3 de enero de 2010


Hace 51 años
Las máscaras del engaño
Eladio Secades

Cerramos los ojos en el exilio y en la oscuridad se puede ver el pasado. Es que las imágenes del desfile sombrío han quedado grabadas para siempre en el recuerdo como una pesadilla de uniformes verde-olivo, de barbas largas, de collares con cuentas de colores y crucifijos. Boinas, sombreros alones, fusiles diferentes unos de otros, ametralladoras,

Había en esa marcha en tumulto que desbordaba la carretera central, cañones rodados con estruendo y algunos tanques que parecían de cartón, como construidos y pintados de prisa para una farsa de teatro. Multitudes en jeep y otros vehículos cargados hasta los topes de armas de todos diseños, desde la bazuka hasta el cuchillo de cocina.

Casi todos esos soldados rebeldes que bajaban de la Sierra y se dirigían a la capital en una invasión sin guerra, eran para sorpresa del pueblo una especie de cubanos que nunca antes habíamos visto en la ciudad. La tez tersa, color de aceituna, atesada y brillante de churre, semblantes más de indios que de mestizos, muy blancos, parejos, y fuertes los dientes, las barbas, las melenas y bigotes crecidos como maleza y tocados todos ellos con los sombreros más estrafalarios y fantásticos.

Aquellas tropas llegaron a La Habana con sastrería y estrépito de mascarada mélica caracterizada, más que por otra cosa, por los harapos de campaña y la variedad de sombreros estrambóticos; los que sacan los vaqueros en las películas, el típico yarey de nuestros campesinos, había también e esas legiones de soldados de la revolución que olían a grajo y a albahaca, sombreros de paja, de paño, gorros absurdos, bombines ya desaparecidos del gusto nacional, quepis sucios y rotos. Hasta vimos en aquellas horas de fatal regocijo a combatientes con botas de trinchera, pantalones de kaki, pull-over deportivo y sombrero de copa. La primera señal del relajo sangriento que estaba comenzando.

Como era en su trastienda, entonces muy oculta, una epopeya de disfraces y con libreto escrito por genios de la destrucción, ajenos a la ansiedad y a las necesidades de Cuba, con Fidel bajaron en el desfile hasta comunistas con sotanas, guerrilleros vestidos de curas, preparados para soltar el hábito, la cruz y el libro de oraciones y empuñar la metralleta. Cuando en el curso del fraude fabuloso hacía falta un sacerdote, allí estaban disponibles aquellos falsos representantes de Dios que vendieron su alma al diablo.

Había en el equipo de religiosos de faldas negras o carmelitas y conciencias rojas, un padre Sardiñas, que volvía los ojos al cielo y juntaba las manos sobre el pecho en actitud de oración y que era capaz de asistir a un fusilamiento como si estuviera en misa. O de apear del altar a la Virgen de la Caridad, para poner en su lugar a la Pasionaria o al símbolo de la hoz y el martillo.

Pero semejante espectáculo al infeliz cubano le inspiraba fe, contemplaba todo aquello con ilusión y simpatía. Al criollo feliz, risueño, ingenuo, le parecía que estaba asistiendo a un amanecer de libertad y de nacionalismo. Las banderas que traían las tropas victoriosas eran banderas de Cuba y del 26 de julio. Como las medallas que colgaban del cuello de algunos oficiales y de millares de soldados rasos, alejaban la sospecha de que pudiera haber influencia extranjera en aquel desbordamiento espeso, oscuro, imponente, unánime, sin precedentes ni puntos de comparación.

El cubano que ha tenido que irse al exilio y aprender y sufrir en pocos años lo que otros pueblos no han sufrido ni aprendido en siglos, no sospechó siquiera que entre los bastidores de su revolución (cubana como las palmas) estaba Rusia, lista para llevárselo todo.

Que al bajar los barbudos de las montañas se iniciaba para la patria una era de injusticia, de terror, de miseria, de divisiones de familia, que se llenarían las cárceles de inocentes, que se teñiría el paredón de sangre nuestra. Que la isla confiada y generosa, la isla de la fraternidad, de la risa y el choteo, habría de convertirse en un verdadero infierno con las calderas encendidas por un imperio extraño.
(Continuará)

Eladio Secades

Ilustración Google
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1 comentario:

  1. Creo que ninguno de los cubanos que tuvimos que abandonar Cuba por no pensar como el tirano - no por hambre ni falta de ropa - estos cincuenta y un años nos han parecido toda una vida.
    No fue fácil empezar de nuevo, adaptarse a un nuevo idioma, a unas costumbres distintas, etc., etc., y aunque damos gracias a este generoso país por abrirnos los brazos, si no fuera por el endiablado castrismo, nunca nos hubieramos ido de nuestra patria.
    Cincuenta y un años son muchos años, para los de allá y para los de aquí.
    Martha Pardiño

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