El Papa renunció
porque siempre renuncia
Por Daniel Capri
El
señor Ratzinger, ha renunciado toda su vida. Así de sencillo.
El Papa renunció a una vida normal. Renunció a tener una esposa. Renunció a tener hijos. Renunció a ganar un sueldo. Renunció a la mediocridad. Renunció a las horas de sueño por las horas de estudio. Renunció a ser un cura más, pero también renunció a ser un cura especial. Renunció a llenar su cabeza de Mozart para llenarla de teología. Renunció a llorar en los brazos de sus padres. Renunció a, teniendo 85 años, estar jubilado, disfrutando a sus nietos en la comodidad de su hogar y el calor de una fogata. Renunció a disfrutar su país. Renunció a tomarse días libres. Renunció a su vanidad. Renunció a defenderse contra los que lo atacaban. Vaya, me queda claro, que el Papa fue un tipo apegado a la renuncia.
Y hoy, me lo vuelve a demostrar. Un Papa que renuncia a su pontificado cuando sabe que la Iglesia no está en sus manos, sino en la de algo o alguien mayor, me parece un Papa sabio. Nadie es más grande que la Iglesia. Ni el Papa, ni sus sacerdotes, ni sus laicos, ni los casos de pederastia, ni los casos de misericordia.
Nadie
es más que ella. Pero ser Papa a estas alturas del mundo, es un acto de
heroísmo (de esos que se hacen a diario en mi país y nadie nota). Recuerdo sin
duda las historias del primer Papa. Un tal... Pedro. ¿Cómo murió? Si, en una
cruz, crucificado igual que su maestro, pero de cabeza.
Hoy
en día, Ratzinger se despide igual. Crucificado por los medios de comunicación,
crucificado por la opinión pública y crucificado por sus mismos hermanos
católicos. Crucificado a la sombra de alguien más carismático. Crucificado en
la humildad, esa que duele tanto entender. Es un mártir contemporáneo, de esos
a los que se les pueden inventar historias, a esos de los que se les puede
calumniar, a esos de los que se les puede acusar, y no responde.
Y
cuando responde, lo único que hace es pedir perdón. «Pido perdón por mis
defectos». Ni más, ni menos. ¡Qué pantalones,
qué clase de ser humano! Podría yo ser mormón, ateo, homosexual y abortista,
pero ver a un tipo del que se dicen tantas cosas, del que se burla tanta gente,
y que responda así… ese tipo de personas ya no se ven en nuestro mundo.
Vivo en un mundo donde es chistoso burlarse del Papa, pero pecado mortal burlarse de un homosexual (y además ser tachado de paso como mocho, intolerante, fascista, derechista y nazi). Vivo en un mundo donde la hipocresía alimenta las almas de todos nosotros. Donde podemos juzgar a un tipo de 85 años que quiere lo mejor para la Institución que representa, pero le damos con todo porque, “¿con qué derecho renuncia?”. Claro, porque en el mundo NADIE renuncia a nada. ¿A nadie le da flojera ir a la escuela. A nadie le da flojera ir a trabajar? ¿Vivo en un mundo donde todos los señores de 85 años están activos y trabajando (sin ganar dinero) y ayudan a las masas? Si, claro.
Pues ahora sé, Señor Ratzinger, que vivo en un mundo que lo va a extrañar. En un mundo que no leyó sus libros, ni sus encíclicas, pero que en 50 años recordará cómo, con un simple gesto de humildad, un hombre fue Papa, y cuando vio que había algo mejor en el horizonte, decidió apartarse por amor a su Iglesia. Va a morir tranquilo, señor Ratzinger. Sin homenajes pomposos, sin un cuerpo exhibido en San Pedro, sin miles llorándole aguardando a que la luz de su cuarto sea apagada. Va a morir, como vivió aún siendo Papa: humilde.
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