3 de agosto de 2009

El Teatro «Alhambra» de La Habana


El Teatro Alhambra de La Habana fue inaugurado el 13 de septiembre de 1890. Situado en la esquina de las calles Consulado y Virtudes, sus comienzos fueron de un género más serio y lírico que el que luego le dio la fama que goza en la historia de nuestro teatro vernáculo.

El local era un caserón de una sola planta que había servido sucesiva e infructuosamente de taller de herrería y salón de patinaje. El teatro fue inaugurado por una compañía de zarzuelas españolas y, desde luego, aquellas funciones no estaban limitadas a la audiencia masculina que caracterizó posteriormente la etapa más popular del Alhambra, aunque ya las mismas comenzaban a matizarse con chistes de doble sentido y picardías que, por supuesto, eran muy del agrado del público. Tenía un fuerte competidor en el “Albizu”, otro teatro habanero de la época, con muy buen ambiente y fama.

En 1898 cambió de nombre por el de “Casino Americano”, sin que lograra alcanzar mucho éxito por ello, hasta que dos años más tarde el local fue alquilado por Federico Villoch, Miguel Oreja y José López Falco, con quienes comenzó una temporada que marcó el rumbo definitivo del original Alhambra” En 1900 empezó esta nueva etapa del Alhambra, que quiso y logró ser ventana hilarante del acontecer cubano, de su política y de sus costumbres.

El género, desde luego, no era nuevo en Cuba, porque quedan crónicas de ensayos anteriores. No podemos olvidar que ya en 1868 fue precisamente una representación teatral, la del juguete cómico «Perro huevero aunque le quemen el hocico» en el teatro Villanueva de La Habana, la que, con sus ironías vedadas y chistes mordaces en las fechas en que los cubanos se levantaban en armas, contribuyó a encender los ánimos políticos en La Habana y a favorecer el ambiente propicio para los sucesos que culminaron años después con el fusilamiento de los estudiantes de medicina.

Federico Villoch (1868-1954) fue el más prolífero de los libretistas del “Alhambra” y uno de los mayores responsables de su éxito durante los treinta y cinco años en los que se subía y bajaba el telón tres veces cada día. Se le considera autor de cientos de libretos, algunos tan exitosos como “La Casita Criolla” y “La Isla de las Cotorras”. Se le llegó a llamar “el Lope criollo” y Antón Arrufat, escritor y crítico bien exigente, ha manifestado de él que: "Su teatro [...] no sólo es importante por el valor del libreto, -menor, sin dudas, pero firme y delicioso-, sino para la comprensión de la historia de nuestro teatro y como documento para el estudio de la sensibilidad de las tres primeras décadas de este siglo ." [XX]

Conocidos humoristas cubanos como los hermanos Gustavo y Francisco Robreño compartieron con Villoch en la creación de los libretos. Por el popular escenario desfilaron notables figuras de nuestra farándula, como Enrique Arredondo, Arquímedes Pous, Blanca Becerra y Carmita Quintana entre muchos más, sin contar a las hermosas vedettes que deleitaban a todos con sus bailes provocativos.

La música fue también uno de los elementos importantes en cada representación, que habitualmente comenzaba con los compases de algún danzón conocido. Intercaladas en la trama podían escucharse igualmente otras melodías, guarachas, sones o rumbas.

Jorge Anckermann (1877-1941) comenzó a colaborar en el “Alhambra” en 1911 poniéndole música a los libretos de Villoch. Suya fue la música de “La Casita Criolla”, en la cual estrenó el género del “tango congo”, así como su inmortal guajira “El Arroyo que murmura”. A Anckermann se le cuentan más de 500 partituras y unos 1159 números musicales.

Otros músicos del “Alhambra” que contribuyeron con sus creaciones fueron José Marín Varona, Rafael Palau y Marín Mauri. Fue Mauri precisamente el primer compositor del “Alhambra”.

Los personajes representados en el “Alhambra” fueron siempre los mismos: el gallego, el negrito y la mulata, entes míticos de nuestra más legítima idiosincrasia. A la chanza y la parodia no escapaban tampoco el guajiro, el bobo, el chino, el botellero… situados en cualquiera de nuestros escenarios típicos y naturales: el solar o la calle, y con el lenguaje habitual de esos lugares pero, eso sí, salpicado de dichos y frases no aptos para los oídos de las damas de aquella época.

El teatro Alhambra cerró sus puertas el 18 de febrero de 1935, al desplomarse el techo de su vestíbulo. Con él concluyó un capítulo único en la historia del teatro cubano.

El Alhambra, como todo en esta vida, tuvo detractores y seguidores. Detractores en el aspecto moral y también en el de su valor literario y artístico por la generalmente pobre calidad de sus repetidos argumentos y diálogos. Para algunos críticos sólo se trataba de un espectáculo chabacano y vulgar. Seguidores, fácil es suponerlo, no hace falta decir que fueron muchos.

A pesar de sus detractores, el Alhambra ha quedado en nuestra historia como testigo elocuente y excepcional de nuestro folclore, de la representación de nuestros estereotipos, de la afición innata que tenemos a la burla para usarla como arma poderosa, y de esa proverbial costumbre del cubano de reírse de sus propios problemas.

Ana Dolores García
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Ilustración: web

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