La Diócesis de Camagüey:
cien años de servicio
El
pasado 10 de diciembre de 2012 la Iglesia Católica en Camagüey celebró 100 años
de haber sido constituida diócesis por el papa Pío X; con esta institución, la
Santa Sede reconocía en Camagüey una población significativa por sus
estructuras eclesiales, por sus proporciones y, sobre todo, por la práctica de
su fe cristiana, en la cual y desde la cual el Vaticano daba fe de que existía
y actuaba la Santa Iglesia Católica. Su cuidado pastoral entonces requería la
pericia y dignidad de un obispo, y su ciudad una catedral y un obispado. Como
la diócesis se identifica con un territorio específico, la provincia y ciudad
agramontinas recibían además, con este nombramiento, una distinción que
encumbraba a toda la sociedad civil.
Una
primera aproximación a la historia de la “Ciudad de las iglesias” nos permite
comprender que la creación de la diócesis camagüeyana fue un acontecimiento
eclesial y civil que contó con importantes antecedentes. Existen evidencias históricas
de que por primera vez a finales del s. XVIII algunos eclesiásticos
consideraron la necesidad de una diócesis en Puerto Príncipe. Incluso un Acta
Capitular de 1818 solicitaba se llevara a efecto la creación de la diócesis; lo
cual es un claro signo de la conciencia patriótica desde el amor a la localidad
vinculado a la fe y la búsqueda del progreso. Sin dudas, la vida de la Iglesia
y su influencia en la sociedad eran ya notables.
Sin
embargo, fue en el siglo XIX cuando los camagüeyanos tuvieron como nunca antes
la oportunidad de contemplar la obra de la Iglesia a través de insignes cristianos
que marcaron para siempre la historia de Camagüey. Entre ellos destacan el
Rvdo. P. José de la Cruz Espí, conocido como el Padre Valencia, fraile de la
orden de San Francisco, quien con su ingente obra a favor de los leprosos y los
pobres proveyó a esta ciudad de un monumento a la caridad: el hospital de
mujeres (hoy desaparecido); un monumento a la fe: la iglesia del Carmen; y un
monumento a la esperanza: el convento de las Ursulinas, (actual Oficina del
Historiador de la Ciudad).
Construyó
además el leprosorio, la hospedería San Roque para coger peregrinos y la
iglesia de san Lázaro, además del puente sobre el arroyo “Las Jatas”, obras
avaladas por el testimonio extraordinario de coherencia de vida pobre,
entregada totalmente al servicio de los más necesitados. Una calle de esta
ciudad lleva hoy su nombre, inmortalizando las intensas jornadas que recorría
el fraile conduciendo enfermos de lepra hasta el hospicio que les había
construido en las afueras de la villa.
Junto
al P. Valencia, el P. Olallo y el P. Felipe también fueron homenajeados por el
pueblo principeño que puso sus nombres a calles de la ciudad armonizando con
una constelación de santos, por los que todavía hoy nombramos las calles y
plazas de nuestra localidad.
Otro
religioso cuya huella marcó para siempre nuestra historia fue Fray José Olallo
Valdés, hermano de la orden hospitalaria de San Juan de Dios. Primer cubano a
quien la Iglesia Universal reconoció como Beato por su obra caritativa a favor
de los enfermos, a quienes sirvió heroicamente, arriesgándose en medio de
epidemias de cólera morbo. Como Valencia, Olallo, movido por la misma misión de
la Iglesia, socorrió leprosos, niños enfermos y sin escuelas, ancianos
abandonados y esclavos, y defendió el derecho de todos a recibir la mejor
atención sanitaria, sin importar su procedencia o condición social.
La
conocida como Plaza del Cristo aún conserva el nombre del P. Gonfaus, de quien
atesora un monumento, cura párroco de la iglesia que la preside, gran
misionero, comprometido con la causa independentista que proporcionó medicinas,
alimentos e informaciones a las tropas insurrectas.
Tal
fue su labor, que quiso el pueblo reconocerla otorgándole el grado de capitán
del ejército libertador y una pensión como veterano, pero por modestia renunció
a ambos. Fue electo concejal del Ayuntamiento en las primeras elecciones de
1900.
Entre
los hijos insignes de la Iglesia camagüeyana en el XIX, es imposible obviar a
los fieles católicos Ignacio Agramonte y
Amalia Simoni, quienes sellaron su amor en matrimonio cristiano frente al altar
de Ntra. Sra. de la Soledad. Amor cuya felicidad juraron, debía de ser como la
de Cristo a su Iglesia y así cumplieron, estableciendo una familia
ejemplarísima. El amor de Ignacio y Amalia quedó testimoniado en un epistolario
que sigue siendo hoy de necesaria inspiración para una sociedad en la que urge
salvar la institución familiar.
Muchos
fueron los católicos que dieron lustre a la Iglesia y sociedad del Camagüey decimonónico,
personalidades de la talla del doctor Carlos Juan Finlay, fiel a la parroquia
mayor, y Gertrudis Gómez de Avellaneda y Arteaga, gloria de la poesía romántica, quien legó un
devocionario de honda espiritualidad y valor literario. Fueron ellos y otros
muchos quienes predicaron el Evangelio de Jesucristo con palabras y con el
lenguaje cristiano de las obras de misericordia: instruir, aconsejar,
consolar, confortar, dar de comer, dar vestido, acoger al que está sin techo,
visitar y asistir enfermos y presos, enterrar dignamente a los muertos. Obras por las que la Iglesia y la sociedad
prepararon sin presentirlo la realidad de una Iglesia que merecía ya la dignidad
de diócesis.
Testigos
colosales de la presencia activa de la iglesia lo constituyen el magnífico
sistema de templos: joyas de la arquitectura y de la historia que todavía
impactan al visitante que adentra en las calles de la “Ciudad de los tinajones”.
La Mayor, hoy Catedral Metropolitana; la Soledad, La Merced, con su hermoso
convento; Santa Ana, El Cristo del Buen Viaje; San Juan de Dios con su hospital
y su convento; San Francisco, sustituida hoy por el Sagrado Corazón; la
Caridad; monumentos que junto a las plazas y el singular trazado de las calles
hicieron a parte de nuestro centro histórico merecedor del título de Patrimonio
de la Humanidad.
Esta
ciudad no ostenta grandes palacios residenciales, pues la fortuna de los
patricios camagüeyanos se dedicó fundamentalmente a la edificación de
monumentos a la fe y centros católicos para la educación y la asistencia
social. Aquí resplandece, junto a otros,
el ejemplo de la Srta. Dolores Betancourt y Agramonte. Además de preocuparse
por la asistencia a los más necesitados, ayudó a construir la casa conventual,
la iglesia del Sagrado Corazón y colegio escolapio, que a pesar del tiempo y el
deterioro, todavía se levantan imponentes en nuestra ciudad. Muchas otras
iglesias de Camagüey se vieron beneficiadas por la caridad de Dolores.
Inconforme con lo que pudo hacer en vida, dejó grandes sumas de dinero en su
testamento a favor de construir iglesias como la de San José en la Vigía,
reparar otras y dar educación a los más pobres.
Llegado
el siglo XX y superadas las limitaciones que supuso el patronato regio para la
obra de la Iglesia, el Papa San Pío X, por medio de la bula Quae catholicae religioni creó las
diócesis de Camagüey y Matanzas, haciendo coincidir los límites con los de las
provincias civiles del mismo nombre. Tal designación constituyó un
reconocimiento, como hemos señalado, pero también un estímulo a la vieja
Iglesia del joven obispado que en la primera mitad del recién estrenado siglo
XX se aplicaría en proseguir e incrementar la obra de sus antecesores.
Durante
el siglo XX, la Iglesia en Cuba tuvo la ocasión de superar los moldes españoles
impuestos en la época colonial y encaramarse cada vez más en la sociedad y
cultura cubanas. Después de las desamortizaciones del XIX, en que el régimen
español expulsó las órdenes religiosas de sus territorios, se hacía sentir con
más fuerza la obra de monjas y hermanos sobre todo en los campos de la
educación con la fundación de colegios e institutos. También en el terreno
asistencial con orfanatos, hogares de ancianos, hospitales y dispensarios.
El
principio de encarnación, esencial al cristianismo, supone que los contenidos
inmutables de la fe y misión de la Iglesia han de adoptar los modos propios de
cada cultura y a través de ellos expresarse y transformar la realidad. De este
modo, la Iglesia se compromete con la historia de los pueblos, y Camagüey no
fue la excepción. Aunque fueron muchos los católicos que se pusieron de parte
de los más humildes para asistirlos en sus necesidades y defender sus derechos,
de un modo singular resplandeció la figura del Padre Amaro, párroco de
Nuevitas, a quien su pueblo le dedicó una tarja que habla por sí sola:
“Monseñor
Amaro Rodríguez Sanromán, Hijo Adoptivo de la Ciudad, por acuerdo de nuestro
Ayuntamiento, siendo tan ejemplar su brillante ejecutoria como pastor de almas
como ciudadano, que en todo movimiento cívico y de progreso de la ciudad está
escrito su nombre con letras de oro. Impulsor de la carretera Camagüey-Nuevitas
y de nuestro Acueducto. Paladín enérgico y cristiano de los trabajadores y de las clases humildes. Los
padres especialmente llevan todos en su corazón al “Padre Amaro”. Como
testimonio de cariñoso afecto, y como emulación a sus sucesores y a todos los
ciudadanos, sus feligreses y el pueblo todo de Nuevitas erige esta sencilla
tarja para perpetuar el recuerdo del virtuoso Sacerdote que al marcharse no
quiso aceptar ningún homenaje público”. Imitemos las virtudes del “Padre Amaro”.
La
expansión de la Iglesia hacia el interior de la provincia fue obra de la recién
erigida diócesis, que se aplicó a la fundación de parroquias y capillas, muchas
con colegios y dispensarios. Las décadas del treinta y cuarenta fueron muy
prolíferas en construcciones: la capilla provisional de Elia, Baraguá, Gaspar,
Pedrecitas, Falla, Chambas, Vertientes, Lugareño, Céspedes, Algodones, El
Francisco, Macareño, Hatuey, Galvis, Ranchuelo, Punta Alegre, Violetas, las cinco capillas de Nuevitas –debidas a la labor de Mons. Amaro-, Alta Gracia, capilla
provisional de Cascorro, Sibanicú, Velazco y Florat, entre otras, que serían
levantadas en la siguiente década.
Celebrar
estos cien años nos hace volver la mirada hacia los pastores que a su cargo
tuvieron el cuidado de esta porción del pueblo cubano. Fue el primero de ellos,
el carmelita descalzo Fray Valentín Zubizarreta y Unamunsaga, extraordinario
pastor en los inicios de esta diócesis, hasta su traslado a Cienfuegos en 1922.
La
sede vacante fue ocupada por Mons. Enrique Pérez Serantes, infatigable
misionero que recorrió cada rincón de la diócesis dejando por todas partes
anécdotas de su entrega como buen pastor. En el año 1949 le sucede Mons. Carlos
Riu Anglés, quien impulsó los colegios parroquiales. En 1961, debido a su larga
ausencia por motivos de enfermedad, la Santa Sede nombra al P. Adolfo Rodríguez
Herrera como Vicario General y gobernador Eclesiástico.
El
16 de julio de 1963 es consagrado como obispo, para ser el primer cubano y
camagüeyano en ocupar esta sede episcopal. Su misión de pastor se prolongó por
cuarenta años, en los que su honda espiritualidad y sabiduría le valieron para
levantar una Iglesia que había quedado diezmada en la nueva situación político-social. En enero de 1998 recibe en Camagüey al papa
Juan Pablo II, visita que preparó con una histórica Misión diocesana impulsada
por laicos, a la cual él mismo calificó como la tercera etapa de la
evangelización en Cuba: “los cubanos evangelizando a los cubanos”. Cuando en
diciembre del mismo año el papa declaraba a Camagüey como Arquidiócesis y a Mons.
Adolfo su primer arzobispo, reconocía los frutos que a lo largo de su historia
la diócesis había producido, y bendecía la obra de su pastor.
El
24 de agosto tras la dimisión canónica de Mons. Adolfo, toma posesión el actual
Arzobispo, Mons. Juan de la Caridad García Rodríguez.
Al
celebrar los primeros cien años de la diócesis de Camagüey, nos reconocemos
herederos de esta tradición y nos sentimos orgullosos de continuar la misión
evangelizadora y humanitaria de la Iglesia. Cuando la Iglesia hoy asiste al enfermo,
consuela al preso, da esperanza a quienes la han perdido, defiende el derecho a
la vida, promueve y educa en valores esenciales al ser humano, no hace sino
cumplir la misión que le es intrínseca e imprescindible en cualquier sociedad y
realidad cultural.
P.
Rolando G. Monte de Oca Valero, Párroco de Elia,
Lic.
Osvaldo Gallardo González
Reproducido
de “El Alfarero”, Revista Trimestral de la Arquidiócesis de Camagüey,
Agosto-Septiembre
2012
Me gustaria nadir entre los mecionados al Padre Miguel Becerril y al Padre Ramon Lapert.
ResponderEliminarMarlene M
Tienes mucha razón, Marlene. Una historia de nuestra diócesis no puede considerarse completa sin mencionar sus nombres. Mons.Becerril fue un párroco ejemplar en su sencillez, humildad y testimonio sacerdotal. No sé de otro párroco que año tras año al llegar el tiempo Pascual visitara todas, -casa por casa y no eran pocas las de su parroquia-, desde las de Avellaneda donde vivían sus feligreses más acomodados, hasta las de Palma, el barrio de los más pobres. Y se interesaba en su visita por cada familia, sus hijos, la salud... Fue uno más de los sacerdotes expulsados de Cuba por la dictadura castrista en 1961, pero no podía vivir lejos de su parroquia. Ejerció por poco tiempo como sacerdote en Andalucía porque pronto se las arregló para regresar a la vieja iglesia de la Soledad, de la que había sido pastor desde que fuera ordenado sacerdote.
ResponderEliminarEl P. Ramón, escolapio y catalán, rechazó irse de Cuba con los hermanos de su Orden al ser confiscado el colegio, y prefirió quedarse en Camagüey al lado del pueblo creyente. Su presencia en convento de La Merced lo salvó para la Iglesia.
También merece mencionarse en esta crónica Mons. Filiberto Martínez, abnegado párroco de la Iglesia del Cristo, digno sucesor del P. Gonfaus. E igualmente me hubiera gustado que se mencionara algo más de la obra diocesana de Mons. Riu Anglés, todo un obispo humillado y encarcelado por la dictadura.