CRUZANDO MÉXICO EN LA BESTIA
Cruzando México en la Bestia
Angel Sastre
larazon.es
Nadie parece escuchar los altavoces de la furgoneta
que cruza las vías pidiendo el voto para un diputado priísta. El millar de
inmigrantes hacinados en la estación de Arriaga, en Chiapas, se muestra más
preocupados por saber cuándo partirá la Bestia, si el camino no estará cortado
tras el paso del huracán Carlotta y sobre todo, si llegarán enteros al final
del recorrido. A lomos de este monstruo de hierro, también conocido como el
tren de la muerte o el tren del infierno, viajan miles de centroamericanos cada
dos días, con el sueño de alcanzar la frontera con EE UU.
El devoramigrantes cruza México de sur a norte. En el
camino muchos son robados, violados, secuestrados o asesinados. Y son
muchos también los que creen que maquinistas y encargados de los cambios de
vías están compinchados con las Maras
y los narcos que los asaltan. Que ellos son los que bajan la velocidad del tren
en determinados tramos o avisan de los horarios de salida de los convoyes de
carga.
Cae la noche y Giovanni, un hondureño pelado de sonrisa picarona, nos invita a
subir a su lado. «Dale, no tengas miedo esto es como viajar en primera»,
asegura. Cuando nos encaramamos al vagón de la cementera Cemex, observamos que
tiene un techado plano, con barrotes en los laterales. «Llevo desde las dos del
mediodía, cuando llegó el tren. Me monté y no he vuelto a bajarme. Incluso hago
mis necesidades desde el techo. Aunque todavía no sé cuando echará a andar, no
quiero perder el lugar», asegura, mientras acomoda los cartones para echar una
cabezadita. «Hay que agarrarse a cualquier manivela, tuerca o saliente que
encuentres. El tren aúlla y coge velocidad. Saltar o caerte es morir. Muchos
migrantes han fallecido al quedarse dormidos. Otros pierden sus extremidades
atrapados en las ruedas. No conviene montarse ebrio. Cuando estás parado no hay
tanto riesgo». Antes de dormir nos cuenta su odisea. «Éramos tres cruzando el
Arrozal, pero llegó un grupo de encapuchados con armas y nos quitaron todo. Por
suerte a mi amigo le enviaron 700 pesos –40 euros– y aquí estamos», agrega.
Expuestos
a las Maras
El Arrozal es una de las zonas más peligrosas de la frontera con México. Los
centroamericanos pueden tardar hasta un mes en tramitar la visa en la aduana,
así que muchos optan por aventurarse a cruzar el puesto fronterizo bordeándolo,
atravesando el monte. Los inmigrantes quedan expuestos a las Maras –pandillas–
y a los Zetas, que les esperan al otro lado dispuestos a robarlos, asesinarles
o violarles. Cómo Giovanni, muchos prefieren viajar en la Bestia porque no hay
controles. «Hicimos el mismo trayecto desde Arriaga en micro y la federal nos
paraba, pero en el tren hacen la vista gorda y no nos deportan». A su lado,
Nora Cerros, de Honduras, arropa a sus dos hijas Estefanía y Esmeralda, de seis
y siete años. «Venía con mi marido desde Guatemala, pero cuando llegamos al
albergue de la Misericordia el muy cobarde nos abandonó. Tenía miedo a subir al
tren, salió, fue a la Comisaría y se entregó para ser deportado. Yo, pese a mis
dos hijas y estar embarazada de gemelos, decidí seguir hasta DF», aclara
angustiada.
A su lado sus hijas sonríen alegres. Son la atracción del vagón, mimadas por el
resto de tripulantes. La más pequeña parece vivir todo esto como una pequeña
aventura. «Cuando cruzamos El Arrozal mamá nos decía ‘‘al suelo’’, y nos
tirábamos entre las matas», cuenta Estefanía.
Comienza un nuevo día y los inmigrantes continúan esperando. Otros muchos han
llegado a la vía. A las 12, el sol se vuelve implacable. Como no queremos
abandonar nuestra posición, la única opción es hidratarnos desde las alturas.
No es complicado porque los «agüeros», vendedores de agua, te lanzan botellas
por 10 pesos, medio euro. Si quieres un raspado, un trozo de hielo edulcorado,
tienes que bajar. Por suerte la comida no es un problema. Doña Carmen prepara
tranquila, en su esquina del vagón, tortillas rellenas de queso de Oaxaca
acompañadas con un trozo de aguacate. La señora, de unos 70 años, convida a sus
compañeros alegremente.
Tras 15 horas de espera, suenan dos silbidos largos y agónicos. Son las dos de
la tarde cuando el tren de carga inicia su camino hacia Ixetepec. Se escuchan
gritos de euforia aunque también hay rostros tristes; es lo que los psicólogos
llaman el «Síndrome de Ulises», el estrés crónico y múltiple que sufren muchos
emigrantes. Entramos en territorio de los Zetas, probablemente el cártel más
sanguinario de los narcos de este país. Los que se dedican a subir a internet
vídeos decapitando a sus víctimas, autores entre otras, de la masacre de San
Fernando, donde asesinaron a 72 migrantes ilegales después de secuestrarlos.
En nuestro vagón resuenan los gritos de Felipe. Con una camiseta atada en la
cabeza a modo de turbante, dirige a un grupo de cuatro salvadoreños. Cuando se
sienta a nuestro lado parece no tener miedo, pero a medida que el tren avanza,
va mostrando sus temores. «Si el grupo es pequeño, no de narcos sino de cholos,
el vagón debe unirse y dejarles ver que no les vamos a dejar subir», afirma
levantando una estaca. Confiesa: «Soy un coyote –una especie de guía que
lleva inmigrantes hacia EE UU–, yo les acerco hasta el DF por mil dólares. Allí
en Hidalgo, contratan a otro que les cruza a Houston. Otros 3.000 dólares. Hay
que atravesar el desierto y pasar el puente tras pagar 400 dólares a los
Zetas».
En
busca de cobijo
Tras casi un día de viaje, llegamos a Ixtepec. El tren no proseguirá su camino
al menos en 30 días debido al derrumbe de un puente en Medias Aguas, tras el
reciente paso del huracán Carlotta. Hora de buscar cobijo. Los peregrinos
caminan en masa hacia el albergue «Hermanos del Camino», un oasis donde los
inmigrantes reciben asistencia sanitaria y descansan. El centro está a cargo
del sacerdote Alejandro Solalinde, uno de los mayores activistas y
defensores de los Derechos Humanos en México.
Pero el padre no se encuentra en Oaxaca. Solalinde ha tenido que abandonar el
país y refugiarse en un lugar secreto ante las constantes amenazas que recibió
en meses anteriores por parte de narcotraficantes. Al frente continúa su
discípulo, Alberto Donis Rodríguez. Este guatemalteco, también conocido como
«Beto», llegó hace cuatro años al albergue tras ser robado por los federales.
Allí recibió ayuda y quedó cautivado por el valor del sacerdote. Ahora se ha
convertido en su brazo derecho. «Ya no tengo miedo. Si uno tiene miedo no puede
contagiar de valor al resto de personas que llegan tras sufrir abusos, personas
a las que pedimos que denuncien», exclama. Se calcula que unos 10.000
indocumentados centroamericanos que tratan de llegar a Estados Unidos son
secuestrados cada año. Muchos de ellos son capturados en grupos, bajados de los
vagones de tren y confinados en casas de seguridad o en naves industriales. El
rescate que se les exige fluctúa entre los 500 y los 3.000 dólares. La Comisión
Nacional de Derechos Humanos calcula que la industria del secuestro obtuvo en
ese corto espacio de tiempo más de 25 millones de dólares. Otros 1.300 son
asesinados o mutilados en el intento por alcanzar la frontera.
En su ordenador, «Beto» nos muestra a policías federales a los que grabó en
vídeo. Policías que detenían el tren para robar a los viajeros y «tocar» a las
mujeres. «En otras ocasiones son los propios rancheros los que con sus machetes
salen a robar y asesinar. Se han dado casos en los que los inmigrantes son
asaltados por partida doble: primero la Policía y después los lugareños. Otras
veces los tiran muertos a una laguna llena de lagartos». Beto detiene su relato
para mirar por la ventana. Afuera, procedente también de Guatemala, Guadalupe,
de 28 años, está sentada con la mirada perdida. Parece no importarle que la
tormenta estallara hace casi dos horas.
Impunidad
Guadalupe fue violada por policías federales cuando intentaba cruzar la
frontera también por el Arrozal. «Íbamos en una ‘‘combi’’, primero los guías
nos pidieron 1.500 pesos –86 euros– por pasar dos puestos fronterizos. Luego
nos hicieron bajar y subir a otra ‘‘combi’’. El nuevo conductor nos pedía más
dinero, conducía como un loco. Dos federales abandonaron su patrulla y se
subieron a la furgoneta. Empezaron a golpear al conductor y a mi pareja,
mientras nos pedían más plata. Uno de ellos me violó mientras su ayudante me
agarraba. A mi marido le decían que no mirase atrás. El otro no me violó porque
no podían dejar tanto tiempo sola la patrulla. Nos dijeron que nos bajáramos
deprisa, ni pude agarrar mis zapatos. Anduve dos días descalza, hasta que
llegue en muy mal estado al albergue. No era capaz de comer cuando recordaba.
Al final, el padre me convenció para que los denunciase».
Desgraciadamente la historia de Guadalupe se repite todos los días. Impunidad,
desprecio y un Gobierno que prefiere mirar hacia otro lado y dejar que los
narcos y los policías corruptos se lucren a costa de los centroamericanos.
Mientras, los motores de la Bestia volverán a rugir, en su techo miles de
personas volverán a soñar con una vida mejor. Sólo algunos lo lograrán, otros
quedarán en el camino.
«Te
voy a arrancar la cabeza»
Tuve dudas sobre si abordar el tren o no. Tras diez horas esperando en el techo
de la Bestia, ya tenía mi crónica, pero los centroamericanos me ofrecieron su
protección. La Bestia comenzó su camino y mientras disparaba con mi cámara, un
pandillero con el rostro tapado y con el torso descubierto me sacó fotos con el
móvil. Aseguraba ser de la Mara 18, una pandilla del Salvador. «Te voy a
arrancar la cabeza con una honda», me decía. Mis compañeros de viaje me
tranquilizaban pero el joven seguía: «Envié tu foto, te están esperando en la
siguiente parada». Me bajé con el tren en marcha, no debía de ir a más de 20
kilómetros por hora. En autobús fui a Ixtepec. Allí en el albergue, me
reencontré con mis compañeros de aventuras. Nunca volví a ver al hombre
de rostro cubierto.
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