5 de agosto de 2009

Aquel 5 de agosto



LA HABANA, Cuba, agosto (www.cubanet.org) – Sonó el despertador. A los treinta años, era el verano más sofocante que recordaba. Toda la noche hubo apagón en Alamar y la mañana no resultaba más fresca. Se fijo en el calendario. Viernes cinco de agosto de 1994.

Los recién inventados camellos eran arrastrados por los lentos capetrés (camiones rusos), por lo que decidió coger una botella con un amigo, para salir de la ciudad dormitorio. No tenía el día para montar bicicleta. En la ciudad fue directo al cliente del día, la extra hotelera Occidental Gaviota, en calle 16, Miramar. Tenía reunión a las diez de la mañana con el ejecutivo principal.

Mientras esperaba en el recibidor de la antigua casa vivienda convertida en oficinas, escuchó a un funcionario comentar que “iba a ensillarse” (colocar la pistola en el cinto) “porque a mí no me van a coger de jamón”. Percibió nuevamente la alarma en el ambiente y recordó los días anteriores.

Recordó el periodo especial con su secuela de miserias. Luego los sucesos de Cojímar, cuando los guardafronteras ametrallaron en el muelle a un grupo de personas que huían del país, y una tarde de procesión en Regla donde los manifestantes, que cargaban el cadáver de otra víctima del régimen, gritaban asesinos a los policías.

Luego pensó en el hundimiento del remolcador 13 de marzo, el 13 de julio, y a renglón seguido en el segundo intento de secuestro de la lanchita Baraguá, de Casablanca.

Después de la reunión con el militar-empresario se dirigió a su oficina, donde sería recogido a la una de la tarde para visitar las instalaciones del Parque Morro-Cabaña, en especial el restaurante ubicado en la Batería de los Doce Apóstoles, al otro lado de la bahía.

No había electricidad en la ciudad, ni transporte para salir de ella. La televisión sólo trasmitía en horas de la noche. Casi todos los centros de trabajo estaban cerrados. El vagabundeo se había apropiado de la ciudad sin alimentos, cansada de promesas incumplidas y con la curiosidad de lo que sucedería con la lancha Baraguá llena de fugitivos, que continuaba detenida en medio de la bahía. Corrían rumores: se preparaba un barco para sacar a los que quisieran rumbo a Estados Unidos.

El auto demoró casi veinte minutos en recorrer los 1500 metros entre Belascoaín y la entrada del túnel de la bahía. Negros, mulatos y blancos paseaban por el malecón sin respetar el sol de agosto, ni los pocos y viejos autos que en el verano de 1994 circulaban por la avenida. Sólo paseaban, con la expectativa puesta en lo que ocurriría con la lanchita de Casablanca.

En el restaurante Batería de los Doce Apóstoles, allende al canal del puerto, es de donde se ve hermosa la ciudad, el equipo de trabajo se sentó a disfrutar del mojito, mientras discutía de publicidad. Sin embargo, la tensión exterior fue atrapando a los presentes. Delante de ellos cientos habaneros, concentrados en la Avenida del Puerto, corrían de un lado a otro. Trescientos metros de mar los separaban de las multitudes que corrían, cuando vieron aparecer los policías.

La gravedad de los sucesos dio por terminado el encuentro de negocios antes de lo previsto. Pasadas las 4 de la tarde subieron al auto para cruzar el túnel. La imagen de la ciudad era la de un campo de batalla. Un grupo de personas apedreaban un auto patrulla, mientras los oficiales trataban de esconderse en el interior. Las personas corrían de un lado a otro sin orden, sólo con el terror y la euforia retratados en los rostros.
El funcionario que iba “ensillado”, dijo:

-¡Hay que sacar los tanques!

El auto se movió rápidamente hacia la calle 23 donde, agrupados en bloques compactos, se encontraban hombres y mujeres de pulóveres blancos que llevaban una inscripción sobre el pecho: Contingente Blas Roca. En sus manos llevaban palos, machetes, cabillas. La porra “del proletariado” esperaba la orden de avanzar sobre la ciudad, escoltada por las tropas de asalto de las Fuerzas Armadas Revolucionarias.

El auto siguió por la calle O y dobló por 19 hasta detenerse en el lugar de donde había partido. Eran las cinco de la tarde del viernes cinco de agosto de 1994.

Esa noche, a las nueve, al teatro Carlos Marx no le cabía un alpiste. Carlos Varela, con el sombrero calado hasta los ojos, cantaba:

Guillermo Tell no comprendió a su hijo,
que un día se aburrió de la manzana en la cabeza
echó a correr y el padre lo maldijo,
¿entonces cómo iba a probar su destreza?

Aleaga Pesant
Tomado de Cubanet.org

Ilustración: web

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