Ana Dolores García
Todas
las ciudades tienen su puente –o más de uno- cargado de leyendas, simplemente
atractivo o con alguna peculiaridad exclusiva.
Venecia tiene muchos, pero dos
de ellos son especiales: uno por su belleza y leyenda, el de los suspiros, el
otro, el Rialto, por su belleza y porque
cada dos años lo escogen para promocionar en afiches un famoso festival de
cine. París también tiene varios, todos bellísimos y algunos con historia propia. Nueva York el de Brooklyn, cargado de bombillas, San Francisco su “Golden
Gate” repleto de oro cuando se pone el sol, y Tampa un “Sunshine Skyway Bridge”
con complejo de montaña rusa. Sevilla se enorgullece de su saleroso Puente de Triana. No importa que algún pueblo no tenga puente, porque aunque no lo posea la
televisión le inventa uno y trata de que usted averigüe su secreto, como el del culebrón de Antena3 que ya va por su capítulo
709. (Y el secreto del puente viejo sigue sin descubrirse).
Este
es otro puente: "El Puente del Beso", que es uno de los siete que sobre el río
Negro se encuentran en Luarca, Asturias, permitiendo el paso entre los
distintos barrios de la Villa.
Allí se les ofrece a los forasteros que la
visitan en el verano, la trágica leyenda que le ha dejado tan romántico nombre. Leyenda
que nos llega desde tiempos medievales y, de la que como tal, ya no podemos
separar lo que en un principio fuera
realidad y lo que a través de los siglos se le ha ido agregando o alterando. Modernos
juglares del siglo XX y del XXI la han incluido en sus temas, no ya cantándola
por las polvorientas rutas de Castilla, sino contándola, sin laúdes ni
tamboriles, por las retorcidas y empinadas calles luarquesas.
Se
le encuentra también en libros, como el de “Historias y Leyendas de Asturias”,
en el que su autor Miguel I. Arrieta cuenta la historia de un bereber llamado
Cambaral, figura que fue de tal resonancia en la historia de Luarca, que ha dado
nombre a uno de sus barrios más característicos.
Pues
bien, procedente de África, el moro Cambaral –que se dedicaba a la piratería-,
con su pequeña flota se adentró en el Atlántico hasta estacionarse al norte de
la península ibérica para asolar sin clemencia a los pescadores del
Cantábrico. Los de Luarca, al igual que los de otros puertos pesqueros de la
región, llevaban ya tiempo sufriendo la crueldad de sus ataques y la codicia de
sus saqueos, porque poco podían hacer contra las ágiles barcazas que los
embestían. Las rústicas embarcaciones con las que ellos faenaban en las costas no eran aptas para
combates de esa naturaleza y ellos -duchos en el uso de las redes-, poco
sabían hacer con un mosquete en sus manos. A la
inversa, los buques de la flota real, de gran tamaño y lento movimiento, no eran
capaces tampoco de dominar las rápidas y ágiles
embarcaciones de los piratas.
Pero es mejor que sea el propio Miguel Arrieta
el que nos narre la leyenda con toda la melosidad de un relato romántico:
«Cansado de las tropelías que cometían
los berberiscos, el señor de la fortaleza de Luarca, también conocida como La
Atalaya, decidió que ya era hora de acabar con ellas y que, dado el fracaso de
la flota real, se hacía necesaria una nueva estrategia que facilitara su
captura.
Embarcando a sus más fuertes y aguerridos guerreros en sencillas barcazas de pesca, bien disimulados entre sus aparejos y artes, salieron a
la mar a esperar que apareciese la flota berberisca. A pocas millas de Luarca,
se pusieron a pescar con la intención de que los moros les viesen como un botín
fácil y confiadamente les asaltaran.
Efectivamente, en cuanto aparecieron
los barcos berberiscos y vieron las barcas de pesca, se lanzaron a su ataque.
Pero cuál no sería su sorpresa, en cuanto se acercaron y vieron que
de ellas salían decenas de guerreros perfectamente armados y preparados para el
abordaje, y que eran las inocentes barcas las que les atacaban a ellos y no al
contrario, como tenían previsto. El combate fue largo y cruento, pero la
sorpresa y maniobrabilidad de las barquillas dieron toda la ventaja a los
luarqueses.
Cambaral fue hecho prisionero, cargado
de cadenas y conducido a la fortaleza de La Atalaya, en cuyas mazmorras lo
encerraron sin curarle siquiera las heridas.
Mientras el señor de Luarca y sus
aliados festejaban el triunfo y preparaban los despachos para anunciarle al rey
la buena nueva, la hija del señor, una bella doncella de espíritu generoso y
gran corazón, pidió permiso para curar las heridas de Cambaral y se dirigió a las
mazmorras.
Había poca luz allí, pero parece no
les hizo ninguna falta, pues fue verse, siquiera entre las sombras, para que
sugiera entre ellos el más puro amor. A pesar de las heridas, o quizá por ellas
mismas, Cambaral comenzó a sentir lo que todas sus correrías le habían
ocultado: que era huérfano de corazón, y que al fin podía hallar descanso y sosiego en
este amor que se le ofrecía.
La hija del señor, que nunca había sentido las
punzadas del amor noble, curó las heridas casi con veneración, pero también con
una congoja que la atenazaba, pues conociendo bien a su padre, sabía cuál iba a
ser el destino de Cambaral y, por ende, más que probablemente, el suyo.
En aquella semioscuridad se declararon
su amor mutuo y se hicieron las promesas grandilocuentes con que los amantes
noveles adornan la adversidad.
Pero cuando Cambaral se recuperó de sus heridas,
volvió a emerger en él su audacia y su ingenio, que tan bien le habían servido
en sus correrías por todas las costas desde Argel hasta el Cantábrico, y
planificó la fuga de ambos.
Fue una huida alocada, sin
posibilidades de éxito, prácticamente, pero los ojos de los amantes no veían
sino el momento en el que su amor podría al fin desplegarse, herirse con sus
besos, consumarse en su pasión. No veían otra cosa que esa determinación cuando
bajaban hacia el puerto desde la fortaleza, escondiéndose en las esquinas,
corriendo atropelladamente y buscando, ya en los muelles, el barco de Cambaral.
Sin embargo, el señor de la fortaleza
ya había sido avisado de la fuga y, con un destacamento de tropas, esperaba a
los amantes en el puerto. Allí acabaron sus sueños y pusieron a prueba todas
aquellas promesas que se habían hecho.
Viendo imposible la huida, Cambaral
abrazó a la hija del señor de Luarca; ambos se miraron como si estuvieran
diciendo algo que no se puede decir (amor que nace a oscuras, oscuro muere);
ambos se besaron como si ya nunca más se pudieran besar (ya nunca los labios
volverán a soñar)...
Y así fuera que el señor de Luarca,
loco de ira, incapaz de soportar aquel beso que para él era blasfemia, de un
solo tajo cortó ambas cabezas, las cuales fueron a escabullirse, en su beso
final, a las frías aguas del puerto, justo donde años después se levantaría el
llamado Puente del Beso.
La leyenda de Cambaral ha dejado una gran huella en la villa de Luarca. El barrio de pescadores lleva su nombre y se suele distinguir dentro de él el Cambaral Alto, que es donde habría estado la fortaleza (hoy, en su lugar, hay un monumento, llamado, precisamente, la Mesa de Mareantes), y el Cambaral Bajo, que es donde está el muelle».
La leyenda de Cambaral ha dejado una gran huella en la villa de Luarca. El barrio de pescadores lleva su nombre y se suele distinguir dentro de él el Cambaral Alto, que es donde habría estado la fortaleza (hoy, en su lugar, hay un monumento, llamado, precisamente, la Mesa de Mareantes), y el Cambaral Bajo, que es donde está el muelle».
Otras leyendas hacen del nombre Cambaral el de un
pirata normando que habría desembarcado en Luarca y que habría sido muerto en
combate por un tal Teudo Rico de Villademoros.
Restos de la vieja fortaleza en el Alto Cambaral |
Que historia tan bonita. En realidad todas las historias de amor lo son, aún cuando el final sea como éste. No diría que es triste porque los amantes no sintieron ni vieron otra cosa que no fuera su amor, sino cruel porque no es justo terminar así con la vida de dos seres que se amaban.
ResponderEliminarSaludos,
Elsa