El hombre comenzó a hacer
gastronomía por hastío, para alejarse de la materia prima, de la naturaleza sin
sazonar, de la remolacha cruda. La cocina nace cuando los alimentos dejan de
ser supervivencia y se convierten en una representación del refinamiento y la
ostentación, o sea, burguesía.
En el siglo XIX, que es la centuria de la industria, el barco de vapor y la mano de obra barata, Alejandro Dumas se convirtió en padre del folletín por entregas y, como todo escritor con fama y generosa cintura, en un adorador de los fogones. A Edmond Dantés, el protagonista de «El conde de Montecristo», le enseñó matemáticas, historia, química, lenguaje, idiomas y filosofía durante su encierro en el castillo de If. Pero, en su educación se olvidó de inculcarle los misterios del puchero. Eso los reservaba para él y lo que consideraba su obra cumbre: un «Diccionario gastronómico», que ahora se acaba de publicar en España.
En el siglo XIX, que es la centuria de la industria, el barco de vapor y la mano de obra barata, Alejandro Dumas se convirtió en padre del folletín por entregas y, como todo escritor con fama y generosa cintura, en un adorador de los fogones. A Edmond Dantés, el protagonista de «El conde de Montecristo», le enseñó matemáticas, historia, química, lenguaje, idiomas y filosofía durante su encierro en el castillo de If. Pero, en su educación se olvidó de inculcarle los misterios del puchero. Eso los reservaba para él y lo que consideraba su obra cumbre: un «Diccionario gastronómico», que ahora se acaba de publicar en España.
Las crónicas dejan el retrato de un autor entregado disciplinadamente a los avatares y rutinas que imponen las recetas. Louis Bouilhet proporcionó una lúcida descripción en una carta fechada en 1858 que dirigó a Flaubert: «Dumas, en camisa, mete mano en la masa, hace una tortilla fantástica, dora la pularda... corta la cebolla, remueve las ollas y les da 20 francos a los pinches». Y lo hacía en el hotel en el que se alojaba en ese momento.
«Era un gran gourmet –asegura Javier Santillán, autor del prólogo– al que le encantan las trufas, las ostras y el vino». El novelista de «Los tres Mosqueteros» redactó sobre este tema, y asuntos aledaños, un original de más de 1,000 páginas que abarcaban saberes y disciplinas diferentes. Se publicó dos o tres años después de su fallecimiento y ahora sale la luz en castellano en una edición ilustrada.
«Era un libro ambicioso, lleno de erudición. Ahí coinciden las ciencias naturales, la historia, la antropología, la historia de la cocina y los elementos sociológicos. Al ser, además un literato, le imprime un lenguaje poético. Dumas era una persona sabia y prolífica, y logró que fuera entretenida», explica Santillán.
El escritor se propuso dar un volumen en el que se mezclaba los antecedentes del arte culinario y repasaba productos de la tierra, como el espárrago, el melón, la dorada, la perdiz o el tomate, al que reserva una receta: «Tomates rellenos a la Grimod de La reynière», un plato que mezclaba carnes picadas, el grill y un zumo de limón como condimento final. Le dedica palabras a una zoología dispersa: la trucha, el buey, el conejo, el cordero, la gamba, la anguila y la ballena, un mamífero inesperado en estos capítulos y del que apunta: «Esta carne es tan buena y sana que los pescadores y el común pueblo marítimo le atribuyen la salud de hierro de la que gozan».
Dumas era un hombre de buen comer, al que le gustaban los entrantes, los segundos platos y postres (siente predilección por los dulces e incluso cuenta cómo hacer ya el “gofre”, del que asegura que no gusta en París, en aquel París, claro. Hoy ya han cambiado las cosas) y que no duda en recurrir al humor y, tampoco, a sus propias experiencias personales, como los viajes, para mostrar puntos de vista o dar a conocer cocinas específicas.
Es lo que ocurre con España, que no le debió dejar una buena impresión: «En España no existe más que un plato para todo el mundo, y ése plato es el puchero». Y a continuación enumera los ingredientes –se detiene con especial interés en el garbanzo, del que llega a anotar un refrán: «El buen garbanzo y el buen ladrón de Fuente-Franco son». Del puchero también llega a afirmar: «Es la comida invariable del español. De todo español que no cuente con este plato se puede decir, al igual que del viajero sin abrigo: ¡pobre diablo!».
Las cenas que ofrecía Dumas eran famosas, tanto que, cuando el convidado no podía asistir por el motivo que fuera, reclamaba mediante un sirviente (en el caso de que lo tuviera) su ración. En su diario, por ejemplo, George Sand anotó con cariño las cualidades del padre de «El conde de Montecristo» entre fogones: «Dumas, padre, cocinó la cena entera desde la sopa a la ensalada. Ocho o diez maravillosos platos...».
A su mesa sentó muchas veces al compositor de «Las bodas de Fígaro», gran gourmet como él. Ambos pujaban por ver quién destacaba más. Quizá Dumas, aunque Rossini no se quedaba atrás: amaba las trufas, el vino español y los macarrones, tanto como para idear una máquina que les diera la forma perfecta. Les inyectaba, después de cocidos, una jeringuilla con foie. Y a la sartén con mantequilla y parmesano
Recogido de La Razón, Madrid.
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