conservadores» y «progresistas». Lo cierto es que esta dicotomía, aún útil en
lo político, es completamente ajena a un cónclave. En este sentido se han
pronunciado a menudo, no sólo los dos últimos papas, sino numerosos cardenales
durante las congregaciones generales celebradas la pasada semana.
Este cónclave es, desde determinados
puntos de vista, único. En primer lugar, porque será el que cuente con mayor
número de electores de la historia, 115, venidos de las cuatro esquinas del
mundo en representación de prácticamente todas las naciones y culturas del
planeta; signo de la universalidad de una Iglesia que nunca ha tenido tantos
miembros como ahora.
En segundo lugar, este cónclave
es especial porque la atmósfera emocional en la que tendrá lugar no estará
marcada por el luto por el último Pontífice. Así ha sido casi siempre y así fue
en 2005, cuando Roma recibió a 74 jefes de Estado durante el funeral de Juan
Pablo II (más de los que acudieron al de Winston Chur-chill, John F. Kennedy y
Charles de Gaulle juntos). En aquel cónclave fue elegido Joseph Ratzinger, y
qué injustos y miopes parecen –después de su humilde y ejemplar despedida– los
numerosos comentarios que intentaron pintarle como «el Rottweiler de Dios».
También son ahora numerosas las
voces que hablan de la «gran crisis» que atraviesa la Iglesia, asediada por un
mundo que, se dice, cada vez la entiende menos y debilitada internamente por la
disensión y los escándalos. Pero cabe en verdad preguntarse: ¿cuándo no ha
habido crisis en la Iglesia? ¿Es más dramático el ambiente en el que se
desarrollará el cónclave del próximo martes que, pongamos por caso, el de hace
doscientos años, cuando Pío VII estaba preso por Napoleón? ¿O cuando su
predecesor, Pío VI, lo estaba a manos del Directorio? ¿O como cuando Decio y
Diocleciano reprimían a sangre y fuego a cualquier cristiano que se se preciara
de serlo en público? ¿Entendía el mundo mejor a la Iglesia entonces?
Un prestigioso columnista
preguntaba hace poco a sus lectores en «The Wall Street Journal»: «¿Cuándo fue
la última vez que alguien leyó una noticia sobre un sacerdote católico que no
estuviera en relación con los abusos sexuales?». Esta pregunta retórica pone de
manifiesto la gran disparidad existente entre el trabajo realizado por millones
de sacerdotes, religiosos y laicos en el mundo –llevando una palabra de consuelo,
cuando no un pedazo de pan, a millones de personas de todo el mundo–, y la
ínfima y muchas veces sesgada fracción de esa crucial labor que alcanza
dimensión mediática. Quizá sea este trabajo callado, precisamente en nuestra
España de hoy, el que ha permitido que nuestro tejido social no se haya
rasgado, a pesar de estar siendo sometido a tensiones que hace tan sólo una
década parecían insostenibles.
Los
cardenales encargados de elegir al sucesor de Benedicto XVI no son «espíritus
débiles», por utilizar la sagaz expresión usada, en otro contexto, por el
portavoz de la Santa Sede, Federico Lombardi, la semana pasada. Saben que esta
incomprensión, más o menos acentuada, no ha faltado nunca y es, en realidad,
análoga a la soportada por toda institución investida de autoridad. No deja de
ser un gesto cargado de sabiduría que se encierren con llave –no otra cosa
significa cónclave– para, dejando fuera el ruido del mundo, tomar la mejor
decisión posible desde la serenidad. A la serenidad también invita cierta frase
pronunciada por el fundador de la Iglesia cuando todos sus miembros cabían,
literalmente, en una habitación y la inmensidad de la cúpula de San Pedro era
un sueño inconcebible: «No temáis. Yo he vencido al mundo».
Editorial
del diario La Razón, Madrid
10
de marzo de 2013
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