LA LOCURA DEL MAGNICIDA
Anna Grau
Antes de las diez de la mañana del sábado 8 de enero, ¿quién se preocupaba de Jared Lee Loughner? Desde su punto de vista, bastante menos gente de la que debería. En solo cuestión de horas todo cambió: había seis muertos y catorce heridos, entre ellos la congresista demócrata Gabrielle Giffords con el cerebro atravesado por una bala, y Jared Lee Loughner acababa de convertirse en una celebridad mundial comparable con Mark Chapman, el asesino de John Lennon, o Lee Harvey Oswald, presunto autor de los disparos que mataron a John Fitzgerald Kennedy.
¿Qué pasa por la cabeza de un joven blanco de 22 años en Tucson, Arizona, horas antes de destrozar su vida y la de otros? A día de hoy tenemos tantos datos de la inadaptación de Loughner que se nos hace difícil comprender cómo nadie le detuvo antes. Por ejemplo el policía de tráfico que le paró el mismo sábado por la mañana, cuando salía de comprar la munición con la que disparó a Giffords. Loughner se saltó un semáforo rojo y el agente le dio el alto, pero el joven se mostró educado y tranquilo y su documentación estaba en regla. ¿A quién se le iba a ocurrir mirar qué llevaba en el maletero? Más proclive a la sospecha se mostró su propio padre cuando le vio con una ominosa bolsa negra en la mano, cuyo contenido se negó a enseñarle, y salió corriendo tras él sin éxito. Cuando volvió a verle era en las noticias.
Hijo único de una familia de clase media que no destacaba ni poco ni mucho en la comunidad de Tucson, el joven Jared no estaba muy a gusto. ¿Pero quién lo está a los 22 años en casa de sus padres? Su madre, que según la CNN lleva desde el sábado en cama y llorando sin parar, a duras penas asimila la noticia de haber criado a un asesino.
Una compañera de universidad ya había dejado constancia en varios correos electrónicos de que no le hacía ni pizca de gracia. «Ojalá pudiéramos librarnos de él antes de que haga algo malo, pero, hasta que realmente lo haga, ¿qué podemos hacer?», reflexionaba, mientras procuraba sentarse siempre cerca de la puerta y con el bolso a mano. Finalmente Loughner fue expulsado, no tanto por miedo a verle aparecer cualquier día con un arma automática, como por los obstáculos que cotidianamente ponía al buen desarrollo de las clases.
Era inmaduro e infantil. Se mostraba agresivo en sus juicios, sobre todo hacia las mujeres que sistemáticamente le desdeñaban. Que se sepa, tuvo una única novia hace seis años, que le recuerda como un chico muy modoso y muy formal; él le enseñaba a ella a tocar el clarinete y ella a él a hacer tostadas francesas, recuerda la joven Kelsey Hawkes. De todos modos, le dejó, aburrida, y ahora sigue las noticias atónita. El éxito con las mujeres se repetía a la hora de buscar trabajo: lo pidió muchas veces, pero nunca se lo daban. Expulsado del mundo estudiantil y nunca admitido en el laboral, mataba el tiempo con juegos online y tecleando frases como: «¿Alguien se siente agredido 24 horas al día los 7 días de la semana?». O «si fuera ahora mismo a la cárcel, ¿qué pensarías?». O incluso «lo planeé de antemano», e insultos a Giffords, cuyo nombre hallaron en una nota que Loughner guardaba en su caja fuerte.
Otro vulgar criminal
Una cosa que ayuda a los frikis a ir tranquilamente por el mundo es que muchos no les toman en serio. El cine ha consagrado el mito de que para ser peligroso hay que ser mínimamente carismático, lo cual no tiene nada que ver con la vida real, bien lo sabe la Policía. La mayoría de los criminales son gente de una vulgaridad devastadora. Increíbles seres ridículos. Estados Unidos, con su culto al individualismo, su criminalización del fracaso y su fácil acceso a las armas, ha conocido varios casos de magnicidas a lo largo de su historia. Más de los que se registran en otros países incluso con mayor tradición de violencia doméstica. Buena parte de los atentados políticos en suelo norteamericano se ajustan más a la pauta del excéntrico lobo solitario —la más temida por los servicios secretos y de seguridad, porque es la más difícil de prever y contrarrestar— que a la de la conspiración organizada.
Aunque mucho se ha especulado sobre la posible vinculación espiritual de Jared Loughner con el Tea Party, su ataque contra Giffords no se ajusta a ninguna pauta ideológica coherente. Loughner estaba en contra del aborto y de los derechos de los inmigrantes, y eso sí podría enfrentarle con la congresista demócrata, pero a la vez daba crédito a las teorías de la conspiración según las cuales fue la Casa Blanca y no Al Qaida quien cometió los atentados del 11-S. En esto último Loughner coincidiría con el presidente iraní, Mahmud Ahmadinejad. ¿Está entonces Teherán tras el intento de asesinato de Giffords?
De los magnicidios americanos, que son muchos (algunos fallidos), pocos o ninguno tenían la consecuencia ideológica como prioridad. Quizás sólo Thomas Hagan, el militante de Nación del Islam que en 1965 abrió fuego contra Malcolm X, actuó por principios: creía que Malcolm X había traicionado las ideas (extremas) del movimiento que él representaba, entonces cogió a unos cuantos correligionarios, fue y le mató. No está ni mucho menos tan claro el primer gran asesinato político de la historia de Estados Unidos, el de Abraham Lincoln, dramático en más de un sentido: por el golpe que supuso a la incipiente y aún frágil unidad del Norte y el Sur después de la guerra fratricida, y porque Lincoln cayó acribillado en el palco presidencial del Teatro Ford de Washington, donde asistía a un espectáculo junto con su mujer y una pareja de amigos. Su asesino, John Wilkes Booth, era un furioso partidario del Sur, que veía en Lincoln la encarnación de la tiranía, pero era también un célebre actor de teatro, ególatra y temperamental hasta el agobio. Tras despachar al presidente a tiros, Wilkes saltó al escenario, declamó una cita de Bruto, el asesino de Julio César, y se dio a la fuga a caballo.
James Earl Ray, que mató a Martin Luther King, Jr, era obviamente racista, pero era sobre todo lo que en Estados Unidos llaman «white trash», basura blanca; su racismo no era el del opresor triunfante sino el de la hez de tierra obsesionada con que alguien sea más hez aún que él. Su vida es un puro tumbo entre trabajos de mala muerte, burdeles y cárceles, hasta que súbitamente toma la decisión de disparar contra el histórico líder de los derechos civiles. Alcanzando, si no la fortuna, por lo menos una notoriedad equiparable.
La misma idea animaba a John Hinckley, evidente desequilibrado que se obsesionó con la película «Taxi Driver», donde un veterano de Vietnam interpretado por Robert de Niro se enamora de una niña prostituta, Jodie Foster, y por salvarla hace una brutal limpieza en los bajos fondos neoyorquinos. Esa historia de ¿redención? inspiró la calenturienta mente de Hinckley, quien tras varios intentos infructuosos de contactar con Foster pensó en «merecerla» haciéndose tan famoso como ella. Así se le ocurrió atentar contra Ronald Reagan, un atentado frustrado pero que no dejó de tener gravísimas consecuencias. Entre ellas que el público estadounidense, escandalizado, pidiera derogar las eximentes por enfermedad mental que libraron a Hinckley de consumirse en la cárcel.
Más confusos son los motivos que había tenido el extremista palestino Sirhan Sirhan para matar en 1968 a Robert Kennedy: habló siempre de vagos agravios relacionados con Oriente Próximo, un pretexto que podría alegarse para atentar contra casi toda la clase política norteamericana. Y es que lo más desolador de estos atentados es que a veces ni sus mismos perpetradores saben explicar por qué los cometieron. ¿Eligió Sirhan Sirhan a Robert Kennedy porque de verdad le consideraba un peligroso agente internacional del sionismo, o porque se le puso a tiro? Aunque Jared Loughner ha dejado atrás varios escritos agresivos contra Gabrielle Giffords, ¿la eligió porque de verdad la odiaba, o porque vio que iba a dar un mítin cerca de su casa?
Las sospechas de una desesperante banalidad han convivido con las mayores teorías de la conspiración incluso para tratar de explicar el magnicidio americano por excelencia, el asesinato en 1963 del presidente John Fitzgerald Kennedy en Dallas. El hecho de que su presunto asesino, Lee Harvey Oswald, fuera eliminado dos días después disparó las especulaciones de un gran complot secreto del que Oswald sería sólo el peón de salida. Los misterios que rodean a la muerte de Kennedy han sobrevivido a varias comisiones de investigación hasta el punto de que el museo creado en su honor en Dallas destina todavía hoy una sala diferente a cada posible teoría sobre el asesinato. Sin embargo, las últimas teorías, las más descorazonadoras, apuntan a que disparar contra Kennedy era insultantemente fácil para un exmarine (el presidente viajaba en coche descubierto, y su caravana pasaba muy cerca de una estructura habitada) y a que Oswald era simplemente un perturbado más, harto de que ni en Moscú ni en La Habana le hicieran caso. Entonces decidió llamar su atención haciendo algo gordo». Y fue y lo hizo.
Reproducido de ABC, Madrid
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