La Bella Otero,
la bailarina española
de los versos de Martí
Ana Dolores García
Aunque José Martí no nos diera el nombre de aquella bailarina, inspiración que fuera de unos de sus más conocidos versos sencillos, se da por descontado que se refería a «La Bella Otero», a quien tuvo oportunidad de admirar en una de sus actuaciones en Nueva York en 1890.
Contrario a lo que muchos creen y a lo que ella misma pregonara, la bella Otero no era andaluza ni gitana aunque bailara flamenco y por bulerías. Había nacido en Galicia, en un pequeño pueblo de la provincia de Pontevedra, Ponte de Valga, el 4 de noviembre de 1868, hija de madre soltera. Su verdadero nombre era Agustina Otero Iglesias. El Agustina lo cambió por Carolina cuando huyó de casa y del pueblo, harta de estrecheces y maltratos, y víctima de una agresión sexual con tan sólo diez años.
Deambulando sin rumbo y sin amparo llegó hasta el vecino Portugal y allí se enroló en una compañía de titiriteros de poca monta, con la que recorrió pueblos y aldeas. Fue adquiriendo «mundo» y malas artes para sobrevivir, que la llevaron hasta Barcelona con apenas veinte años y una ya larga experiencia en el mercado del amor. Allí conoció a un banquero que la convenció para ir a Francia y la lanzó como bailarina.
Bella, inteligente y calculadora, pronto comenzó a hacerse conocida por si misma en toda Francia con sus bailes andaluces. Llegó a ser uno de los personajes más populares de la belle époque y, a pesar de no ser bailarina profesional, gracias a su sensualidad y gracejo pudo contarse entre las primeras bailarinas españolas que alcanzara fama internacional en toda Europa y en América, con presentaciones en Nueva York, Argentina y Cuba.
En París fue figura principal del Folies Bergère, y también en el Cirque d' Été durante los mejores años de los espectáculos presentados en ese recinto parisino. A la par de sus triunfos y recorridos artísticos, supo vender a más alto precio sus caricias. Entre sus amantes se contaron soberanos y personajes de la política y la alta burguesía: Guillermo II de Alemania, el Rey Leopoldo de Bélgica, el Zar Nicolás II de Rusia, y los Reyes Alfonso XIII de España y Eduardo VII de Inglaterra.
Con tal carrera artística y amorosa logró una gran fortuna que, sin embargo, perdió fácilmente arrastrada por su adicción al juego. El Casino de Montercarlo fue su principal beneficiario. Tanto, que vencida por la vejez y la pobreza, el Principado de Mónaco le otorgó una pequeña pensión con la que pudo vivir el resto de sus días en Niza, en la Costa Azul francesa. Allí murió en 1965, alcanzando casi el centenario, sola y sin un céntimo, como cuando escapó de su Ponte de Valga natal.
Ana Dolores García
Ilustraciones: Google
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